"... dejad al género humano el libre albedrío; si pretendéis arrebatárselo, suprimiréis juntamente lo humano y lo divino."

Coluccio Salutati


Ilustrísimos señores:

Sabed que hemos recibido con alegría vuestra carta excelente, en la cual habláis de muchas cosas con delicadeza, dais consejos útiles y ex­presáis opiniones saludables. No ignoramos cuán grande haya sido una vez el valor de los padres comunes, la gloria en las armas, la preocupación por la defensa de Italia. Fue por eso por lo que se opusieron un día Rímini y los galos senones; luego, aumentando cada más el poder de Roma, muy sabiamente fundaron las colonias nobles de Bolonia y de Parma, expulsando más allá del Po a los galos que habían incendiado Roma. Y allí, después de la conquista de Liguria, derrotados, como narra Floro, por Dolabella en Etruria, en el lago de Vadimonis fueron exterminados de tal modo que de aquel pueblo no quedó nadie para alardear de haber incendiado Roma. Con una fuerza semejante, bajo el consulado de Mario, derrotaron a los teutones en Aquas Sextias, a los cim­brios en el Véneto y a los ligurinos, sus aliados, en el Norigo. Con el mismo vigor emprendieron una segunda batalla contra Pirro, rey de Macedonia, orgulloso por su descendencia del fortísimo Aquiles, por su ejército de tesalios y macedonios, por los elefantes nunca vistos, vencedores en una primera guerra; y en una tercera lo vencieron hasta que, despojado dos veces de sus campamentos, lo obligaron a huir hasta su Grecia. Son sin número estas glorias, que se leen en los escritos de los famosos padres, los nuestros y los vuestros; y vosotros, como toda Italia, tenéis la obligación absoluta de renovar el valor de los padres para la expulsión de los extranjeros que ocupan ferozmente la tierra Ausonia y la torturan con tristes guerras. Para referirme ahora a la conclusión de vuestra carta, y dejando el resto, consideramos de sumo provecho Y utilidad que no sólo la Toscana, sino que toda Italia se una a vosotros en una liga como los miembros están unidos a la cabeza. ¡Oh, cuán grande aparecería una Italia así dispuesta y ordenada! ¡Cuán temible sería por su poder! Creed bien que aquellos pocos bárbaros que, fuertes a causa de nuestra discordia, se ceban en la sangre itálica, que se adornan con las riquezas itálicas, no sólo huirían del Lacio, sino que temblarían ante el poder de Italia hasta en el corazón de sus propias tierras.

    Desgraciadamente, egregios señores, no siempre, aunque así se quiera hacer, se pueden seguir los consejos sabios, útiles y admirables; demasiadas veces se persiguen motivos que nos empujan a abandonar los mejores caminos. Sabe Dios con cuánta alegría habremos querido compartir la gloria que ofrecéis y entrar en la alianza que buscáis: no obstante, muchos obstáculos hay que nos impiden hacer en el presente lo que de otro modo habríamos hecho de todo corazón. Nuestro estado está exhausto por el gran número de gravámenes y de gastos, está abatido por las guerras y las sublevaciones, de modo que a duras penas podemos defender nuestras propias fronteras, y menos aún emprender guerras ofensivas. La luz de vuestra excelencia nos considerará, pues, plenamente excusados, a nosotros, carne de vuestra carne, huesos de vuestros huesos, constreñidos por una extremada necesidad a rechazar lo que tan sinceramente nuestra mente y nuestra voluntad habrían aceptado.

Dado en Florencia el 27 de mayo de 1380.

Coluccio Salutati
[A. Wesselofski, Il paradiso degli Alberti, Bolonia, 1867, vol. 1 , 1 a. parte, pp. 302-304. Tomado de Eugenio Garin, El Renacimiento italiano, pp. 33-34]


Magníficos señores, hermanos nuestros queridísimos:

