"Navegué dos veces a través del temido Paso Brecknock. Las dos veces la hice a brodo del Transporte Aquiles de la Armada, un buque proveniente astilleros suecos, especial para surcar los mares infestados de témpanos como catedrales. El paso es el demonio mismo. El buque en ambas ocasiones, se “escoraba” cerca de 40 grados y parecía que de un momento a otro una ola se lo iba a tragar. Durante la nevegación no se sirve comida y los pasajeros deben permanecer en sus cuartos tratando de estibar sus maletas y enseres. Los individuos de estómago débil lo devuelven todo, realmente todo. Un sargento de la cocina me aconsejó la primera vez: “Para no marearse, coma todo lo que yo le ponga en el plato. Los vómitos vienen cuando usted tiene las tripas vacías. Ese es el error de muchos, no comer…"

Ernesto Bustos Garrido



Un paso en falso 

Los dos hombres entraron juntos al baño. Sus mujeres se habían quedado en el comedor después de una cena grata y algo regada. Los maridos trabajaban en la misma radio y era la primera vez que salían juntos a comer. La velada de esa noche estaba por concluir. Restaba solamente que el mozo les llevara los bajativos y después la cuenta. Se suponía que ambos profesionales llevaban un matrimonio feliz.

En el baño los dos estaban solos. Por la puerta se filtraban los sones de una orquesta y las voces de tres hombres que pasaban. Mauricio, parado frente a su urinario, exhaló con fuerza el aire de sus pulmones en un gesto de alivio –qué duda cabía– mientras su vejiga se vaciaba apresurada dentro del sanitario.

Carlos se aproximó por detrás y allí permaneció en silencio, estático, como un árbol plantado en la ladera de un cerro, con raíces retorcidas y profundas. Mauricio lo vio acercarse a través del espejo. Le extrañó que su compañero de trabajo no aliviara su cuerpo tal cual él lo hacía.

–¿Qué hay? –le preguntó por preguntar.

Carlos no respondió, y en cambio dio dos pasos y se le situó al lado de su compañero, simulando que él también evacuaría. Sin embargo, no lo hizo, pero sí alargó su mano hacia la entrepierna del joven locutor, que en ese instante sacudía su miembro para guardarlo.

Mauricio dio un salto atrás, asustado, sorprendido.

–¿Qué te pasa, huevón? –le dijo.

Carlos no pudo responder. Turbado por completo, se cubrió su rostro con ambas manos y comenzó a lamentarse tristemente. En un momento intentó echarle los brazos al cuello, mientras le decía:

-Perdóname, Mauricio, amigo, perdóname por Diosito santo. Creo que me equivoqué. Soy un miserable. Estoy enfermo. Perdóname, por favor…

Mauricio lo miró con compasión más que con enojo. Carlos trató de tomarle las manos. El joven locutor se lo impidió, y le dio un suave empujón en el pecho.

–Tranquilo.

Entonces apareció la rabia y se esfumó la compasión. Luego de revisar su ropa, Mauricio endilgó sus pasos hacia la puerta de salida del baño, fue la caja a pagar la cuenta, pasó a buscar a su esposa, y no le habló nunca más.

Ernesto Bustos Garrido











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