El portón invisible

...Ed io non so
chi va e chi resta...
                      E. Montale

En la fotografía busco el alto
portón, aquel portón del viejo patio

para ver si es que puedo introducirme
en secreto, y quedarme allí, temblando,

en espera de cosas abolidas.
Mas la fotografía sólo muestra

el muro de ladrillo, a mano izquierda,
y a la mano derecha, esas casonas

que hoy como ayer están allí, en silencio,
proyectando sus sombras en la acera.

Un muchacho moreno, muy delgado,
con ágil paso avanza junto al muro.

Ese muchacho es hoy un blanco abuelo
que habrá olvidado acaso aquella siesta

en la calle desierta, bajo un cielo
ardoroso de enero o de febrero.

-Muchacho: date vuelta; retrocede;
ve si puedes llegar hasta el portón

y abrirlo para mí. Tuya es la hora
de esa remota siesta. Deja abierto

el antiguo portón ahora invisible.
Yo habré de entrar para quedarme a solas

en el patio, mirando a todos lados,
andando de puntillas hacia el fondo...

Tú seguirás andando mientras tanto
por la calle soleada y silenciosa.

Yo, sin hacer ruido, al poco rato,
saldré a la calle que ahora es toda tuya

y cerraré con llave, para siempre,
el portón de tu infancia y de mi infancia.

Hugo Rodríguez-Alcalá



El pueblo

A  Regina Igel

Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
Para su acceso no hay más que el recuerdo.

Faltan los ojos puros, la inocencia.
Faltan los pies pequeños.

La calle larga, de calzada roja,
de la casa dormida en el silencio,

está en aquel lugar, acaso idéntica,
bajo idéntico cielo.

La que entreveo no es la misma calle
y se esfumina y se me pierde, lejos.

La casa del zaguán siempre cerrado
y oscuro de misterio;

la casa de la parra prodigiosa
de racimos que asedian los insectos

no existe ya. Lo sé. Ya es otra casa.
Ha cambiado de dueños:

La habitan hoy ancianas como brujas
horribles de vejez y de ojos ciegos.

Acaso el pueblo es pura fantasía.
O un pueblo en que conozco a los espectros,

pero en el que los vivos son extraños
que nunca conocieron a mis muertos.

Pero lo sueño siempre, lo persigo,
y si jamás lo encuentro y recupero

para mirarlo, allí, palpable y vivo
como se ven, palpables, otros pueblos,

es porque es invisible, por llevarlo
adentro, adentro, demasiado adentro.

Hugo Rodríguez-Alcalá


"La noche aquella cuando al fin quedó dormida tenía ella los ojos llenos de lágrimas. Era feliz por primera vez. Durmió más hondamente que nunca con un sueño muy dulce.
-Así habré dormido dos o más horas cuando al despertar, sentada en un costado de mi cama de hierro, la Mujer Blanca me dijo que iba a decir algo importante. Me habló tan suavemente que me pareció que me haría dormir de nuevo para que en el sueño la escuchara mejor. Me dijo que una flor hermosa, una flor con luz que ahora ella ponía sobre mi pecho, me dijo que yo tenía que llevársela a una mujer, blanca como esa flor, que vivía aquí abajo, en la ciudad, y no lejos.
-Yo te ayudaré desde arriba. No te será difícil encontrar la casa. La puerta de la calle estará entreabierta. A ver, a levantarse...
No había nadie en las calles llenas de luna. Yo sabía adónde ir; me lo habían indicado muy bien: a pocas cuadras del colegio, yendo hacia el río, doblar a la izquierda. No lejos de un baldío habría una casa de seis balcones bajos. Llegué a la casa y vi el zaguán; mejor dicho vi la puerta del zaguán, alta y labrada. Estaba entreabierta. La empujé y se abrió del todo. El zaguán no estaba oscuro. Avancé y vi un patio cubierto por una parra. La parra estaba toda iluminada por la luna. Yo llevaba la flor; aspiré su perfume una vez más porque tenía que entregarla pronto. Al final de la parra una mujer blanca como la otra, me esperaba.
Entonces me desperté y yo estaba sola en la cama de hierro cerca del árbol verde claro donde se agitaba un pájaro amarillo.
Comprendí que no había ido yo a la casa de los seis balcones, la de la puerta entreabierta y la parra con luna. Comprendí que mi cuerpo no se había movido de la cama de hierro. Yo sí; una parte de mí. Yo no tenía ninguna flor blanca; acaso la había entregado.
El domingo siguiente, después de la misa de nueve, resolví visitar la casa a la luz del sol y llevar una rosa blanca a la mujer de mi sueño. A una de ellas, a la de aquí abajo.
El sacristán no quiso darle la rosa blanca que le pedía Otilia. Otilia insistió mirándolo a los ojos con esos sus ojos grandes y brillantes que sólo se veían en su cara.
El sacristán le dio la mejor rosa del altar mayor. Ella siguió las instrucciones que le dieron. Ya conocía el camino. Llegué al baldío y, a pocos metros, estaba la casa. Empujé la puerta de calle. Cedió y quedó del todo abierta. El zaguán, idéntico al del sueño, terminaba en el patio de la parra. Los racimos, maduros todos, empapados de sol."

