Deshojación

Hay muchas gemas raras en la clara vitrina
del cielo, que ha vestido con sus más ricas galas,
y nieva luna como si garza peregrina
volara deshojando las plumas de sus alas.

Te yergues a manera de una afilada espina
y me miras a los ojos; con tu mano, a las
que la luna, cual mota, si apenas enharina,
una flor que aborreces al aire despetalas.

Ves cómo huyen los pétalos y te pones muy triste
y sollozas y gimes porque no conseguiste
arrancar su secreto; entonces lentamente

junto a tus hombros húmedos de luna y de cenizas
“de tu huerto es” –te digo– y reclino la frente
y amenos despetalas tus labios en sonrisas.

Gregorio López y Fuentes


Noble campaña

El pueblo se vistió de domingo en honor de la comisión venida de la capital de la república: manta morena, banderas, flores, música. De haberse podido, hasta se hubiera purificado el aire, pero eso no estaba en las manos del presidente municipal. El aire olía así porque a los ojos de la población pasa el río, un poco clarificado ya: es el caudal que sale de la ciudad, los detritos de la urbe, las llamadas aguas negras…

Desde que llegó la comisión, más aún, desde que se anunció su visita, se supo del noble objeto de ella: combatir el alcoholismo, el vino que, según los impresos repartidos profusamente entonces, constituye la ruina del individuo, la miseria de la familia y el atraso de la patria.

Otros muchos lugares habían sido visitados ya por la misma comisión y en todos ellos se había hecho un completo convencimiento. Pero en aquel pueblo el cometido resultaba mucho más urgente, pues la región gran productora del pulque¹, arrojaba, según decían los oradores, un mayor coeficiente de vicios.

Dos bandas de música de viento recorrieron las calles, convocando a un festival en la plaza. El alcalde iba y venía dando órdenes. Un regidor lanzaba cohetes a la altura, para que se enteraran del llamado hasta en los ranchos distantes. Los vecinos acudían en gran número y de prisa, para ganar un sitio cerca de la plataforma destinada a las visitas y a las autoridades.

El programa abrió con una canción de moda. Siguió el discurso del jefe de la comisión antialcohólica, quien, conceptuosamente, dijo de los propósitos del gobierno: acabar con el alcoholismo. Agregó que el progreso es posible únicamente entre los pueblos amigos del agua, y expuso el plan de estudio, plan basado naturalmente en la economía, que es el pedestal de todos los problemas sociales: industrializar el maguey² para dar distinto uso a las extensas tierras destinadas al pulque.

Fue muy aplaudido. En todas las caras se leía convencimiento.

Después fue a la tribuna una señorita declamadora, quien recitó un bellísimo poema, cantando la virtud del agua en sus diversos estados físicos…

¡Oh, el hogar donde no se conoce el vino! ¡Si hay que embriagarse, pues a embriagarse, pero con ideales!

Los aplausos se prolongaron por varios minutos. El presidente municipal -broche de oro- agradeció a los comisionados su visita y, como prueba de adhesión a la campaña antialcohólica -dijo enfáticamente- no había ni un solo borracho, ni una pulquería abierta, en todo el pueblo…

Gregorio López y Fuentes



Una carta a Dios

La casa -única en todo el valle- estaba subida en uno de esos cerros truncados que, a manera de pirámides rudimentarias, dejaron algunas tribus al continuar sus peregrinaciones… Entre las matas del maíz, el frijol con su florecilla morada, promesa inequívoca de una buena cosecha.

Lo único que estaba haciendo falta a la tierra era una lluvia, cuando menos un fuerte aguacero, de esos que forman charcos entre los surcos. Dudar de que llovería hubiera sido lo mismo que dejar de creer en la experiencia de quienes, por tradición, enseñaron a sembrar en determinado día del año.

Durante la mañana, Lencho -conocedor del campo, apegado a las viejas costumbres y creyente a puño cerrado- no había hecho más que examinar el cielo por el rumbo del noreste.

-Ahora sí que se viene el agua, vieja.

Y la vieja, que preparaba la comida, le respondió:

-Dios lo quiera.

Los muchachos más grandes limpiaban de hierba la siembra, mientras que los más pequeños correteaban cerca de la casa, hasta que la mujer les gritó a todos:

-Vengan que les voy a dar en la boca…

Fue en el curso de la comida cuando, como lo había asegurado Lencho, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia. Por el noreste se veían avanzar grandes montañas de nubes. El aire olía a jarro nuevo.

