El laberinto

Ella estaba detrás del laberinto.
Lo supe al conocerla.
Aunque al principio, al relumbrar su cuello
en la puerta fugaz de aquel hotel
(creo que podía ser el Miguel Ángel,
y había un piano-bar), jamás me habría creído
que era posible entrar con tanta suerte
ni en ningún otro hotel, ni en cualquier otra parte.
Tenías que haberla visto. Tenías que habernos visto.
Era casi imposible imaginar
a dos seres tan frágiles,
con un fulgor tan raramente humano.
Y el brillo se quedó dentro del pecho,
como un tibio dolor del corazón.
Poco después moriste, pero ya pude ver
que había una hebra invisible, un deseo capilar,
en ti y en ella,
de no tener más freno que la muerte.
Y se lo dije entonces, quizá hasta un poco antes:
eres como un cachorro de león asustada.
Tú sólo tienes miedo de tener
ese miedo más grande que la vida.
Eres como un cachorro de león asustada,
porque un león no se rinde,
no cesa ni claudica,
se encrespa en la batalla,
apenas retrocede
y muere de un impulso o ruge y toma aliento
y vence a dentelladas.
Me gustaría decirte que fue fácil.
Me gustaría decirte que aún es fácil.
Pero ella está detrás del laberinto
y no hay salida fuera de sí misma:
es un hotel costero abandonado
donde todas las puertas nos llevan hasta el mar.

Joaquín Pérez Azaústre


Gilda


No te quites los guantes.
Apoya bien la punta del tacón en mi pecho,
sacude tu melena pelirroja,
sube el cuello de nieve vaporosa
y enseña la cascada de carmín al cantar.
¿Quieres que te dé fuego? No todas las mujeres
fuman porque estén solas.
Lo has dicho muchas veces: muchos hombres se acuestan
con Gilda, y se despiertan
con la mujer cansada del espejo,
la que no luce el sol en los tobillos de ante,
la que no es de marfil en los costados,
la que no se desnuda bajo el satén oscuro
mientras sus muslos guardan manantiales de sal.
Puedes pegarme ahora. Abrásame la cara.
Después yo soltaré mi palma en tu mejilla,
te giraré de un golpe, te aplastaré los labios
con el beso más hondo después del desayuno.
No te quites los guantes. Ni tampoco el pijama
que te presté al llegar y que te queda grande.
Tengo la mantequilla que te gusta,
y la camisa a cuadros, y guardo el jersey verde
con que dormías a veces cuando venías a casa.
Déjame que te cuide, bailarina en vaqueros
con los ojos dormidos, temblor de mariposa,
asómate a la luz desde el salón
y vámonos al campo a pasar el domingo.

Joaquín Pérez Azaústre


Las ollerías

Aún es pronto para volver a casa:
me han curvado la espalda los enanos
que he venido cargando desde siempre,
los que duermen la siesta en mis bolsillos
para ralentizar mi digestión.
Aún es pronto para volver a casa,
aunque pisé los límites.
Pensé que nadie me podría reconocer.
Escuché los ladridos, temí el polvo naranja.
Recordé la alcancía oculta bajo el mueble.
¿Qué ha sido del nervio, el escondite
bajo un muslo de reina y el metal de unas manos?
Ahora los disfraces son de piel
y miro la avenida desde lejos, ya muy lejos
del sol y de los otros,
que alguna vez volaron para aplacar mi fiebre.
Sé lo que estás pensando: aún es pronto,
y casi no he cumplido mis pactos con la vida.
Es muy pronto aún, pero qué esperas,
si tu voz se me clava en los tobillos
y me amansa la angustia, el temor de un insomnio.
Dentro, en mí, habitas aún la casa.
Otros vinieron antes, y ya la vaciaron
de ti, de tus vestidos, de tus plantas vivaces
a las que siempre hablabas de mí, entre otras cosas.