Dios benignísimo, que todo lo dispone, que con un orden desconocido por nosotros y con inmutable justicia administra las cosas de los mortales conmovido por la pobre Italia, gimiente bajo el yugo de una abominable esclavitud, despertó el espíritu de los pueblos y excitó el ánimo de los oprimidos en contra de la tiranía pésima de los bárbaros. Y, como ahora veis, en todas partes y con igual ansia, Italia, finalmente despierta, grita por la libertad, pide la libertad con las armas y con su valor. Y a quien clama por un espléndido propósito como éste, por una causa tan digna, no podemos negarle nuestro apoyo. Que lo que pensamos os alegre, a vosotros, que sois casi los artífices y los padres de la libertad de todos, pues es sabido que es conveniente, para la majestad del pueblo romano y para la vuestra, un propósito como éste. Este amor por la libertad, en efecto, estimuló ya un día al pueblo romano en contra de la tiranía del rey, en contra de la dominación de los decenviros, allí a causa de la defensa hecha a Lucrecia, aquí por la condena de Virginia. Esta libertad impulsó a Horacio Cocles a enfrentarse solo, sobre el puente que estaba a punto de hundirse, con los enemigos. Fue ella la que llevó, sin esperanza de salvación, a Mucio ante Porsena, donde con el sacrificio de su mano dio al rey y a toda la posteridad un ejemplo maravilloso. Fue ella la que condujo a los Decios a morir entre las espadas de los enemigos; y, para resumir los ejemplos singulares que espléndida­ mente ilustran la historia de vuestra ciudad, fue ella sola la que obtuvo que el pueblo romano, señor de los acontecimientos y vencedor de las naciones, recorriera todo el mundo con sus victorias y lo bañase con su sangre. Por eso mismo, hermanos dilectísimos, pues todos estáis inflamados de manera natural por el amor a la libertad, sólo vosotros, casi por derecho hereditario, estáis obligados por el anhelo de la libertad. ¡Qué triste cosa era ver a la noble Italia, en cuyo derecho está el de regir a las demás naciones, sufrir una triste esclavitud! ¡Qué cosa ver a esa torpe barbarie ensañarse en el Lacio con feroz crueldad, haciendo estragos entre los latinos y saqueándolos! Por eso, sublevados, y, como ilustre cabeza que sois no sólo de Italia, sino un pueblo dominador de todo el mundo, arrojad esa abominación de las tierras italianas y proteged a los que claman por la libertad; y si hay alguien a quien la pereza, o un yugo aún más fuerte y más duro, retiene, despertadlo. No permitáis que con ultraje os opriman cruelmente los galos, devoradores de vuestra Italia. No corrompan tampoco vuestra sinceridad las adulaciones de los curas, de los que sabemos que tanto en público como en privado os presionan y os incitan a sostener el Estado de la Iglesia, prometiéndoos que el papa volverá a traer a Italia la sede pontificia, y os prometen también, con gran alarde de palabras, condiciones deseables para Roma con el advenimiento de la Curia. Todas esas cosas convergen y aspiran al fin a lo mismo: que vosotros, romanos, hagáis de tal modo que Italia sea esclava, oprimida y conculcada, y que estos galos dominen. Pero ¿os podrá alguien ofrecer una ventaja, proponer un premio que se pueda anteponer a la libertad de Italia? ¿Se puede conceder alguna cosa a la ligereza bárbara? ¿Se puede pensar algo seguro a propósito de gentes volubles? ¿Con cuántas esperanzas de una duradera permanencia volvió Ur­ bano a traer a Roma la Curia? ¿Cuán aprisa, ya fuese por un defecto natural de ligereza o por la añoranza de su Francia, cambió un propósito tan firme? Añadid a esto que el sumo pontífice fue traído a Italia sólo por Perugia, y que ésta se preparaba para ser sede fija, sobresaliendo entre todas las ciudades de la Tuscia. Y si había alguna ganancia que esperar con esa gente, si lo miráis bien, era a vosotros a quienes correspondía.

    Ahora, en la dificultad, os ofrecen lo que no os habrían ofrecido. Por eso, hermanos carísimos, considerad sus acciones y no sus palabras; los llamaba a Italia, efectivamente, no vuestra utilidad, sino su deseo de dominio. No os dejéis engañar por la suavidad de las palabras; y, como os decimos, no dejéis que vuestra Italia, que vuestros progenitores pusieron a la cabeza del mundo pagando el precio de tanta sangre, sucumba a la barbarie de extranjeros. Proclamad ahora o, mejor, en pública deliberación repetid la célebre frase de Catón: No queremos tanto ser hombres libres como vivir entre hombres libres.

Dado en Florencia el 4 de enero de 1376. Os ofrecemos nuestro bien común y toda nuestra fuerza militar, dispuesta a recibir vuestras órdenes por la gloria de vuestro nombre.

Coluccio Salutati
[En Pastor, Storia dei Papi, vol. I, Roma, 1925, pp. 715-716. Tomado de Eugenio Garin, El Renacimiento italiano, pp. 31-33.]



"No creas, oh Peregrino, que huir de la multitud, evitar la vista de las cosas bellas, encerrarse en un claustro o aislarse en un desierto, sea el camino de la perfección. Lo que otorga a tu obra el nombre de perfección está en ti; se halla en ti la facultad de acoger aquellas cosas externas que ni te tocan ni te pueden tocar, si tu mente y tu ánimo están recogidos y no van a buscarse en las cosas externas. Si tu ánimo no los deja entrar en tu interior, la plaza, el foro, la curia, los sitios más populosos de la ciudad, serán como un desierto, como una soledad alejadísima y perfecta. En cambio, si a través del recuerdo de las cosas lejanas o los halagos de las cosas presentes, nuestra mente se vuelca hacia fuera, ¿para la vida solitaria? Porque es propio del alma pensar siempre en algo, que se aferra mediante los sentidos o que se finge con el recuerdo, que se halla gracias a la agudeza del entendimiento o que se imagina con la tensión del deseo. ¿Y qué? Dime, oh Peregrino, ¿a quién ha amado más Dios, a Pablo solitario e inactivo, o a Abraham laborioso? ¿Y no piensas que Jacob, con doce hijos, con tantos rebaños, con dos mujeres, con tantas riquezas, haya sido más querido por el Señor que los dos Macarios, que Teófilo y que Hilarión? Créeme, oh Peregrino, son sin comparación mucho más aquellos que se extenúan en las cosas del mundo, que aquellos que sólo se dedican a la contemplación, también son muchos más numerosos los llamados a aquel estado, que no a éste."

Coluccio Salutati
Epístola









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