-Hagan de cuenta, muchachos -exclamaba el hombre mientras sentía la fruición de mojarse con el pretexto de recoger algunos enseres olvidados sobre una cerca de piedra-, que no son gotas de agua las que están cayendo: son monedas nuevas: las gotas grandes son de a diez y las gotas chicas son de a cinco…

Y dejaba pasear sus ojos satisfechos por la milpa a punto de jilotear, adornada con las hileras frondosas del frijol, y entonces toda ella cubierta por la transparente cortina de la lluvia. Pero, de pronto, comenzó a soplar un fuerte viento y con las gotas de agua comenzaron a caer granizos tan grandes como bellotas. Esos sí que parecían monedas de plata nueva. Los muchachos, exponiéndose a la lluvia, correteaban y recogían las perlas heladas de mayor tamaño.

-Esto sí que está muy malo -exclamaba el hombre- ojalá que pase pronto…

No pasó pronto. Durante una hora, el granizo apedreó la casa, la huerta, el monte, la milpa y todo el valle. El campo estaba tan blanco que parecía una salina. Los árboles, deshojados. El maíz, hecho pedazos.

El frijol, sin una flor. Lencho, con el alma llena de tribulaciones.

Pasada la tormenta, en medio de los surcos, decía a sus hijos:

-Más hubiera dejado una nube de langosta… El granizo no ha dejado nada: ni una sola mata de maíz dará una mazorca, ni una mata de frijol dará una vaina…

La noche fue de lamentaciones:

-¡Todo nuestro trabajo, perdido!

-¡Y ni a quién acudir!

-Este año pasaremos hambre…

Pero muy en el fondo espiritual de cuantos convivían bajo aquella casa solitaria en mitad del valle, había una esperanza: la ayuda de Dios.

-No te mortifiques tanto, aunque el mal es muy grande. ¡Recuerda que nadie se muere de hambre!

-Eso dicen: nadie se muere de hambre…

Y mientras llegaba el amanecer, Lencho pensó mucho en lo que había visto en la iglesia del pueblo los domingos: un triángulo y dentro del triángulo un ojo, un ojo que parecía muy grande, un ojo que, según le habían explicado, lo mira todo, hasta lo que está en el fondo de las conciencias.

Lencho era hombre rudo y él mismo solía decir que el campo embrutece, pero no lo era tanto que no supiera escribir. Ya con la luz del día y aprovechando la circunstancia de que era domingo, después de haberse afirmado en su idea de que sí hay quien vele por todos, se puso a escribir una carta que él mismo llevaría al pueblo para echarla al correo.

Era nada menos que una carta a Dios.

“Dios -escribió-, si no me ayudas pasaré hambre con todos los míos, durante este año: necesito cien pesos para volver a sembrar y vivir mientras viene la otra cosecha, pues el granizo…”

Rotuló el sobre “A Dios”, metió el pliego y, aún preocupado, se dirigió al pueblo. Ya en la oficina de correos, le puso un timbre a la carta y echó esta en el buzón.

Un empleado, que era cartero y todo en la oficina de correos, llegó riendo con toda la boca ante su jefe: le mostraba nada menos que la carta dirigida a Dios. Nunca en su existencia de repartidor había conocido ese domicilio. El jefe de la oficina -gordo y bonachón- también se puso a reír, pero bien pronto se le plegó el entrecejo y, mientras daba golpecitos en su mesa con la carta, comentaba:

-¡La fe! ¡Quién tuviera la fe de quien escribió esta carta! ¡Creer como él cree! ¡Esperar con la confianza con que él sabe esperar! ¡Sostener correspondencia con Dios!

Y, para no defraudar aquel tesoro de fe, descubierto a través de una carta que no podía ser entregada, el jefe postal concibió una idea: contestar la carta. Pero una vez abierta, se vio que contestar necesitaba algo más que buena voluntad, tinta y papel. No por ello se dio por vencido: exigió a su empleado una dádiva, él puso parte de su sueldo y a varias personas les pidió su óbolo “para una obra piadosa”.

Fue imposible para él reunir los cien pesos solicitados por Lencho, y se conformó con enviar al campesino cuando menos lo que había reunido: algo más que la mitad. Puso los billetes en un sobre dirigido a Lencho y con ellos un pliego que no tenía más que una palabra a manera de firma: DIOS.

Al siguiente domingo Lencho llegó a preguntar, más temprano que de costumbre, si había alguna carta para él. Fue el mismo repartidor quien le hizo entrega de la carta, mientras que el jefe, con la alegría de quien ha hecho una buena acción, espiaba a través de un vidrio raspado, desde su despacho.

Lencho no mostró la menor sorpresa al ver los billetes -tanta era su seguridad-, pero hizo un gesto de cólera al contar el dinero… ¡Dios no podía haberse equivocado, ni negar lo que se le había pedido!