Joaquín Pérez Azaústre



"El aire no es tan frío como ayer y el impermeable le abriga convenientemente. Pasa por la taquilla del metro y no ve a nadie al otro lado del cristal, con el sillón y el mostrador vacíos. Saca el bono, tica y se abren las portezuelas metálicas. Contempla los paneles publicitarios, enormes y llamativos, de muchachas gigantes con una dentadura inmaculada, esbeltas y en biquini, cubiertas las cinturas por pareos, junto al equipaje, antes de embarcar en un avión, en el anuncio de una agencia prometiendo días inolvidables de luz y aguas templadas, pero algo advierte como una variación: las esquinas superiores comienzan a rizarse, despegadas quizá por su vejez repentina, porque Jonás recuerda que esas mismas chicas atrayentes, listas para partir a cualquier destino cálido, quizá llevan ahí varias semanas y por eso los muslos se levantan, y las sandalias playeras se ven más arrugadas, y hay algunas grietas en el brillo de esos ojos azules, como soles risueños bajo el velo de unas largas pestañas que, por grandes, pueden distinguirse individualmente y ser enumeradas lentamente una a una. En el andén hay poco movimiento: cuatro mujeres, una de mediana edad, que no para de mirar el reloj electrónico colgante, anunciando que falta solamente un minuto para que llegue el siguiente tren, con una bolsa de plástico; dos adolescentes con auriculares y una cuarta algo mayor, con el pelo recogido. Enfrente, sólo una niña con una chica joven. Rubias. Recuerda la conversación con Leopoldo en el hotel y esa fragilidad de su cojera al marcharse. Las observa a las dos, y se dice que tanto su nieta como su hija podrían ser cualquiera. Ya dentro del vagón, Jonás trata de articular sus pensamientos, pero sólo consigue sentirse aún más oprimido: quizá lo que le cerca es la soledad de los respaldos, la mayoría sin ocupar, y que el tren haya venido como si fueran las seis de la mañana de un domingo, cuando únicamente es posible ver en los asientos a alguien rezagado de la noche, durmiente y todavía con la mirada impávida, rojiza, o a algún viajero en dirección al aeropuerto con la salida demasiado temprana. Pero no es un domingo casi al alba, sino un viernes cualquiera al mediodía y en el vagón hay demasiado sitio libre, aunque en las siguientes paradas se van incorporando nuevos pasajeros, con la mirada más extraviada de lo habitual y una lentitud extraña en esas horas, como si también ellos recelasen de esa espaciosidad. La salida da directamente a la cafetería, frente a un quiosco de prensa. A través del movimiento de cristal rotatorio ve a su padre, apoyado en la barra, que ya le ha localizado. Le hace una señal, levantando las cejas, y Jonás pasa dentro. Tras un breve titubeo, se estrechan las manos sin demasiada convicción.
—Tenías razón. Todo está como siempre, cada cosa en su sitio, pero se nota que nadie ha pasado por allí en los últimos días. Sin embargo, están todas sus cosas: los vestidos, los abrigos y también los sombreros. Mamá no se habría ido sin todo eso. Quizá ha llegado el momento de que vayas al banco y pidas un extracto actualizado, si puedes. En su cartilla sólo constan movimientos de hasta hace dos meses. No he encontrado su cartera, ni tampoco su bolso. Habría que denunciar su desaparición.
El gesto de su padre se endurece, aunque no se ha movido ni un milímetro en su rostro, y Jonás siente, corriendo entre sus omóplatos, el recuerdo de una gota helada.
—Jonás, la denuncia no es oficial, y aunque lo sea no cambiará la situación. Podemos interponerla si lo prefieres, pero ya te dije que me están ayudando. También he ido al banco y he revisado sus cuentas. Ni un solo movimiento. Pero ahora tienes que esforzarte en recordar la casa. No se trata sólo de lo que hayas visto, que también, es algo más profundo: yo ya he estado allí. Lo he examinado todo, como puedes imaginar —las facciones de Jonás se han ido relajando, aunque permanece en tensión—; pero siempre hay algo minúsculo, un detalle o cualquier impresión, aunque parezca insignificante. Lo que sea. Concéntrate. Tú la conoces bien. Os parecéis mucho —termina, y esboza una sonrisa fatigada."

Joaquín Pérez Azaustre
Los nadadores




Petrópolis


La tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos,
como una debilidad y una flaqueza,
sino que era ponderada como una virtud ética.
Stefan Zweig
El mundo de ayer


En esta habitación de hotel no soy un hombre,
ni soy un hombre más, ni un único hombre,
ni mucho más que un hombre a punto de morir.


El espejo del baño me muestra un hombre muerto,
que ya sabe que ha muerto,
que planeó la liturgia de las horas contadas
y las pocas palabras que aún podrá escribir.

 No serán más que éstas:

Yo transcribí del sol
al lenguaje más vivo de todos los idiomas
y crucé el continente en la calima
del fuego incandescente, su griterío en domingo,
la música de orquesta resonando
al volver de la tarde por el campo de Viena. 

Yo acaricié en silencio la voz de Cicerón
y salvé su cabeza de los pies del senado,
y vi resucitar a Händel en Irlanda
con robustez titánica al Mesías,
y pude leer a tientas, en esa oscuridad
mecida para un canto benévolo y tardío
la Elegía de Marienbad de Goethe.

Era el mundo de ayer, ése era el mundo
que pudo ver nacer La Marsellesa
tras tres horas geniales de una vida invisible,
en la estela fulgente del viejo Dostoievski
vivo como un león tras vencer al cadalso,
suave como el viento en la tumba de Tolstói.

La flor del balneario, las noches espectrales
de una mansión nodriza con todos mis amigos,
pabellón de reposo del palacio de invierno. 

Ahora estoy aquí solo, en esta habitación
y no tengo ni rumbo, ni unas señas,
ni tampoco una carta de alguien que me espere. 

Los campos de exterminio no son ningún secreto,
ni la estrella amarilla cosida a la chaqueta
ni el expolio terrible de la casa de todos. 

Ya no me queda tierra, ni barrio, ni ciudad.

No soy un hombre joven, y en esta habitación
morir al menos es un acto de conciencia.

He desaparecido. Ya no tengo ni nombre
y mis libros se queman, son el carbón del cielo.

No tengo identidad. No tengo rostro
ni nadie que me diga que soy Stefan Zweig
y que una vez amé la ceniza de Europa.

Joaquín Pérez Azaústre







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