Advertencia

Si alguna vez sufres —y lo harás—
por alguien que te amó y que te abandona,
no le guardes rencor ni le perdones:
deforma su memoria el rencoroso
y en amor el perdón es sólo una palabra
que no se aviene nunca a un sentimiento.
Soporta tu dolor en soledad,
porque el merecimiento aun de la adversidad mayor
está justificado si fuiste
desleal a tu conciencia, no apostando
sólo por el amor que te entregaba
su esplendor inocente, sus intocados mundos.

Así que cuando sufras —y lo harás—
por alguien que te amó, procura siempre
acusarte a ti mismo de su olvido
porque fuiste cobarde o quizá fuiste ingrato.
Y aprende que la vida tiene un precio
que no puedes pagar continuamente.
Y aprende dignidad en tu derrota,
agradeciendo a quien te quiso
el regalo fugaz de su hermosura.

Felipe Benítez Reyes


El símbolo de toda nuestra vida

Hay noches que debieran ser la vida.
Intensas largas noches irreales
con el sabor amargo de lo efímero
y el sabor venenoso del pecado
-como si fuésemos más jóvenes
y aún nos fuese dado malgastar
virtud, dinero y tiempo impunemente.

Debieran ser la vida,
el símbolo de toda nuestra vida,
la memoria dorada de la juventud.
Y, como el despertar repentino de una vieja pasión,
que volviesen de nuevo aquellas noches
para herirnos de envidia
de todo cuanto fuimos y vivimos
y aún a veces nos tienta
con su procacidad.
Porque debieron ser la vida.

Y lo fueron tal vez, ya que el recuerdo
las salva y les concede el privilegio de fundirse
en una sola noche triunfal,
inolvidable, en la que el mundo
pareciera haber puesto
sus llamativas galas tentadoras
a los pies de nuestra altiva adolescencia.

Larga noche gentil, noche de nieve,
que la memoria te conserve como una gema cálida,
con brillo de bengalas de verbena,
en el cielo apagado en el que flotan
los ángeles muertos, los deseos adolescentes.

Felipe Benítez Reyes


En contra del olvido

Si el tiempo en la memoria no muriese
tan lento y torturado, disponiendo
por tanto una manera melancólica
de volver al pasado y de sentirlo
no como un algo muerto, sino siempre
a punto de morir y siempre herido
-y renacido siempre, y de tiniebla.

Si el tiempo, en fin, tuviese potestad
para borrar su estela de memoria,
para enterrar sin daño los recuerdos
en vez de darles rango de abstracción
-y en las tardes vacías recordar;
con algo de tahúr y algo de mago,
lo que ya sólo es ficción del tiempo
como un viento lejano, un eco frío.

Si todo fuese así, si en el pasado
no fuera uno la estatua de sí mismo
en una plaza oscura y sin palomas
o el actor secundario de una obra
retirada de escena, me pregunto
qué sería -imagina- de nosotros,
que sellamos un pacto tan antiguo
como el color del aire en la mañana.
Qué habría de ser entonces, sin memoria,
de nosotros, que hacemos renacer
al juntar nuestras manos esta noche
tantas noches y lunas y ciudades
y tembloroso mar de las estrellas.

Felipe Benítez Reyes



Habitaciones prestadas

Era un sonar de llaves indecisas.
Un ruido profundo de ascensores;
inquietados huéspedes de aquellos edificios
de la periferia, dorados por la tarde.
Era buscar a ciegas
interruptores de luz, como quien busca
en esas bibliotecas truculentas
el secreto resorte
que conduce a la cámara privada,
al sitio inconfesable. Era el olor
de sábanas extrañas, y el olor
desconsolado de los cuartos
de huéspedes, con libros y revistas
de desecho. Era
vestirse con el frío. Salir de allí
de nuevo como extraños.
Más unidos, en fin, por una sombra.
El amor tiene ahora en el recuerdo
olor a cuartos húmedos
y el sonido furtivo de una puerta al abrirse.

Felipe Benítez Reyes




Nocturno

La luna era ese párpado cerrado
que flotaba en el circo de la nada
y el niño retenía la mirada
su hipnótico vagar de astro cegado.

La noche es un jardín narcotizado
con esencias de alquimia y sombra helada
y tu infancia una estrella disecada
en el taller de niebla del pasado.

La luna vive ahora en los relojes
que lanzan sus saetas venenosas
sobre la esfera blanca de este sueño.

De este sueño sin fin del que recoges
la ceniza dorada de esas cosas
de las cuales un día fuiste dueño.