Inmediatamente, Lencho se acercó a la ventanilla para pedir papel y tinta. En la mesa destinada al público, se puso a escribir, arrugando mucho la frente a causa del esfuerzo que hacía para dar forma legible a sus ideas. Al terminar, fue a pedir un timbre el cual mojó con la lengua y luego aseguró de un puñetazo.

En cuanto la carta cayó al buzón, el jefe de correos fue a recogerla. Decía:

“Dios: Del dinero que te pedí, solo llegaron a mis manos sesenta pesos. Mándame el resto, que me hace mucha falta; pero no me lo mandes por conducto de la oficina de correos, porque los empleados son muy ladrones. Lencho”.

Gregorio López y Fuentes



Uno a media calle

No es el tambor más o menos conocido en todas las columnas. Es un ruido seco, un golpe al parecer dado en un tronco sembrado de oquedades. Es el tambor que sirve de guía a las corporaciones yaquis. Las tropas del Noroeste, que ocupan la ciudad después de la rendición del Ejercito Federal.

En las fisonomías de los indios yaquis no hay asombro, no hay alegría, no hay tristeza, no hay nada. Parece que no han vencido. Dan la idea de estar habituados a la ciudad, que a otros llamaría la atención con sus edificios y sus monumentos. Van desfilando con una indiferencia de piedra tallada, todos serenos, todos inmutables, con ese entrecejo de austeridad que tanto los identifica.

Sigue muy adelante el tambor. Ellos marchan en su seguimiento. Se detiene por algunos instantes la columna y ellos se plantan en un lugar, ajenos a cuanto les rodea, como si llevaran familiarmente la visión de todas las andanzas de la raza: los que han sido enviados a las selvas chicleras de Quintana Roo. Los que fueron a la campaña del Maya. Y cuantos han incursionado siempre en guerra por todo el país.

Permanecen a pie firme. Al llegarles su turno, siguen caminando. La mirada es de odio o de indiferencia. Embrazan el arma como algo muy querido, apretada fuertemente en las manos y contra el costado. La ciudad los mira con la admiración que siempre tiene para los vencedores. Las leyendas que los han precedido los hacen más valientes, más estoicos, más soldados. Ya en los cuarteles celebran a su manera los acontecimientos o acaso alguna fecha memorable: al sonar del tambor ejecutan la “Danza del venado”. Tres, cinco, diez, veinte horas. El tiempo es lo de menos. Danza de movimientos nerviosos, los nervios propios de la cacería. Uno de los danzantes simula la presa perseguida en los montes del Bacatete, mientras que el otro danzante representa al cazador.

Cuando es necesario evacuar la ciudad, desfilan al son de su tambor. Van tan indiferentes como a la entrada. Saben que no huyen, sino que salen para regresar quién sabe cuándo. Si no regresan, saben que algún día deben encontrarse todos en el sitio designado por sus religiones a los que mueren en la guerra.

Esun sonido seco, sin repercusiones …

De las serranías del Ajusco bajan los zapatistas. Otros han llegado por las calzadas que proceden de los pueblos indígenas. Cordones interminables en los que predominan los enormes sombreros chilapeños, la blusa y los anchos calzones. Llegan con una fama de horror.

Por el lado opuesto de la ciudad, llegan las fuerzas de la División del Norte, una muestra de lo que es el villismo. Las dos marejadas se juntan, se mezclan. Son las dos fuerzas aliadas. La provincia se ha concentrado en la ciudad y en la ciudad, tímida, se entrega hecha un cuartel.

Parece que veinte regiones han enviado sus representantes en colorido, en costumbres, en lenguaje, en todo. Los del Norte parecen más soldados. Los del Sur, resultan como más guerrilleros. A todos ellos les han quedado fuertes reservas de brío y se desahogan en la cantina y en el lupanar.

-¿Quién es la encargada?

-¿Quién ha de ser, lindo? Pues yo.

-Bueno. Cierre la puerta y el catarro corre por nuestra cuenta.

-Niñas, aquí están los señores.

-Pasen, muchachos.

El hombre entrega un fajo de billetes. También en la cantina hay animación. Surgen las discusiones por los hechos de armas.

-¿Qué han hecho ustedes? ¡Correr y robar!

-¡Si será usted atascado! La gente del Sur…

Yantes que las palabras suenan los tiros, tal es la ligereza de los “mete mano”. Unos cuantos zapatistas y otros tantos villistas muertos. Toda la cuadra es el campo del combate. Algunos han quedado recargados en el mostrador, otros en la acera y hay uno a media calle.

Gregorio López y Fuentes









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