Aquí mi descendencia

Aquí mi descendencia
con resfríos;
aquí mi luz eléctrica,
mis libros;
aquí mi agua potable,
mis amigos,
mi vida numerada y preservada
de peligros;
aquí mi canto, alegre o triste, andando
sus caminos;
aquí como una sombra deslizándose
lo que vivo;
en hipérbole haciendo sus donaires
lo más mínimo;
aquí con los augures entre víctima
y asesino;
aquí, al fin y al cabo, con mis cosas
tan tranquilo
y allá cuánta desgracia palpitando,
genocidio,
cuanto dolor atroz para los hombres
aguerridos,
cuánta vergüenza al mundo por los siglos
de los siglos.

José Ruiz Rosas


Así escribo el poema

Doy un paso,
duermo, sonrío, lloro en mis adentros,
mastico la ancha hiel de los instintos
puestos a galopar, protones lúdicos
flotando sus latentes emociones;
miro la luz, que es el mirar más último
antes de penetrar en cada arcano;
oigo no sé qué cosas en los cantos
de las aves por un momento libres
y se me empuña el corazón sabiendo
su final de cautivas o de víctimas;
aspiro el aire altísimo que baja
a decorar de oxígeno mis huesos;
llego, me voy, distante en todo tiempo
de la meta final que no he fijado;
pulso la hora intacta que ha parido
el otoño de un ramo, atrapo el claro
destello de unos ojos fraternales,
miro los flujos que soporta el mundo
por pasos con sus callos melancólicos,
torno, vuelvo a mirar y abro los ojos
como un insomne búho en medio día
y fijo las pupilas como el gato
que pretendiera caza de aeroplanos,
subo la cuesta, bajo, y subo, y bajo
y conservo el imán del pavimento;
llego, con mi codicia a manos llenas
a regalarle el sol a todo el mundo
y la sombra, la luna y los luceros
como si todo yo fuera raíces,
hojas y savia para estar callado
como un laboratorio del abrazo;
así escribo el poema. Doy un paso.

José Ruiz Rosas


Caracol

Primicia de otro reino, cabezuela
con credenciales de su mundo elástico
llegada en puro amor, sólo silencio,
perfecta calma, respetuosa venia
para brindar caricias a las plantas,
comerse a besos temblorosas hojas,
retirarse a soñar en la sombrilla
guardada siempre a cuestas y compacta;
y luego, suave trotamundos, irse
palpando el rededor con dos vigías
parabólicos y semiplegables
a continuar su vegetal periplo
con eternos saludos y primicias.

José Ruiz Rosas


Meteoritos

Un hombre fue cierta vez
al firmamento
a pintarlo con sus pensamientos
mezclados con el resplandor de las estrellas. 

Poco después, sediento, exhausto, rígido
por el asombro y el terror
ante la realidad del infinito,
trató de retornar y algunas veces
lo vemos vanamente transformado
pues aquel magno esfuerzo convirtió su cuerpo,
hecho ya mole en el espacio,
en enormes e innúmeras partículas
de algún ígneo metal no planetario. 

De cuando en cuando asoma su rauda pincelada
cual velocísimo trasgo
por entre los resquicios
que permite el inmenso andamiaje de la noche. 

Cada período, quién sabrá de cuantos años o milenios,
logra llegar hasta nosotros
algún retazo de aquel fantasma suyo
tan al azar diseminado,
y espanta toda vida en su contorno
dejándole al planeta
una redonda cicatriz, y al centro,
como costras del tiempo,
qué pesados fragmentos, esos bólidos ya quietos,
fríos, negros, herméticos y mágicos.

José Ruiz Rosas


YO TENGO UN SOL OPACO en la mirada
puesto a secarse allí como una estopa
y me ciega de veras, porque abundan
marginadas estrellas en los párpados
que concurren a diario entre la sombra,
leve delito de la luz, que cuaja
en pretéritas lágrimas de infancia
y, durecidas pústulas, legañas
estorban todo el porvenir del ámbito,
miran apenas huellas, más por tacto,
más por olfato que por fiel vislumbre. 

Yo tengo el ojo así, túrbido y tenue,
pegado al microscopio, sin los ágiles
desplazamientos de húmedos microbios
atender, con la voz puesta de bruces
convertida en silencio desde el tiempo,
desde las hóspitas cavernas, desde
la pelambre aterida, desde el rayo
divinizado, desde el árbol mágico.

Yo tengo el tímpano más bien ligero,
el martillo en metal endurecido
como un desnudo afán de lluvias, como
un onanita enfermo en resonancias,
acuclillado caracol, dormido
estribo en los galopes de la noche,
oído en tajo al sol y a las tinieblas
como hendida raíz de intermitencias
resonando en porqués y cuándos, ecos
de los ecos que moran en el aire,
de lo que respiramos, convencidos
de asegurar las ondas sin estrépitos,
las paredes abiertas por la técnica
trayéndonos mensajes y leyéndonos
en alta voz las cosas más distantes,
ah laberinto al que retorna Dédalo
como herida paloma, eterno caos
que vuelve al punto umbilical ya seco.

Yo tengo el tacto ardido, porque toca
alguna vez la yema el frasco ajeno,
la mejilla pueril que riega el ojo,
la piel de la mujer, plena de esencias,
la insensata moneda que acaricio
en veces, yermo símbolo palpable,
y esta verdad ambiente en que ambulamos
del catre, de la mesa, de la ropa,
hasta llegar al más purificado
papel, página en blanco del poema,
margen desgarratriz de lo sensorio,
sutil profanación, cosa en la cosa,
eléctrico y sensual presentimiento
en claros eslabones y ataduras,
en diligentes florescencias náuticas
al azar controladas por cronógrafos,
entre la estricta realidad sumerso
con instantáneas fugas palpebrales. 

Yo tengo, cual tú tienes,
este incómodo espejo en vano huero,
este acústico umbral siempre horadado,
esta sepulta cárcel transeúnte
caminados al cielo, en los compases
de qué mefisto ingenio calculados.

José Ruiz Rosas






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