“La posición de los esclavos libres era poco mejor que los esclavos debido al terrible trato que recibían los hombres negros.”



Mi nombre es Olaudah Equiano, aunque todo el mundo en Inglaterra me llama Gustavo Vasa el africano. Escribo estas líneas, como una experiencia genuina, una petición de compasión hacia los negros como yo que han sufrido los horrores de la esclavitud. No ofrezco la historia de un santo o un héroe o un tirano. De hecho, creo que muchos de mis eventos vitales les han sucedido a muchos como yo. Tampoco busco la gloria o ser recordado, si no que la dura lucha por la abolición de la esclavitud llegue a un exitoso final.

Nací en 1745 en el pueblo de Essaka, que más tarde supe que era parte del reino de Benín, en el vasto territorio africano conocido como Guinea. El reino de Benín estaba dividido en provincias. Yo provengo de una de las más fértiles, Igbo. Mi padre era uno de los ancianos o jefes del pueblo. Ellos hablaban con el gobernador de Igbo, a quien yo en alguno ocasión había podido ver, y éste con el rey de Benín. Yo nunca había conocido a nuestro rey, pero sabía que sus dominios se extendían desde un océano tan lejano que yo nunca había visto, hasta los confines de Imperio de Abisinia, a más de 1500 millas de distancia. Además de pertenecer a una familia respetada, era el más joven de los varones, y solamente mi única hermana era menor que yo.

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Olaudah Equiano o Gustavo Vasa el Africano, hacia 1790


Un día, cuando tenía 11 años, mi hermana pequeña y yo nos quedamos solos en casa. Mi padre y mis hermanos mayores estaban trabajando mientras que mi madre había salido a hacer unas tareas. No les vimos venir. No pudimos reaccionar hasta que les vimos entrar por la ventana. Habían saltado la tapia de nuestro patio y entrado en nuestra casa. Antes de que pudiéramos gritar nos taparon la boca y nos sacaron de la casa. Unos segundos después, la maleza nos ocultaba. Habíamos sido secuestrados.

Durante varios días caminamos, cambiando de rumbo varias veces para que no supiéramos volver a casa. Una vez intenté llamar la atención de una caravana de comerciantes que vi a lo lejos. Me golpearon, inmovilizaron y me metieron en un saco durante varios días, sin comida ni bebida. En ese momento me di cuenta que no volvería nunca a mi hogar. Al poco tiempo de aquello, cuando al fin mi castigo acabó, llegó uno de los días que con más pena recuerdo. Mi hermana y yo fuimos separados. Aquello me hizo llorar y durante un tiempo me negué a comer, aunque me forzaban a ello. Al fin, tras semanas, de viaje, fui entregado a una nueva familia. Hablaban la misma lengua que yo, así que supuse que no debí haber salido de Igbo, pero mi concepción del mundo en aquellos años era demasiado pequeña.

Mi primer dueño, pues yo ya había asumido que había sido secuestrado para servir como esclavo, era un herrero. Trabajé con el ganado y las aves, una tarea que yo conocía de haber hecho en Essaka. Al mes de estar allí, me gané un poco de libertad. Me permitieron salir de la casa y el establo. Usé esa libertad para preguntar si alguien sabía en qué dirección estaba mi hogar. Varias veces me planteé huir, pero a medida que pasaba el tiempo lo veía inútil. No sabía el camino a casa y lo que era más importante, no podía traer a mi hermana conmigo. Aun así, un accidente en la cocina precipitó todo.

Por error, al dar de comer a las gallinas, maté a una de ellas. El miedo al castigo me hizo tirar allí mismo el pienso y salir corriendo a un bosquecillo cercano. A los pocos minutos comenzaron a buscarme. Yo me escondí, pero tras sopesar mis posibilidades y cuando el hambre comenzó a apoderarse de mí, volví a la casa de mi dueño. Al contrario de lo que pensé, el herrero no me castigó, gracias a que una de las cocineras más mayores intercedió.

Poco tiempo después la única hija de mi dueño enfermó y murió. Su estado de tristeza fue tal, que se deshizo de todos nosotros. Fui vendido de nuevo y las largas jornadas de viaje volvieron a ser mi rutina. Durante este viaje pude aprender varias lenguas, pues muchas de ellas no diferían en gran medida de la de mi Igbo natal. Tras un largo viaje, fui encerrado en una casa con varios esclavos más.

Cuál fue mi sorpresa cuando encontré a mi querida hermana allí. Nos abrazamos y gritamos de alegría. Pero esa alegría duró poco tiempo. A los dos días mi hermana fue vendida y separada de nuevo de mi lado. Yo permanecí unos días más allí hacinado hasta que llegamos a la ciudad de Tinmah. Nunca he mi vida vi una ciudad tan hermosa. Los edificios resplandecían, la riqueza se podía ver por todas partes y un gran río serpenteaba en todas direcciones.

