A modo de despedida

Despertarán tus ojos
más allá de la lluvia.
Abrirás el balcón que da a la vida
de par en par, dejando atrás la noche
y todos sus espectros.
Habrá un coro de pájaros
charlando en las barandas
y sonará su canto
grave y afectuoso,
como de viejo amigo.
Arrimarás mi corazón al ascua
o el ascua al corazón de la sardina
que bucea en mi voz.
Y no habrá ya ningún infierno a mano,
lo prometo,
pequeña marioneta que me habitas.

David Hernández Sevillano


Este inútil poema

Ya sé que no hay poema
que escriba del amor
capaz de remediar todo este amor,
capaz de dibujar toda esta luz
y con ella toda esta oscuridad
—siempre van de la mano—,
capaz de abrir las puertas
y de encender las velas
y de servir las copas
que los besos no alcanzan.

Por eso te he dejado
unas migas de pan
al borde del alero
y este inútil poema
que habla de ti y de mí,
de dos torpes gorriones
volando entre la nieve,
desoyendo el invierno.

David Hernández Sevillano


La casa del artesano

Cuando el amor se fue lo que quedó fue esto:
un camino alfombrado con virutas
de abedul y una senda
cubierta con serrín de álamo negro;
dos gubias, el serrucho, la escofina
dispersos sobre el banco de trabajo
y tres cuadros torcidos
y unas sábanas rojas de franela
que ya no son la noche
y un espejo que da a ninguna parte. 

Cuando el amor se fue lo que dejó fue esto:
un tarro con las brocas numeradas
y otro con las promesas por cumplir,
cien mentiras con guantes de boxeo
y un domingo sin dulces de domingo
y un enero sin nieve en el felpudo.

Cuando el amor se fue me confesó un secreto:
A nadie pertenezco, a ti tampoco.
Ninguno de mis nudos y mis vetas
ha llegado a ser tuyo.
Así cura también ella su olvido.
La vida es temporal y ser feliz
es sólo una cuestión de perspectiva.

David Hernández Sevillano



Piña de lumbre

El fuego laborioso hace de oro
sus escamas tupidas, y ya es
una rosa de ascua.
La socavan las llamas impacientes,
la acometen sus lenguas codiciosas,
y cede aquí, de su tesoro, espléndida,
un pétalo de plata.
Se deshoja despacio,
se va abriendo con tiempo
a esa primavera de su quiebra.
Y cuando se diría
que fuese a derrumbarse, porque cruje
la prieta arquitectura,
sobrelleva el embate, aunque ya es
una rosa apurada.
Luego un pequeño toque bastará.
Una lengua muy fina hallará paso
hasta su recoveco,
y, apenas con soplar, romperá el sello
de su cámara íntima. Y entonces
se desmoronará de golpe, súbita,
la estructura completa. Pero ve
cómo resiste aún la vieja ruina,
ese abrasado corazón, tan tuyo,
porque es ceniza, y arde.

David Hernández Sevillano


Pueblo castellano

La torre de la iglesia como el mástil
erguido de un velero
despuntaba en un mar de sementeras.
A su abrigaño el pueblo sesteaba.
Enfermaron de frío las palabras
y los sueños. Sólo de alguna débil,
escasa chimenea ascendía
un reguero de humo perezoso
como un recuerdo lento.

Ella reconoció
el roce de febrero en los pulmones.
Llegó de abotonar
los surcos de un pasado fronterizo.
Con sus pasos azules
zigzagueó las calles polvorientas,
se sentó junto al tronco de la olma
y acarició la tierra con sus manos.

No sé qué pasa con el sol de invierno
que abre zanjas de risa en el vacío
y le pone corchetes al silencio.

Un viento suplicante, igual que una
torpe interrogación, serpenteaba,

¿qué quedará de ti cuando hayan vuelto
a sus escaramuzas los vencejos?

Silva el agua lejana de la acequia.
En su lecho de musgo el pueblo duerme.
Ella lo ve y sonríe,
como en todas las cosas de la vida
a fuerza de pasar el tiempo tuvo
una vaga intuición:
que el mundo no terminará en nosotros.

Ella cerró los labios
para que el sueño todo le cupiera.

David Hernández Sevillano











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