Astro muerto

La luna, anoche, como en otro tiempo,
como una nueva amada me encontró;
también anoche, como en otro tiempo,
cantaba el ruiseñor.

Si como en otro tiempo, hasta la luna
hablábame de amor,
¿por qué la luna, anoche, no alumbraba
dentro mi corazón?

Fabio Fiallo


El castigo

A Gastón F. Deligne

Desde los balcones del casino, el extenso paseo, inundado de gente, parecía la paleta desordenada y brillante de un dios que fuera artista y loco.

A la distancia, los trajes de las damas confundíanse con los abigarrados disfraces, y muchas veces, lo que al principio parecíanos hermoso cesto de flores, resultaba, de cerca, vehículo cualquiera que en haz apretado conducía, pongo por caso, un Mefistófeles, dos Pierrots, un Arlequín y un Polichinela.

Los carruajes avanzaban al paso, detenidos a cada instante por las olas de la muchedumbre. De muchos de ellos volaban, como flechas dirigidas a nosotros, epigramas y agudezas de la ocasión.

–¿Cuál de los dos es el Judas?

–¡Qué par de anzuelos tira el diablo, para pescar incautas!

–¡Cuán mal acompañados están entrambos!

Un dominó que conducía con mano ejercitada las riendas de una carroza llena de enmascarados, gritó sin detenerse:

–Oye, poeta malvado, aquí va tu víctima.

Mi compañero se estremeció. Aquella broma casual había dado en el blanco.

Y, desde tal hora, ociosos fueron cuantos esfuerzos empeñé para sustraerle a esa sombría abstracción en que su espíritu se hundía de continuo, aún en el vértigo de la orgía.

Yo le contemplaba con dolor. Cuánta diferencia ¡ay! entre este taciturno compañero y aquel camarada de otros días, alegre, decidor y genial, que con tanta gentileza prendía su inspiración alada en el corazón de una mujer hermosa como clavaba su ágil acero en el pecho de un adversario.

Todos ignorábamos la causa de este cambio en el carácter de Carlos. Rico y hermoso, célebre por sus aventuras, sus duelos y sus románticas extravagancias, a la par por el triunfo de sus versos, muchos sospechaban que aquella brusca transformación era cansancio, su sombría tristeza flor de hastío, hez de saciedad la amarga sonrisa.

–¡Oh, juventud, juventud, exclamé, qué hermosa eres! ¿Recuerdas, amigo mío?

Carlos me asió bruscamente del brazo y dijo con la más honda emoción:

–Sí, me acuerdo, me acuerdo... Ella vino a mí y me invitó a bailar. Accedí no tanto por cortesanía cuanto por curiosidad. ¿Quién será esta mascarita fina, nerviosa y delicada? Su disfraz de corte caprichoso dejaba al descubierto el nacimiento de los hombros, y bajo el magnífico toisón de los cabellos rodando en ondas hasta la cintura, el cuello parecía doblegarse con esa gracia llena de timidez que es como un encanto especial de la mujer a los quince años.

Un breve antifaz de raso negro con lentejuela de oro, que contrastaba encantadoramente con el rojo encendido de la fresca boca y la blancura de los dientes, añadía, a la vez, nueva seducción a su misteriosa belleza y mayor incentivo a mi ardiente curiosidad.

Sobre el motivo de una flor que abrí en su seno comenzó mi galantería. Le dije mis cosas banales al principio, pero después, arrastrado por esa irresistible influencia que en mis nervios ejerce un ambiente de música, perfume y alegría, mi palabra tornóse insinuante y ardorosa. ¡Oh lo juro! al menos en aquella hora, las frases que brotaban de mis labios eran sinceras. La amaba, la amaba. ¿Sin conocerla? Sí, sin conocerla, y tal vez ¡ay! por eso mismo: sin conocerla...

Ella me oía con arrobamiento. Fuertemente estrechada, mientras la orquesta ejecutaba un turbulento vals, yo la sentía palpitar sobre mi pecho, y era su corazón como un ave que rompiera sus alas en la reja de su cárcel.

