Atardecer en el trópico

Veo la tarde que se nombra cielo,
la ventana en suspenso, la tardía
y olvidada peluca y los cien velos
que enarbolados siguen todavía.

Veo del cielo la extensión que ardía
exponiendo trofeos y arduo celo.
¡Qué rigurosas ondas y armonía
fino reparte el cocuyo en su vuelo!

Un momento parece detenido
el paisaje o la forma del contento:
la chalupa enigmática y el ruido,

y un poco de ceniza y algún lirio,
y el portón arrasado por el viento,
y la canción mojada de delirio.

José Triana



El doble

Pintado de albayalde entra a la escena,
¿eres tú o soy yo o los dos enlazados,
dos en su extravío, en su despiste,
uno en dos es lo mismo indiferente?
Una corriente pasa, otra regresa.
¿qué papel representas, con quién hablas?
¿Es el traje de lino o de moaré?
Desde aquí la camisa la veo anaranjada
con el cuello y los puños gastados por la mugre
y unos cuantos botones flotantes o caídos.
Se me escapa decir que el viento asola
los calveros rojizos y el arbusto tristón,
que hay un brote de alubias en el pote enterrado,
que suena, está sonando, y seguirá sonando
a la zaga de las nubes de lata
informes caballeros submarinos.

Usted de prisa alumbra, quite el foco de encima.
Han vuelto otra vez los días de invierno
y en el ángulo innoble caramelos rosados,
un muchacho despierta a un caníbal y a un perrito.
Sobre la escena avanza tal un triste relámpago.
¿Sabemos a qué hora llega y se quita
la casaca, el sombrero de tres picos
y tira su melancolía en el auditorio?
Recostado a una tarima refunfuña el niño
de cien años, a quien nunca hemos visto.
Desprende las gafas, se obstina en gritos,
y después se adelanta el azul descompensado
en irónico mohín hacia afuera.
Tartajea, enmudece, yo soy de un mundo plano,
de raíces noctámbulas y de nebulosas,
concibo a veces un clavo mordiendo
los tejados y mimbres ocultos.
Oropéndola, dime, qué puedo hacer, volar
el charco, dormitando, el charco del absurdo,
crujiendo los dientes, o matándome el hastío
a fuerza de cujazos, de trémolos impíos,
de proyectos que se quedan a medias.
Atrás, atrás, reclamo, extendiendo las manos
extendiendo mi enojo de mendigo,
desvinculado entonces de la fiesta.

Pintado de albayalde se escapa de la escena,
¿qué dijo o qué no dijo?, ¿era un monólogo
o un pase de tierra ignominioso,
el esquivo trazado de una ciudad muriéndose
de haber perdido el centro de su gravitación?
¿Inesperados recursos, pasillos de madera
tambaleándose en el vacío del error,
golpes inciertos inscritos en la penumbrosa
estancia de los cartílagos húmedos,
la palabra común que se persigue
entre los cáñamos y las astas de los girasoles?
¿Recursos como comidas frugales
en un desbarajuste? ¿Un calabozo?
¿Un cohete apagado antes de llegar al cielo?

Interrogo porque estaba entre soñando barcas,
espirales de rústicas callejas.
No seguí el discurso, anticuado y obsceno.
Me detuve en el sueño acariciando
una estatua redonda en la repisa.
Bebo mi infusión de verbena y como
semilla de cardamomo mojadas
en aceite, si William Peterson
reniega la pesadilla del crimen
y sonríe al cruzar una enigmática esquina.
Ahí va Beethoven con el brazo izquierdo
doblado en la cintura, oiga el Réquiem, Dios mío,
las últimas sonatas de sordera,
alitas inclinadas, alitas de quimeras,
estoy desesperado y no sé qué me pasa
masturbándome en las sábanas sucias
tal vez como un agonizante.

El paisaje ahora es de color de cobre,
lámparas suspendidas y azulejos.
< no quiere a tu padre. Y tú, di, ¿a quién quieres?>>
Sombras repasan por los ojos vidriosos, frío,
crujientes, provocando el cataclismo,
el crepúsculo rojo, el ventorrillo
anegado de objetos inservibles,
el martillo, las tijeras flojas,
la cucharas de plata zampadas por el moho,
docenas de zapatos, botines, un cangrejo,
el uniforme de un guerrero, lápices,
las cartas en el suelo, las cartas en paquetes,
sinónimo de usura y de chantajes,
de arcaísmos viciosos cargados de nostalgia,
en el Libro de Ruth encontrarás
la causa justa, adecuada, que trae
un paño de lino para el rostro y las lágrimas.