Hugo Rodríguez Alcalá
La doma del jaguar




La noche inesperada

I

Subo la escalinata a pasos lentos
y llego a un corredor de alta techumbre.

Hay una puerta abierta. Hay otras puertas
que a amplias alcobas blancas dan acceso.

Voy hacia el comedor, en cuya estufa
se vio brillar un día una centella.

(Se hizo de noche de repente: el cielo
se derrumbó entre rayos y relámpagos,

y ante nuestro estupor, zigzagueante,
de la estufa surgió la enorme chispa).

De esto hace mucho tiempo. Lo recuerdo
mientras contemplo la espaciosa sala:

las vigas negras sobre el techo blanco,
los cuadros y los muebles impasibles;

el ventanal que, inmenso, de cristales
lucientes, es el marco de un bellísimo

paisaje: el lago azul, los cerros verdes,
y, en la calle, un lapacho que se alza

con su fiesta de flores amarillas,
más doradas que el sol que las enciende.

II

Estoy solo. No se oye más que el trino
de pájaros bermejos en los patios.

Y cruzo el comedor porque sospecho
que afuera, junto al pozo enjalbegado,

me esperan; que este día recupero
la dicha de otro día muy lejano.

Debajo de la pérgola no hay nadie;
y, solitario, el pozo duerme mudo,

con un círculo negro allá en su fondo.
Regreso al comedor, miro hacia el lago,

pero no veo el lago, ni los cerros,
sino una niebla gris que avanza lenta.

Ya no cantan los pájaros bermejos.
Bajo la escalinata como huyendo

de no sé qué peligro. Y de repente
me encuentro aquí, en la noche inesperada,

ajeno ya a aquel mundo, mientras suenan
dobles acompasados en las sombras.

Hugo Rodríguez-Alcalá


Perdurable tertulia

Una dama, dos graves caballeros
y un mozo adolescente, en sus butacas

de claro mimbre o de madera oscura
aquel remoto día platicaban.

Lo testimonia una fotografía
que alguien sacó con una antigua cámara.

Frente al zaguán de la casona prócer
están, sobre la acera sombreada

por un árbol frondoso. Las imágenes
se van desvaneciendo. La mañana

de aquel día de sol más se adivina
que se la siente con su lumbre clara.

Yace a los pies del grupo un can oscuro
adormilado sobre la calzada.

Hay un enigma en la fotografía
que es el del niño que, junto a la dama,

en traje marinero, desdibuja
en la sombra, los rasgos de su cara.

¿Quién sería? ¿Yo mismo? ¿Algún pariente?
Es su perfil una confusa mancha.

Mas la hora perdura todavía
con fijeza tenaz en la instantánea.

El grupo sigue hablando, misterioso,
y entre los caballeros y la dama

vibrar parece aún el aire quedo
con un temblor de voces y de almas.

Sólo el adolescente hoy sobrevive
y acaso viva el niño cuya vaga

figura, con su traje marinero
su identidad esconde a la mirada.

¡Oh, qué hermoso si en sueños visionarios
a aquel día remoto regresara

y, después de saludos y de abrazos
le viera al niño aquel la faz velada

y despertando al can adormecido
todo un mundo abolido restaurara!

Hugo Rodríguez-Alcalá


Último amor

¡Cómo se va mi corazón al tuyo
y cómo es imposible detenerlo!
¡Último amor se llama esta locura,
último amor, más dulce que el primero! 

Yo te conozco pero desconozco
aún mucho más de lo que en ti sospecho;
¡tan remota y tan próxima, muchacha
transparente, velada de misterio, 

irradiante de gracia y cortesía!
Corazón: no delires, ya estás viejo.
Último amor se llama tu locura,
último amor, más dulce que el primero.

Hugo Rodríguez-Alcalá


Vida y muerte

¡Oh niñez con olor
a sellos de correo,
gomas de bicicleta
y siestas de febrero!

¡El corredor, el patio
en que jugaba y... juego;
el balcón y la acera
con vivos que están muertos!

¡Cómo el vivir es ir
muriendo con los deudos
que al inmovilizarse

siguen aún viviendo
en noches irreales,
la vida de los sueños!

Hugo Rodríguez-Alcalá







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