Al principio costábale esfuerzo responder a mis preguntas. Comenzaba una frase y el rubor se la cortaba dos, tres, cuatro veces, y sólo a fuerza de astucia, de pérfidos halagos y de engaños, logré que fuera cediendo hasta confiarme su secreto: me amaba, me había amado sin haberme visto jamás y a causa de mis versos que ella leía de noche y repetía después de acostada, como se dice una oración querida. Por conocerme había concurrido a aquel baile, donde estaba segura de encontrarme, porque su corazón se lo había predicho y su corazón siempre le era fiel.

Tanta candidez ni me detuvo ni me impresionó siquiera. Por el contrario, mientras ella con su ingenua confesión ponía tan de manifiesto la blancura de su alma, yo perfeccionaba el plan de la más siniestra emboscada. Tomé de una silla un amplio capuchón color rosa que alguien había dejado allí abandonado, se lo eché encima para hacerla inconocible de lo suyos mismos, y con aquella insolente audacia que todos vosotros me aplaudías como una cualidad bizarra, la saqué del baile y la hice entrar en mi coche...

Y más tarde, cuando ella, sintiéndose feliz en el abismo á dónde mi cobarde empellón la había hecho rodar, quiso arrancarse el antifaz, mi mano la detuvo.

–Oh, no, le dije ¿a qué desgarrar el ropaje más hermoso de esta ilusión? ¿Por qué romper el ensueño? Tu frente, tus ojos, tus mejillas, sin duda son cosas muy bellas, pero que de fijo he visto ya en alguna otra parte, y de las cuales quizás estoy saciado; mientras que tu incógnito, tu misterio, la absoluta ignorancia de tu nombre y tus facciones, será el único placer de mi vida que no me cause disgusto o aburrimiento.

Aquellas palabras le produjeron un efecto mortal. Murmuró algo que no entendí, me rechazó con horror, abrió la portezuela y se lanzó a la calle, hundiéndose en la sombra de la noche. Nunca más la he vuelto a ver...

–Sin embargo, Carlos, no encuentro que ese episodio valga tu infinita tristeza, observé por calmarte.

–Espera, espera.

Y de su cartera sacó un papel amarillento que decía:

“El fruto de tu maldad ha nacido. Es un varón que llevara un nombre honrado, el de aquel que a pesar de mi falta me hizo su esposa. Como por un refinamiento de tu perversión moral no quisiste conocer a la madre, tampoco conocerás al hijo. Ese será tu castigo”.

–Ahora, dime, ¿cuál de esos que van por la vida entre esa muchedumbre, es mi hijo?...

Fabio Fiallo



El silencio de unos ojos

Qué me dicen tus dulces ojos negros,
tan cargados de sombras, ¡oh, adorada!
que en la noche me basta su recuerdo
para llenar mi corazón de lágrimas.

Qué me dicen tus dulces ojos negros,
en su silencio lleno de palabras
tan leves, que el oído nunca advierte
cuando se adentran en mi oscura entraña...

cual dos aves que buscan su refugio
en un agrio peñón de oculta playa,
y en su áspero nidal, en vez de cánticos
alzan al cielo súplicas calladas.

Fabio Fiallo


En el atrio

Deslumbradora de hermosura y gracia,
en el atrio del templo apareció,
y todos a su paso se inclinaron,
menos yo.

Como enjambre de alegres mariposas,
volaron los elogios en redor:
un homenaje le rindieron todos,
menos yo.

Y tranquilo después, indiferente,
a su morada cada cual volvió,
e indiferentes viven y tranquilos
¡ay! todos, menos yo.

Fabio Fiallo


Entre ellas

A Manuel S. Pichardo

En la elegante alcoba de nuestras damas más hermosas y distinguidas, charlaban y reían cuatro amigas a la siguiente tarde de una noche de baile. Eran ellas: Clara de Peñafiel, Amalia Garcés de Monte Verde, la viudita Julia de Rioalto y Helena de Brabante.

Son las dos primeras tan conocidas en nuestro gran mundo, que incurría en delito de necedad quien intentara suministrar noticia alguna sobre el fastuoso tren de vida que ambas arrastran. No por su riqueza, sí por su hermosura, sí por su elegancia, sí por su talento, las rivaliza y aun algunas veces logra eclipsarlas la encantadora Julia. En cuanto a Helena de Brabante, si por joven no la conocéis, sin duda habréis escuchado ya el clarín que pregona su belleza y su gracia, y hasta su exquisita candidez a pesar del año cumplido que lleva de casada.