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Localización de Igbo, en la actual Nigeria


En Tinmah fui vendido a un comerciante, que pagó 172 conchas por mí. Su casa era enorme y allí probé por primera vez alimentos de los que nunca había oído hablar. Fui duchado y perfumado y, por un momento, olvidé mi condición de esclavo. Pasé dos meses en aquella casa, probablemente, los dos mejores meses desde que fui capturado, si no de mi corta vida. Me trataban como uno más, y casi pensaba que más que comprado, había sido adoptado… hasta que todas mis ilusiones desaparecieron. Mi dueño me llevó a través de los brazos del río hasta el vasto océano. Habían pasado unos seis o siete meses desde que fui secuestrado.

Allí, a orillas del océano, unos hombres blancos, sucios, con una lengua extraña, modales indecorosos y una religión diferente me hicieron subir a un barco enorme. Cuando me acostumbré a la poca luz del interior del barco, el miedo se convirtió en terror. Una multitud de negros estaba encadenada entre sí y en sus caras pude leer el más puro dolor y abatimiento. En ese mismo momento supe mi destino. Cualquier esperanza de escapar y volver a mi hogar desapareció. Tan pronto como fui encadenado a los demás, mis captores abandonaron la bodega. La oscuridad pudo conmigo. Añoraba mi antigua forma de esclavitud a esta nueva situación. De hecho, casi prefería la muerte a seguir allí.

Cuando zarpamos, y tras varios días conviviendo, descubrí varios esclavos más de mi tierra natal, Igbo. Ellos me explicaron que viajábamos a una tierra lejana a trabajar para hombres blancos como los que nos habían comprado. Aquello me tranquilizó un poco, aunque la situación seguía siendo extrema. El aire en la bodega era turbio, enrarecido, casi imposible de respirar. Una enfermedad nos asaltó y una parte importante de los esclavos murió. Aprovechando que los blancos nos desencadenaron para tirar los cadáveres al mar, algunos intentaron escapar. Saltaron, desesperados, al agua, aun cuando no sabían nadar. Vimos morir ahogados a todos ellos, pero prefirieron eso a la esclavitud.

La larga travesía terminó cuando llegamos a una pequeña isla, llamada Barbados, y desembarcamos en Bridge Town. Allí, en el puerto, había barcos de todo tipo y tamaño anclados. En cuanto estuvimos fuera, fuimos conducidos a un patio cerrado, donde nos organizaron por sexo, raza y edad y nos hicieron salir frente a unos comerciantes, que nos examinaron uno a uno como si de compra de ganado se tratara. Cuando me examinaron, me llamaron por el nombre de “Michael”. Tras pasar varias noches allí, nos hicieron entrar en otro barco y volvimos a zarpar. Días después llegamos a las costas de Virginia, nuestro destino.

El viaje a Virginia fue mucho más cómodo. Nos trataron mucho mejor y nos alimentaron de manera abundante. Al llegar, nuestro capataz rápidamente nos asignó tareas. A mí, al ser el más joven, me dejaron solo y me encargaron arrancar las malas hierbas y quitar las piedras de los campos de cultivo. Fueron unas semanas horribles. No tenía descanso y no tenía a nadie con quien poder hablar. El capataz me llamaba “Jacob”, y me costó acostumbrarme a obedecer a la llamada de ese nombre.

Mi suerte cambió cuando, tras un par de meses trabajando entre la plantación y la casa de mi dueño, un teniente de la Royal Navy británica apareció. Estaban hablando sobre algunos asuntos (mi inglés aún era deficiente), cuando el teniente me vio y mi señor me llamó. Tras una breve negociación, fui vendido por unas 30 ó 40 libras. Michael Henry Pascal, el teniente de la Royal Navy, se convirtió en mi nuevo dueño. Sin tiempo para más, me llevaron a caballo al puerto y me subieron a un barco lleno de tabaco y otros bienes rumbo a Inglaterra.

Al contrario que en mis otros dos viajes, no fui encerrado en la bodega. Era libre de ir por el barco, ayudaba a los marineros, me trataban con respeto y comía con ellos. Mi inglés mejoró enormemente durante esa travesía. Un día, Pascal me renombró como Gustavo Vasa. A pesar de mis objeciones, y pedirle que me llamara Jacob, pues ya me había acostumbrado a ese nombre, él se negó y continuó llamándome Gustavo. Más tarde descubrí que a los dueños les gusta poner nombres de personajes históricos a sus esclavos de manera irónica.