<<¿A qué vienes, pregunto, a qué vienes, cuando el agua
desciende por los obstruidos albañales
y de estupor me muero y de cinismo?,
¿a qué vienes, te digo, a qué vienes
con ese repertorio de artificios,
enhebrados apenas, casi una fraudulenta bufonada.>>,
El telón va cayendo, sustentando un suspiro
de aplausos. Corro hasta el fondo de umbría,
césped de lanzas de hollín y laurel.
Yo no soy yo, yo no soy tú,
tú no eres tú ni eres tampoco yo,
semejante a una pérgola diversa
me repliego y de improviso me anulo,
simulacro, impostura, y hecatombe,
¿qué muñones y voces extranjeras?,
¿quién trajo esos ataúdes y millones de muertos,
quien camina de espaldas mientras duerme?

piso el umbral, y soy yo el que repite
las mismas imágenes y el mismo desconcierto,
inventando si es el teatro o el sueño de un teatro
o el teatro que forjo desde el sueño,
siendo sueño y teatro de una algarabía
de la que no tengo el menor control.
Agarro los matules, tomo el trillo.
Eloísa, Eloísa, nos veremos al fin al otro lado.

José Triana



Ombra della sera

Delgada en su proyecto, puro frío
despabilando naipes por concierto.
Sobre el tapiz descansa en abierto
desparpajo de niña ante el umbrío


reloj de la mañana. Luego en río
de claridad proclama el labio experto
jerarquías pobladas de algo incierto
que hacen galas de trueno y poderío.


Si verla y desearla me desvela,
la prefiero a la ausencia inoportuna
o al bosque que la quiere fugitiva.


Pues al alma conforta su incisiva
jactancia, múltiple criatura y una,
repartiendo febriles sus candelas.

José Triana




Sonata para Cello y un instante de dolor

Para Ofelia y Manuel Díaz Martínez

Íbamos mi madre y yo en un carruaje,
era la noche y apenas veíamos
qué acontecía afuera, cuál era el paraje,
si el anafe dormía entre dos losas
o la neblina reducía el puente.

Mi madre detestaba ciertas cosas
que fantasioso retengo: la risa
del abuelo estentórea, el impaciente
adiós de las sobrinas al cruzar
en vuelo de ceniza los andenes,

ese vaivén del coche, el terciopelo
de los cofres de las bisuterías,
los abanicos que ha ido posponiendo
con la pueril negligencia y abstruso
instinto de olvido. Hablaba, hablaba

y repetía que era martes cuando
emprendimos el viaje, que un perfume
francés vale la pena y en aquel
momento estaba yo pensando en las amarras,
en los nódulos de los viejos robles,

en la prima Angelina transponiendo
el biombo de bambú, y los cordajes de neblina
haciendo de las suyas mientras habla,
y el traqueteo del coche, que es un susto,
riquirás, riquirás, por las cañadas,

y allá va ella, dice que dice, la carreta
del diablo, que vamos por el mar, dice,
montados en un monstruo sacado del averno,
y es el mar un coloso, por los aires
aullantes nos levanta, a toda vela,

y ella desecha ver los torsos o vestigios
diseminados en el agua, y abomina
la suerte de las balsas náufragas o al garete
entre los tiburones y tanto bicho malo
y se pone a rezar como delante

de un altar incorpóreo y llora y dice:
“Es horrible, hijo, semejante infamia.
El hombre fragua de bondad aspira
y nosotros debemos mantenernos
fieles a ese dictado”, y el carruaje

asciende más, mucho más, en lo recóndito
volamos, yo levito incomprensiblemente,
y la oteo desde arriba en una órbita
de maniquís y puntos luminosos,
acompañada de organillos lánguidos,

y se evade en el carruaje tortuoso,
apresurando escalas de acrobacias,
y el eco de su queja la memoria
ocupa todavía. ¿Es un bramido
o el deplorable escorzo de un mal sueño?

José Triana



















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