Nunca descuidé la oportunidad de escuchar tras la cortina estas conversaciones íntimas del elemento femenino, Algunos consideran la acción poco delicada, pero los incautos que así piensan no miran en la mujer lo que ella es: una encarnizada y pérfida enemiga, a quien se debe asechar en todo instante para no dejarla sorprendernos a ninguna hora.

–¿Qué os contaba Fernando? ¿algún pequeño escándalo? –Preguntó Clara a la de Monte Verde.

–No; acercóseme tan solo para inquirir mi opinión sobre un tema de amores que discutía con vuestro joven amigo Raúl.

Si la entonación con que fueron subrayadas las últimas palabras no hubieran bastado a señalar un nuevo pecadillo de la hermosa señora de Peñafiel, sin duda que el repentino calor que le empurpuró el semblante la hubiera delatado.

–¡Hola! exclamó Julia. ¿Con que ya Raúl se permite opinar en amores? Mucho progreso y desenfado es ese para quien hace aun tan corto tiempo cumplía sus veinte años en un colegio. ¿Y qué discutían?

–Sí; ¿qué discutían?...

–¡Bah! tranquilizaos. No era ninguna de esas arduas cuestiones psicológicas que tienden a dar al traste con nuestro amable imperio femenil. Por el contrario, la argumentación de Raúl deja comprobada aquella dulce ingenuidad que vos elogiabais tan apasionadamente en mi té del martes último, ¿os acordáis, Clara?

Por única contestación la aludida se sonrió deliciosamente. Verdad, verdad que esa sencillez, que ese candor, que esa asombrada inocencia de Raúl constituía su mayor encanto.

–¿Y bien?...

–Raúl pretende que el amor no es según quien lo inspira, sino según quien lo siente.

–Vaya una ingenuidad.

–¿Acaso no es así –insinuó tímidamente Helena de Brabante.

–No, –dijo Amalia.

–¡Imposible! –exclamó Clara.

–¡Nunca! –afirmó Julia.

–¿Por qué?

–Porque entonces...

–¿Entonces?...

–No podrían existir esas situaciones delicadas que tan a menudo son, en el alma de la mujer, su encanto y su angustia, su delicia y su tormento, su alegría y su inquietud, haciéndonos vivir a un tiempo mismo y en un mismo día, dos, y hasta tres vidas distintas y opuestas.

Los hermosos ojos de Helena expresaban la más profunda sorpresa.

–Juro que no os entiendo.

Las otras se rieron. Y Clara, su antigua compañera de colegio, le habló así:

–Óyeme pequeña. ¿Recuerdas las lecciones del joven abate Marsillac? Pintábamos con tan vivos colores la peligrosa seducción de Luzbel, que tú, en más de una ocasión, me hablaste de la atrayente semejanza que pretendías encontrar entre nuestro hermoso profesor y el Ángel rebelde, y fuerza me era de noche acompañarte en tu celda, para evitarte entre mis brazos las alucinaciones que padecías creyendo tu cuerpo entregado a Satán mientras tu alma permanecía en el Señor.

Todos aquellos palpitantes recuerdos de su vida de colegiala bañaron de indecible rubor la blanca frente de Helena. Sí, se acordaba... se acordaba de esas y de muchas otras cosas...

Amalia contó a su vez.

–Sé de una amiga nuestra que nunca ha podido amar a un solo hombre, porque una extraña e insuperable fuerza de compensación la obliga a buscar en el uno las cualidades contrarias que faltan en el otro. Y así, en duelo desigual, por su causa, murió un dulce y tímido poeta a manos de un arrogante y fiero militar; y también por su amor, el noble Príncipe de un país del Norte, alto, vigoroso y rubio, en una noche obscura, sintió penetrarle hasta el corazón todo el acero de un primer espada, ágil, nervioso y moreno, quien, pensando en su dama, subió a la horca, y sonreía... sonreía...