En la primavera de 1757, tras 13 semanas de viaje, llegamos a Inglaterra, al puerto de Falmouth. Yo tenía 12 años y me impresionó aquella ciudad. Sus edificios enormes, las calles pavimentadas, la gente,… Nunca había visto nada igual. Al día siguiente de llegar, Pascal me llevó a casa de unos amigos suyos. Según pude entender, yo era un regalo para esa familia. Pronto me encantó mi nueva casa. Aquella familia tenía una hija de unos 6 ó 7 años que me adoraba y el padre me trataba muy bien. La pequeña lloró mucho el día que Pascal volvió a aparecer para reclamarme. Había sido ascendido a teniente primero y tenía una misión, para la cual quería mi presencia. Sin poder negarme, fui conducido a bordo del “Namur”.

Navegamos hasta Holanda, Escocia y Francia, pero yo no tuve oportunidad de bajarme del barco. Tampoco abrimos fuego en ninguna ocasión. Semanas después, regresamos a Portsmouth. Pasamos un tiempo en Londres, donde yo caí enfermo y Pascal me llevó al Hospital de St. George. Por suerte, me recuperé bien, y a los pocos días, volvimos a zarpar. Tras un breve paso por Holanda, nos detuvimos en la isla de Tenerife antes de partir de nuevo hacia América. Durante la travesía, varios barcos, mercantes y militares, se unieron a nosotros. En el verano de 1758 llegamos a la isla de Cabo Bretón. Allí, los soldados que transportábamos desembarcaron y marcharon hacia Louisborough, una colonia francesa que debíamos tomar. Mientras los soldados atacaban por tierra, nosotros bombardeamos la ciudad desde el mar, atrapando a su flota en el puerto. La ciudad pronto cayó en nuestras manos.

Tras algunas otras escaramuzas, regresamos a Londres a principios de 1759. En febrero de ese año, fui bautizado en la iglesia de St. Margaret como Gustavo Vasa. Muchos amigos de mi dueño, que me tenían gran aprecio a pesar de haber estado poco tiempo en Inglaterra con ellos, acudieron a mi bautizo y sirvieron como padrinos. Tenía 14 años. Poco después, en la primavera, salimos hacia el Mediterráneo. Anclamos en Gibraltar y pasamos varios meses allí. Al regresar a Inglaterra en agosto, mi dueño fue ascendido a comandante. Abandonamos el “Namur” y embarcamos en el “Etna”.

A partir de ese momento, nuestra participación en aquel conflicto fue en aumento. Atacamos numerosos puestos franceses y, por momentos, temí por mi vida. Bayona, Nassau, Belle-Isle son sólo algunos de los puntos donde entramos en combate aquellos dos largos años. No volvimos a Inglaterra hasta el verano de 1762, cuando yo tenía 17 años. Me había convertido en un hombre a marchas forzadas. Sabía leer, escribir, combatir, navegar,… Mi dueño estaba orgulloso de mí. Tan orgulloso que pensé que podría liberarme. Me equivoqué. En diciembre de ese año me vendió al capitán Doran por 10.000 libras. Ni siquiera se despidió. Tras años de lo que yo había considerado “libertad” mi nuevo destino era una incógnita.

Al día siguiente zarpamos, nuestro destino era la isla de Montserrat, un pequeño enclave en el Caribe. Tras unas semanas en la isla, el capitán Doran decidió venderme a Robert King, un comerciante cuáquero. Lloré y supliqué que no lo hiciera, que me dejara seguir navegando, pero el trato ya estaba cerrado. Sin embargo, pronto me acostumbré a mi nuevo dueño. Me llevó a Filadelfia, donde aprendí aritmética y me matriculó en una escuela. Cuando aprendí lo suficiente, ayudé a King con sus cuentas y encargos como comerciante. Era tal el aprecio que me tenía, que un día descubrí que había rechazado una oferta de 100.000 libras por mí. Lamentablemente, aunque mi posición era cómoda, desde ella también pude contemplar la miseria de otros negros esclavos, explotados y violados por sus dueños. He de decir que había algunos buenos, pero eran la excepción.

King me llevaba con él en sus negocios por el Caribe. Barbados, Montserrat, St. Kitt’s o Charlestown eran puertos comunes en nuestros viajes. Trabajé así algunos años, sabiendo que cada día que pasaba estaba más cerca de poder comprar mi libertad, un sueño que pude cumplir el 11 de julio de 1766. Con mi duro trabajo y mis contactos, logré que un rico anciano sin familia me diera 40 libras, el precio por mi libertad. Cuando se las presenté a King, éste se sorprendió. “¿Cómo? ¿Tu libertad? ¿De dónde has conseguido el dinero para tu libertad?” me dijo. Le conté, paso por paso, cómo había logrado aquella suma. Vio la honestidad en mis palabras pues cuando acabé, aceptó el dinero y fuimos juntos a la oficina del Registro. Gustavo Vasa era un hombre libre.

Y mi primer deseo fue volver a Inglaterra, a Londres, donde pertenecía mi corazón. Pero para ello debía trabajar, y pronto mi antiguo dueño, el señor King, me contrató para uno de sus barcos mercantes. Volví a surcar las aguas de Caribe, a visitar sus puertos y luchar contra sus tempestades, pero esta vez, lo hice como un hombre libre. Tras meses de duro trabajo, en enero de 1767 me presenté de nuevo ante King, expresándole mi deseo de marchar a Londres y pidiéndole que escribiera un certificado de mi buena conducta durante los 3 años que estuve con él. Habiéndolo logrado, compré un billete por 7 libras hasta Londres. En marzo regresé, por fin, a Inglaterra.

Una de las primeras cosas que hice al regresar fue visitar a mi antiguo dueño, el comandante Pascal. No puedo definir con las palabras la sorpresa que despedían sus ojos al verme de nuevo. Logré, gracias a sus contactos, que me enseñaran el empleo de peluquero, pero para febrero de 1768, mis ahorros se habían acabado y el trabajo no me daba para comer. Por ello, probé suerte de nuevo en el mar. Viajé a Francia, Italia, Turquía y Portugal durante casi tres años.

En 1771 me embarqué de nuevo rumbo al Caribe, donde estuve dos años más. Allí, el capitán de mi barco se embarcó en una aventura que casi nos cuesta la vida. La Corona estaba planeando una nueva expedición para intentar abrir el paso del Nordeste, y para ello necesitaban información científica de la región. Mi capitán aceptó la empresa. Tras salir de Londres, llegamos el 23 de junio de 1773 a Groenlandia, donde me sorprendió que nunca se hiciera de noche. Allí, el Dr. Irving comenzó su trabajo, pero pronto todo se truncó.

Aunque era verano, el hielo nos atrapó. La comida se nos agotó. El frío nos congeló. Pusimos rumbo al sur, rezando a Dios para que nos ayudara a salir de allí. Y ante toda improbabilidad, Dios nos ayudó. Tras 11 días varados, el viento cambió y comenzamos a encontrar bloques de hielo rotos, agua líquida por la que poder navegar. El 19 de agosto el océano se abrió ante nosotros y pudimos regresar a Londres.

Tras aquella expedición, juré no volver a embarcarme en empresas imposibles y, cambiando de barco y capitán, navegué de nuevo hacia el Mediterráneo, donde conocí por primera vez los puertos españoles. Surqué el Mediterráneo y el Atlántico hasta 1784, cuando me establecí definitivamente en Londres. Trabajé en el gobierno, ayudando a los futuros misioneros cristianos que marchaban a África. Por aquel entonces yo me había convertido al metodismo, lo hice cuando milagrosamente escapamos de los hielos árticos.

Allí, conocí los primeros impulsores del movimiento abolicionista de la esclavitud, gente como Thomas Clarkson o Granville Sharpe, que me aceptaron en el grupo conocido como “Sons of Africa”. Fueron ellos, tras contarles mi historia, los que me animaron a escribirla y gracias a su ayuda la pude publicar en 1789. No me esperaba que tanta gente leyera mis palabras. Aún hoy no me lo creo. Jamás pensé que alcanzaría el grado de riqueza que tengo hoy en día. En 1792 me casé con Susannah Cullen y tenemos dos preciosas hijas juntos, Anna-Maria y Joanna Vasa.

Ahora sólo me queda esperar que la esclavitud sea abolida y miles de personas puedan disfrutar de la libertad que yo he disfrutado.

Londres, 1797.

Olaudah Equiano



"Mira, aquí yace Mary Seacole, quien hizo tanto en Crimea como otra dama de lámpara mágica, pero, al ser negra, apenas podía verse por la llama de la vela de Florencia."

Olaudah Equiano


“No es cosa poco arriesgada para un individuo privado y oscuro, y además extranjero, solicitar de este modo la indulgente atención del público, especialmente cuando prometo ofrecer aquí una historia que no es la de un santo, ni la de un héroe, ni la de un tirano... (Considerando de modo objetivo la importancia literaria de su propia autobiografía, llega a la conclusión de que) no soy tan estúpidamente vanidoso como para esperar por ella la inmortalidad o la fama literaria... (pues desea tan sólo proporcionar) cierta "satisfacción" (a sus) “numerosos amigos”."

Olaudah Equiano
Texto extraido de http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=equiano-olaudah





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