Felipe Benítez Reyes



"... Si el vacío me mira con tus ojos
vale más el vacío que la vida..."

Felipe Benítez Reyes


Un futuro inesperado

Escribo esto sin ganas de escribir y usted lo leerá, si lo lee, sin ganas de leerlo, porque todos andamos con una inquietud de fondo que nos promueve la apatía justo cuando disponemos de más opciones de ocio. Todos en casa, en fin, extrañados ante esta suspensión repentina de la realidad, matando el tiempo para procurar que no nos mate el virus.

         Esta calamidad que se nos ha venido encima estaba anunciada por los científicos: no se trataba de una conjetura, sino de una evidencia sin fechar, de igual modo que vienen avisando de las consecuencias del cambio climático. Ante ambas advertencias, los gobernantes mundiales suelen responder con recortes en sanidad e investigación o, en el mejor de los casos, con un encogimiento de hombros: el fatalismo de Estado, por así decir.

         Hay epidemiólogos y virólogos que, repartidos por el mundo, vigilan la aparición de nuevos patógenos, aunque resulta imposible combatir lo desconocido hasta que se dé a conocer, de modo que la ciencia está obligada a mantenerse –con recursos por lo general precarios- en una alerta continua, pero no puede saber con exactitud ante qué. De ahí la inevitabilidad de pandemias como la presente y –sí- las venideras. De ahí nuestra fragilidad en esta época de globalización, de la que solemos cantar más sus alabanzas que sus peligros.

         ¿Aprenderemos algo de esta lección severa? Tal vez no. Tal vez algo. A esta crisis sanitaria seguirá una crisis económica, y no estaría mal que entrásemos también en una crisis de conciencia individual con respecto a nuestra inconsciencia colectiva: la revisión de nuestra forma de vida, basada en gran parte en una frívola despreocupación por las causas comunes, incluida en esas causas –como principal- nuestro planeta, para el que somos el virus más peligroso. Nos alarman los  microorganismos que nos atacan, pero nos desentendemos de todo aquello a lo que atacamos, sin importarnos que al atacarlo nos ataquemos de rebote a nosotros mismos.

Como agentes preponderantes que somos del envenenamiento de nuestro planeta, podríamos plantearnos, no sé, que no es necesario irnos de vacaciones a 6.000 kilómetros de nuestra casa, a veces sin conocer lo que hay a 200 kilómetros de ella, ya que, gracias en parte a ese espíritu aventurero, son más de 100.00 los aviones que vuelan a diario en todo el mundo. Que no hace falta ir al supermercado en un coche del tamaño de un tanque. Que no es lógico que patatas cultivadas en Almería se consuman en Bélgica, que aquí consumamos las cultivadas en Francia, que en Italia se vendan bananas provenientes de Brasil y que en Brasil se venda queso parmesano. Que no es imprescindible que en Copenhague coman piña tropical ni que en Cádiz comamos salmón noruego, porque esos caprichos gastronómicos tienen un coste de contaminación insostenible: un solo carguero de gran tamaño emite, con su quema de fuelóleo, casi las mismas partículas tóxicas que 50 millones de coches, y se calcula que sólo en Europa el tráfico marítimo ocasiona 50.000 muertes anuales y 60.000 millones de euros en gasto sanitario.

Tampoco es ineludible que la confección de un pantalón vaquero requiera el consumo de 3.000 litros de agua ni que llenemos nuestro armario con ropa de buen precio tras la que hay una mano de obra semiesclavizada. Y sin duda debería ser prioritario el invertir en investigación terrícola y no en el sueño megalómano de viajar a Marte, por ejemplo. Y etcétera.

La vida es metafísicamente complicada de por sí, de acuerdo, pero sus rutinas cotidianas pueden simplificarse, a no ser que estemos convencidos de que este sistema de hábitos delirantes por  el que hemos optado resulte compatible con nuestra sostenibilidad no ya como sociedad, sino como especie.

No se trata de reclamar una vuelta a la aldea ni a la autarquía, sino de fomentar la sensatez y la prudencia, en fin, entre la especie amenazada por sí misma en que nos hemos convertido.

         Y es que quizá nos hemos pasado de optimismo con respecto al progreso. Creíamos estar instalados en el futuro y, de la noche a la mañana, nos vemos en una especie de Edad Media tan hipertecnologizada como sombría.

Porque si un pequeño virus tiene la capacidad de dislocar los engranajes de nuestra civilización, más vale no imaginar lo que puede ocurrir cuando nuestro planeta se ponga en contra de nosotros.

Felipe Benítez Reyes













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