A pesar del tono placentero con que fueron narrados ambos tristísimos episodios, las tres amigas comprendieron que la hermosa y correcta señora de Monte Verde acababa de confiarles dos páginas sangrientas de su vida elegante.

–¿Entiendes, ahora, Helena?

La interpelada vaciló antes de contestar; después, con una voz que la emoción henchía de vibraciones misteriosas, preguntó a su vez:

–¿Conocéis a Gastón?

–¡A Gastón de Brabante!...

–Sí; ya sé que le habéis visto, ya sé que habéis hablado con él, que le habéis tratado, y sé también que conocéis su vida porque está escrita a rasgos de proezas gloriosas en los anales de nuestras guerras. Pero, no sé si habéis reparado que es el más amable de los héroes y el más arrogante de los hombres, que tiene los cabellos rubios, no como el oro, sino como el sol; la frente blanca, no como la leche, sino como el mármol; los ojos azules, no como el cielo, sino como el mar; y que es erguido, no como una palma, sino como una montaña. Así, la noche de nuestras bodas, cuando veníamos para el nido que su amor me había preparado, hubo como un milagroso incendio de sombras, la noche se hizo día, y los árboles, los balcones, las almenas y las altas torres se inclinaban para vernos pasar, y me felicitaban.

–¡Y bien!... exclamó la impaciente Julia interrumpiendo aquella loca peroración de enamorada.

–Y bien, que ese hombre tan aparentemente dotado para inspirar un amor que fuera como una magnífica explosión de aurora, un amor que fuera como irresistible invitación a la alegría, al placer y a la vida, es la más absoluta negación de vuestra célebre teoría.

Estas últimas palabras, aunque pronunciadas con el acento de una vaga y tierna melancolía, rebosaban sarcasmo.

Las tres oyentes, como heridas por el más inesperado de los desastres, se miraron entre sí con estupor.

¡Qué!... ¿Era esto posible? Y ellas que le envidiaban aquel esposo, tan amante al parecer, y tan lleno de vida, de juventud, de lozanía. ¡Oh, tristecita, cuán digna de lástima era!

Entonces Clara, con el derecho que le concedía su larga intimidad de colegio, la tomó en sus brazos y después de besarla apasionadamente en la boca preguntóle:

–Dinos, desde cuando vienes sufriendo en silencio tu desgracia, infeliz.

–¿Qué desgracia?

–Esa que hace de tu esposo una negación absoluta de nuestra teoría.

–¿Mas, es esto una desgracia? No, y mil veces no. El sol que nos alumbra es muy hermoso, ¿quién osará negarlo? pero cuánto más hermoso lo hallaríamos si nos fuera dado contemplarlo desde las tinieblas del no ser en un viaje de regreso a la Vida. Cristo es Dios, no por su sabiduría infinita, ni por su bondad eterna, ni por su doloroso paso por la “via crucis” en donde la huella de cada caída fue una estrella, ni por la suprema gracia de su perdón desde lo más alto de la agonía; sino por su muerte y su gloriosa resurrección... ¿Que desde cuándo data esta felicísima desgracia mía? Pues desde aquella hora que ya os conté. Figuraos que esa noche de amor que mi Gastón inspira, en vez de producir ante mis ojos asombrados la maravilla de una explosión de aurora, los cerró blandamente... blandamente, bajo el ala de su caricia... sumergiéndome en la inconciencia de una muerte, que no por breve fue menos deliciosa, y que era como un sopor dulcísimo, como un sueño en los umbrales del paraíso, la sombra del más joven y vigoroso y fragante manzano en flor.

Las tres amigas prorrumpieron en una alegre carcajada, mientras Helena escondía en el seno de Clara su lindo semblante enrojecido.

Fabio Fiallo


Gólgota rosa

Del cuello de la amada pende un Cristo,
joyel en oro de un buril genial,
y parece este Cristo en su agonía
dichoso de la vida al expirar.

Tienen sus dulces ojos moribundos
Tal expresión de gozo mundanal,
Que a veces pienso si el genial artista
Diole a su Cristo alma de don Juan.

Hay en la frente inclinación equívoca,
Curiosidad astuta en el mirar,
Y la intención del labio, si es de angustia,
Al mismo tiempo es contracción sensual.

¡Oh, pequeño Jesús Crucificado,
déjame a mí morir en tu lugar,
sobre la tentación de ese Calvario
hecho en las dos colinas de un rosal!

Dame tu puesto, o teme que mi mano
Con impulso de arranque pasional,
La faz te vuelva contra el cielo y cambie
La oblicua dirección de tu mirar.

Fabio Fiallo


"¿Os acordáis vosotras, niñas epígeas? Una vez Céfiro, sorprendido en la alcoba de mi adorada, alegó para disculpar su osadía, que el fragante ambiente que allí flota habíale inducido á tomar por los dominios de Flora aquel delicioso sitio.
¡Cómo mintió el rapaz adulando á Flora!
La mansión de mi amada no se embalsama con flores. En su balcón prende una espesa enredadera sembrada solo para preservar la alcoba de las ardientes miradas de Febo. Y si allí se aspira un ambiente más suave y grato que el de todos los vergeles prodigio es de su cuerpo inmaculado, gracia de su carne irreal, virtud de su propia esencia.
A este balcón llegó Eros, y á través de la tupida enredadera, inquirió....
Mal veladas sus formas por la trasparente gasa dormía la adorada, mientras los sueños acariciaban y movían blandamente su seno virginal, hecho de nieve imposible, de nieve perfumada y tibia. Y á Eros se le antojó que aquel cándido seno palpitante era un nido en el que se arrullaban dos palomas impolutas, con sendas rosas sangrientas en los picos.
Y presto á cumplir su misión, Eros tomó de la aljaba una flecha, la hasta entonces irresistible flecha de aguijón diamantino, tendió el arco y disparó...
¡Oh maravilla! ¡oh pasmo! Partida en mil pedazos cayó al suelo la vibradora saeta, dejando apenas sobre el cándido seno hecho de nieve imposible, de nieve perfumada y tibia, ese leve puntito blondo, que en vano tratabais, jóvenes incautos, de atisbar tras el fino calado de los encajes, y que semeja una luminosa chispa de estrella.
Rota la aljaba, pálido el semblante, anegados en lágrimas de indignación los ojos, Eros, el diosecito triunfador de dioses, voló al Olimpo á ocultar en los amantes brazos de Psiquis su inaudita derrota y su impotente rabia.
Y es que para los dardos del amor mi amada ¡ay! lleva una armadura impenetrable: la insensibilidad."

Fabio Fiallo
La derrota de Eros



Plenilunio

Por la verde alameda, silenciosos,
íbamos ella y yo;
la luna tras los montes ascendía,
en la fronda cantaba el ruiseñor.
Y la dije... No sé lo que la dijo
mi temblorosa voz...
En el éter detúvose la luna,
interrumpió su canto el ruiseñor,
y la amada gentil, turbada y muda,
al cielo interrogó.
¿Sabéis de esas preguntas misteriosas
que una respuesta son?...
Guarda, oh luna, el secreto de mi alma!
Cállalo, ruiseñor!

Fabio Fiallo


Quien fuera tu espejo

¿Cuán feliz es el sol! En las mañanas
por verte su carrera precipita,
a tus balcones llega, y en cada alcoba
penetra por la abierta celosía.

Al blanco lecho en que reposas, sube,
a tu hermosura da calor y vida,
tornase ritmo en tus azules venas,
y epigrama de luz en tus pupilas.

Mas, yo, no envidio al sol, sino al espejo
en donde ufana tu beldad se mira,
que te ama, alegre, cuando estás delante,
y al punto que te vas de ti se olvida.

Fabio Federico Fiallo



Sándalo

Es su espíritu lámpara encendida
en el callado altar del sacrificio,
y son dos piedras de ese altar propicio
el duro seno en que su fe se anida.

Ni una vez tu pupila endurecida
el vértigo sintió del precipicio,
ni pudo despertarle un solo indicio
el pecado al rozarla por la vida.

Si pesada es su cruz nadie lo advierte:
De tal modo es alígera su planta,
y, como alondra, cuando sufre canta.

Breve, igual a una flor, será su muerte...
Y cuando muera, un suave olor de santa
perfumará los labios de la muerte.

Fabio Fiallo









No hay comentarios: