Balada para los árboles ausentes

Por el camino de plata
–confundido entre penumbras–
vinieron ocho asesinos
con hachas recién fundidas.

Sobre el filo sin herrumbres
pasa el viento de la noche
y abraza luego el follaje
para decirle, en secreto,
que vienen ocho asesinos
con hachas recién fundidas.

¡Cómo tiritan las nubes!
¡Oh, Dios mío, cómo lloran
las estrellas y los pájaros!
¡Cómo la noche inocente
quiebra su voz de silencios
y su música de plata!

Se desnudaron el torso;
miraron de abajo a arriba
y entre la fiesta del verde,
cada cual marcó su crimen.

Alto al cielo subieron
los hierros recién fundidos;
y al bajar volvían rugiendo
por las bocas de sus filos;
ni las nubes, ni los pájaros
pudieron dejarlos ciegos.

El follaje se estremece
como si fuera a morirse;
las estrellas tienen frío
de ver el hierro desnudo
y el agua del alba viene
para llorar con la luna.

Huyeron los asesinos
con sus hachas como espejos
los pájaros ya no tienen
donde colgar sus canciones.

El viento se va en sollozos
llevando sus hojas muertas,
mientras la noche de plata
quiebra su voz de silencios
y su música de lunas.

Cuando fue otra vez el día,
la presencia de una ausencia
lloraba el sol su tristeza
de cicatriz desolada.

Hérib Campos Cervera


Hombre secreto

"Hay un grito de muros hostiles y sin término;
hay un lamento ciego de músicas perdidas;
hay un cansado abismo de ventanas abiertas
hacia un cielo de pájaros;
hay un reloj sonámbulo
que desteje sin pausa sus horas amarillas,
llamando a penitencia y confesión.

Todo cae a lo largo de la sangre y el duelo:
mueren las mariposas y los gritos se van.

¡Y yo, de pie y mirando la mañana de abril!
¡Mirando cómo crece la construcción del tiempo:
sintiendo que a empujones
me voy hacia el cariño de la sal marinera,
donde en los doce tímpanos del caracol celeste
gotean eternamente los caldos de la sed!

¡Dios mío! -Si no quiero otra cosa
que aquello que ya tuve y he dejado,
esas cuatro paredes desnudas y absolutas;
esa manera inmensa de estar solo, royendo
la madera de mi propio silencio
o labrando los clavos de mi cruz.

¡Ay, Dios mío!

Estoy caído en álgidos agujeros de brumas.
Estoy como un ladrón que se roba a sí mismo;
sin lágrimas; sin nada que signifique nada;
muriendo de la muerte que no tengo;
desenterrando larvas, maderas y palabras
y papeles vencidos;
cayendo de la altura de mi nombre,
como una destrozada bandera que no tiene soldados;
muerto de estar viviendo de día y en otoño,
esta desmemoriada cosecha de naufragios.

Y sé que al fin de cuentas se me trasluce el pecho,
hasta verse el jadeo de los huesos, mordidos
por los agrios metales de frías herramientas.
Sé que toda la arena que levanta mi mano
se vuelve, de puntillas, irremisiblemente,
a las bodegas últimas
donde yacen los vinos inservibles
y se engendran las heces del vinagre final.

¡Cuánto mejor sería no haber llegado a tanto!
No haber subido nunca por el aire de Abril,
o haber adivinado que este llevar los ojos
como una piedra helada fuera lo irremediable
para un hombre tan triste como yo!

Dios mío: ¡si creyeras que blasfemo,
ponme una mano tuya sobre un hombro
y déjame que caiga de este amor sin sosiego,
hacia el aire de pájaros y la pared desnuda
de mi desamparada soledad!

Hérib Campos Cervera


Huella de hombre

Hachero


En memoria de los Hijos de la selva
que agonizan y mueren en silencio en
el vasto imperio del Quebracho.

Este es Benigno Rojas: hijo y nieto de hacheros
y hachero él mismo. Viene de selvas torrenciales
y está como de paso frente a mí, porque siempre
camina hacia otras selvas cada vez más lejanas.

Lo veo marchar llevando sobre la cruz del hombro,
el fulminante símbolo de su poder: el hacha;
y siento que en su pulso rotundo le circula
-como en perpetuo flujo-, la fuerza y el coraje.

Es el Hachero. Viene de selvas torrenciales.
Su alzada poderosa recorta una silueta
de aborigen, tallada sobre un friso de piedra.

El instinto certero de vientos y de lluvias
le da esa taciturna sabiduría de anciano
y aunque apenas levanta dos décadas de vida,
sus experiencias llevan una herencia de siglos.

Es todo brazos. Tiene sobre el antiguo sitio
de la sonrisa, un tajo que le madura el gesto;
la frente toda: un amplio lugar de sufrimientos,
donde vidas y muertes libraron su batalla.

Sellado de miseria, lleva un sombrero roto
para cubrir el rudo tumulto de su pelo,
un recuerdo de viejas altanerías le sube
por el torrente ardido de la sangre, a los ojos.

II

Esta es la Selva. En ella su existencia se expande
hasta llenar sus densos dominios germinales.
Respira el sostenido perfume de las hojas
y en la solemne cúpula del aire mañanero
va eligiendo los cantos de pájaros amigos
que regirán la rítmica jornada de sus horas.

Y cuando en rojos círculos, los límites del día
despuntan, el hachero, poderoso de orgullo,
sacude la cabeza para alejar el sueño.

Cincuenta metros dentro de su reino, detiene
sus pasos e investiga con cauteloso atisbo
las invisibles huellas de las bestias nocturnas.

Cuando sus ojos cumplen la selección certera
del tronco favorable,
baja el hacha; se arranca los harapos del torso;
lubrica con saliva las palmas de las manos
y comienza su rito con taciturna furia.

Sube el hierro y de vuelta, su filo incandescente
con impacto tremendo se incrusta en la corteza.
Regresa diez, cien veces sobre la misma vértebra,
hasta que la garganta desgarrada se rinde
y entre un furor de gritos, se acuesta en la picada.

Luego vendrán, en lenta sucesión de torturas:
el corte de los brazos -la dulce cabellera
que en amistad de pájaros vivió quinientos años-,
y la final injuria de ser oreado al viento
su corazón sangrante, lampiño y desolado.

Después, lo que suceda ya no tendrá importancia:
viajar, quedarse quieto o arder, será lo mismo.
Ni las nubes del alba, ni pájaros, ni lluvias
recostarán su vuelo sobre la cruz difunta.

La selva castigada, se duele de sus llagas
petrificando el alma de sus hijos intactos.
A izquierda y a derecha de sus heridas, yacen
la sangre milenaria y el corazón constante,
con las venas abiertas y el canto sofocado.

El humus -que ha labrado la columna tranquila
del árbol y le ha dado su dulzura de sombras
(y que nunca, en mil años, descansó en su tarea
de levantar la lenta catedral de un quebracho)-,
llora, junto a las rojas cicatrices y tiende
sobre las venas rotas sus manos de substancias
para que en los futuros milenios no perezcan
los encendidos brotes que duermen bajo tierra.

III

Tras la blindada puerta duerme el Oro encerrado.
Lo guardan hombres duros, de corazón metálico,
más fríos que las hojas del hacha y más tenaces
que el músculo tenaz de los hacheros.

Infinitas planillas, con infinitos números,
tamizan el trabajo del Hachero de Bronce.
Drenan los calculistas la sangre peregrina,
hasta dejar un pálido puñado de centavos.
Abren, al fin, la puerta blindada y con sus garras
de pájaros nocturnos -como quien da la vida-,
su paga dan al hijo diurno de la Selva.

Después... Es el camino; los puertos; las nostalgias
de amor y la guitarra y el cuchillo y la caña.
Lento o precipitado rodaje hacia el agobio;
siempre es igual: un día, de nuevo hacia la noria;
el hacha compañera sobre la cruz del hombro
y un infinito sueño colgado de los párpados.

Y así una vida entera. Los hijos: con anemia;
la mujer: amarilla de pestes y fatigas
y él, en perpetuos trances de enganches y despidos.

IV

Y su final fue duro, como es duro el oficio;
como también es dura la materia que amasa
y es duro el hierro ciego del hacha compañera.

Ciertamente. Un domingo, en que iba de retorno
-con la noche ya entera tapando los caminos-,
vio cruzar un ardiente relámpago de acero.
Desde el costado izquierdo
bajó una catarata caliente y fragorosa
buscando el nivelado descanso de la tierra.

Vieja ley de cuchillos lo llamó por su nombre,
sin darle tiempo alguno para mirar el ceño
del que lo ató a la tierra del canto y del gusano.
Un eco, casi helado, de relinchos de potros
le fatigó un instante los tímpanos dormidos
y un silencio de tiempo sin voz le fue cayendo
sobre el cristal velado de los ojos.

Cuando quiso la mano dolerse de sí misma
y buscó asir el grito que se le estaba yendo,
sintió que le pesaba más que el hacha: la vida,
y que la cruz del hombro lloraba por marcharse.

Un sueño de guitarras, de puñales y música
le completó la muerte que ya llevaba dentro,
y entre la luz de sombras, de su fin reiterado,
sus turbios ojos vieron levantarse, muy lejos,
sobre un alto horizonte de oxidados contornos
una cruz de quebracho de brazos encendidos
-velando el firme sueño- y en ella, recostada,
-sosteniendo el sombrero y en actitud de espera-,
el hacha compañera de hazañoso recuerdo...

Hérib Campos Cervera



Palabras para nombrar a los míos

El Hombre cae en la tierra, mas su
tiempo cae en la Eternidad.

Federico: te he visto, aquí, sentado, sobre una piedra negra,
frente al mar que amansaba su furor en la playa,
mientras el sol pulía tu perfil de gitano
sobre el remolino limbo de la tarde dormida.

Te he visto así: sentado, con la camisa abierta
calcinando tu pecho bruñido de marino;
apagando las voces de tu guitarra ardiente
con el opaco grito de un puñado de arena.

Verde gitano nuestro que maduró la muerte
cuando pasen mil años, junto a esta misma piedra,
la misma arena amarga que levantó tu mano
aún estará llorando tu nombre amanecido.

Cuando te arrodillaste sobre la tierra tuya
el mar, que oreó tu pecho con su aliento de yodo,
calló... Las caracolas rumorosas de música
apagaron de pronto sus milenarios cánticos.

Granos de terciopelo de la arena marítima;
caminos de los vientos que se llevan los sueños;
noches enloquecidas por júbilos de mundos;
alas que traen y llevan su música encendida;
todo: viento y arena; mundos y alas y noches
lloran albas de sangre sobre tu nombre claro.

Federico: los años han secado tus carnes;
en ellas han penetrado gusanos de la tierra;
pero tu voz remota, poderosa de símbolos,
como el mar, no está muerta...
Entre un vuelo de albatros y un tumulto de estrellas,
se volvió al infinito tu fiesta de canciones.

Cuando pasen mil años, junto a esta misma piedra
que destacó tu estampa sobre el telón atlántico,
aún estaré esperando que otra música análoga
taladre el laberinto de cal de mis oídos.

Hérib Campos Cervera


Regresarán un día...

I

Por
los caídos por la libertad de mi
pueblo y para los que viven para
servirla, esta constancia.

¿Veis esos marineros aún vestidos de pólvora;
y esos duros obreros cuya sangre de fuego
circula como un río de encendidas raíces
bajo el denso quebracho de sus torsos?

¿Y esas pequeñas madres, de tan leve estatura,
que parecen hermanas de sus hijos?

¿No visteis, no tocasteis el rostro fragoroso
de esos adolescentes cubiertos de relámpagos;
seres rotos, usados, gastados y deshechos
en una mitológica tarea?

¿Los veis? -Son los Soldados
de una hora, de un día, de una vida:
todos los Hijos obscuros de la misma ultrajada tierra,
que es mía y es de todos
los muertos de esta lucha.

¿Veis esos ojos con dos rosas de lágrimas
colgadas de sus órbitas azules?

¿Veis todas esas bocas despojadas de labios;
con trozos de guitarras colgados de sus bordes;
todas deshilachadas, arrojadas de bruces
sobre la inocencia triste del pasto y de la arena?

¿Los veis allí, hacinados,
bajo la misma luna de los enamorados;
agrediendo la clara piedad de la mañana
con su despedazada sonrisa?

¿Veis todo ese tumulto de la sangre temprana;
que camina de día, de noche, a todas horas
hacia los más profundos niveles de la tierra,
donde se están labrando los moldes transparentes
de todos los Soldados de las luchas futuras?

Abiertos en canal, de Norte a Norte,
-desde donde nacía la Semilla del Hombre-,
hasta el caliente refugio del grito, yacen.

Miran las altas luces del alto día del duelo,
mostrando los horóscopos helados de sus manos
y sus frentes de piedra amanecida
y la cal valerosa de sus huesos.

II

No moriré de muerte amordazada.
Yo tocaré los bordes de las brújulas
que señalan los rumbos del Canto liberado.
Yo llamaré a los Grandes Capitanes
que manejan el Viento, la Paloma y el Fuego
y frente a la segura latitud de sus nombres,
mi pequeña garganta de niño desolado
fatigará a la noche, gritando:

«¡Venid, hermanos nuestros!
¡Venid, inmensas voces de América y del Mundo;
venid hasta nosotros y palpad el sudario
de este jazmín talado de mi pueblo!

«¡Acércate a nosotros, Pablo Neruda, hermano,
con tu presencia andina, con tu voz magallánica;
con tus metales ciegos y tus hombros marítimos;
acércate a la sombra de tu estrella despierta
y contempla estas llagas ateridas!

«¡Ven, Nicolás Guillén,
desde tu continente de tabaco y de azúcar,
y con esa segura nostalgia de tus labios
ponle un exacto nombre a esta agonía!

«¡Y tú, Rafael Alberti -marinero en desvelo,
pastor de los olivos taciturnos de España,
tú, que una vez cuidaste la sangre de los héroes
que puso a tu costado mi patria guaraní-,
dibújanos el mapa
de estos desamparados litorales de muerte!

«¡Venid, hombres absortos; madres profundas; niños:
buscadores de Dioses; pordioseros;
máscaras evadidas y nocturnas del vicio;
patentados jerarcas de la virtud de feria;
venid a ver el rostro del martirio!

«Venid hasta el remanso de este dolor antiguo;
simplemente venid: así, sin lámparas;
sin avisos, sin lápices y sin fotografías
y dejad, si podéis, en las riberas:
la memoria, los ojos y las lágrimas.

«Tocad con vuestras manos estos lirios dormidos;
tocad todos los rostros y todas las trincheras;
la numerosa muerte de todos los caídos
y el polvo que sostuvo esta batalla.

«Apartad con la punta de vuestros pies desnudos
todos estos metales de nombres extranjeros;
estos lentos escombros de torres agobiadas;
esta antigua morada de la miel
y la verde pradera
de esta selva temprana de soldados».

Sí. Todas estas torres de acumuladas ruinas,
son nuestras.
Aquella sangre rota y estas manos deshechas,
son nuestras:
son nuestro honor de ayer y de mañana.

Yo lo proclamo ahora desde el hondo reverso
de esta paz de cadáveres:
todas estas banderas
y estos huesos, abrumados de luchas,
son el metal de nuestro riesgo;
son el emplazamiento de nuestra artillería;
nuestro muro blindado;
nuestra razón de fe.

III

Porque no está vencida la fe que no se rinde;
ni el amor que defiende la redonda alegría
de su pequeña lámpara, tras el pecho del Hombre.

Con estas simples manos y estas mismas gargantas,
un día volveremos a levantar las torres
del tiempo de la vida sin sonrojos.

Desde el fondo de todas las tumbas ultrajadas,
crecerán las praderas del tiempo de soñar.

Aquí, cerca, en las márgenes de la tierra pesada;
junto a la sal antigua del mar innumerable;
en la madera espesa y el viento de los árboles,
están creciendo ya.

Yo sé que en la mañana del tiempo señalado,
todos los calendarios y campanas
llamarán a los Hijos de este Día.

Y ellos vendrán, cantando, con su misma bandera;
con su mismo fusil recuperado;
vendrán con esa misma sonrisa transparente
que no tuvieron tiempo de enterrar.

Vendrán la Sal y el Yodo y el Hierro que tuvieron;
cada terrón de arcilla les tomará los ojos;
la cal de su estatura se asomará a su cauce
y alguna eterna Madre de un eterno Soldado
los llevará en la noche caliente de su sangre.

Y en la hora y el día de un tiempo señalado,
regresarán, cantando, y en la misma trinchera
dirán, frente a la misma bandera de mil años:

«¡Presente, Capitana de la Gloria!
¡Aquí estamos de nuevo para cuidar tu rostro,
tu ciudadela intacta; tu imperio invulnerable,
Libertad!».

Hérib Campos Cervera


Tiempo de amor y soledad

Y he estado nueve noches bajo el abierto cielo,
arañando la tierra, para calmar la sangre,
y adelgazando el grito de mi voz encerrada;
mientras el viento amargo se llevó brizna a brizna
este perfil de sombras de mi cuerpo en tinieblas.

Y luego te he entregado, noche mía, la sangre.
La sangre. Sí: la sangre. La sangre que solloza
por túneles azules su vida equivocada;
la sangre, que no quiere desintegrar su grito,
porque es el fundamento de la Flor y del Canto.

Y luego di mi frente. Tras su mármol tranquilo
vivió el furor del sueño su tormenta diaria,
sin que una sola arruga marcara su oleaje;
ni el pensamiento puro lo anegara en su sombra
al horadar mis sienes su vertical tortura.

Y ahora, son los ojos: los taciturnos ojos,
donde guardaba el alba sus pétalos de estrellas;
los ojos de agua clara, donde iban las gacelas
a buscar mansedumbre para su sed de fuga.

Y también va la piedra, ya muda, de los labios:
los labios ya besados por muertes numerosas.
Y los pies marineros, llagados de caminos;
el corazón ausente y el pecho amanecido.

¿Después? -Después, la mano: la calcinada mano,
marcada en su pecado con un buril de fuego;
la mano que no quiso pagar su duro crimen
de haber asido un sueño con sus garfios de carne.

¿La visteis algún día flotar sobre las cosas,
-pájaro alucinado, que aprisiona en su pico
luciérnagas azules que mueren de su fuego?
Después de nueve noches, sus lirios fatigados
-sin memoria y sin nombre- se volvieron recuerdo.

Todo se te reintegra: noche profunda y alta.
La tremenda parábola ya no se apoya en Ti;
y aquel temblor de siglos que me entregaste un día,
aquietó, al fin, por siglos también, su inenarrable,
desesperada angustia de ser humanidad.

Un día, desde el fondo caliente de la tierra
-seno eterno de Madre, que pare su cosecha
con una indiferencia de sexo apaciguado-
saldrá el rosario triste de mis huesos dolidos,
libres ya del espanto de su cárcel de vida.

Y nunca más la dulce canción que dio belleza
al peregrino tránsito por la prisión de piedra;
nunca más el lamento secreto de la flauta
encenderá en la tarde su rústico llamado.

Pero será otra vida. Sí: otra vida. Distinta.
Despojada del largo castigo del recuerdo.
Un árbol o una piedra: algo que mire al Tiempo,
mudo y sordo y sin ojos, por una Eternidad.

Hérib Campos Cervera



Un puñado de tierra

De tu profunda latitud;
de tu nivel de soledad perenne;
de tu frente de greda
cargada de sollozos germinales.

Un puñado de tierra,
con el cariño simple de sus sales
y su desamparada dulzura de raíces.

Un puñado de tierra que lleve entre sus labios
la sonrisa y la sangre de tus muertos.

Un puñado de tierra
para arrimar a su encendido número
todo el frío que viene del tiempo de morir.

Y algún resto de sombra de tu lenta arboleda
para que me custodie los párpados de sueño.

Quise de Ti tu noche de azahares;
quise tu meridiano caliente y forestal;
quise los alimentos minerales que pueblan
los duros litorales de tu cuerpo enterrado,
y quise la madera de tu pecho.
Eso quise de Ti
(-Patria de mi alegría y de mi duelo;)
eso quise de Ti.

II

Ahora estoy de nuevo desnudo.
Desnudo y desolado
sobre un acantilado de recuerdos;
perdido entre recodos de tinieblas.
Desnudo y desolado;
lejos del firme símbolo de tu sangre.
Lejos.

No tengo ya el remoto jazmín de tus estrellas,
ni el asedio nocturno de tus selvas.
Nada: ni tus días de guitarra y cuchillos,
ni la desmemoriada claridad de tu cielo.

Sólo como una piedra o como un grito
te nombro y, cuando busco
volver a la estatura de tu nombre,
sé que la Piedra es piedra y que el Agua del río
huye de tu abrumada cintura y que los pájaros
usan el alto amparo del árbol humillado
como un derrumbadero de su canto y sus alas.

III

Pero así, caminando, bajo nubes distintas;
sobre los fabricados perfiles de otros pueblos,
de golpe, te recobro.

Por entre soledades invencibles,
o por ciegos caminos de música y trigales,
descubro que te extiendes largamente a mi lado,
con tu martirizada corona y con tu limpio
recuerdo de guaranias y naranjos.

Estás en mí: caminas con mis pasos,
hablas por mi garganta; te yergues en mi cal
y mueres, cuando muero, cada noche.

Estás en mí con todas tus banderas;
con tus honestas manos labradoras
y tu pequeña luna irremediable.

Inevitablemente
-con la puntual constancia de las constelaciones-,
vienen a mí, presentes y telúricas:
tu cabellera torrencial de lluvias;
tu nostalgia marítima y tu inmensa
pesadumbre de llanuras sedientas.

Me habitas y te habito:
sumergido en tus llagas,
yo vigilo tu frente que muriendo, amanece.

Estoy en paz contigo;
ni los cuervos ni el odio
me pueden cercenar de tu cintura:
yo sé que estoy llevando tu Raíz y tu Suma
sobre la Cordillera de mis hombros.

Un puñado de tierra:
Eso quise de Ti
y eso tengo de Ti.

Hérib Campos Cervera







No hay comentarios: