Acantilado

Acantilado,
glaciares de nostalgia,
crujen los huesos.

Carlos López


Cata se llamaba la única puta del pueblo.
La gente, al pasar frente a su casa
de palos que todo dejaban ver, volteaba,
pero nadie la buscaba ahí.
Los hombres se la llevaban al monte y quién sabe cómo le hacían
el trato. Yo siempre pensé que
en el campo tenía su casa, porque nunca estaba en el pueblo.
Su mamá sí conocía su nido,
pues no le costaba trabajo encontrarla;
se la traía a golpes por el camino
y al llegar a su casa la amarraba a uno de los horcones;
sólo entonces se enojaba la Cata, se zarandeaba, pero nunca se quejó, ni lloró.
La Cata sólo quería estar en el monte. Era tan seria, tan digna,
no hablaba ni se juntaba con nadie; sola,
la más solitaria del pueblo, la historia de la Cata
la sabíamos hasta los niños que todavía no íbamos a la escuela
por lo que le gritaba su mamá cuando le echaba chile y le quemaba
ahí con ocote. La señora se ponía furiosa porque
la Cata no decía nada, sólo se retorcía y agachaba la mirada.
Cata tenía los pómulos salidos y los ojos rasgados
como de china; su cara era redonda, blanca; su pelo, liso,
negro, abundante. Era igual a todas
las mujeres jóvenes del pueblo, sólo que a veces se echaba
un poco de achiote en las mejillas y en sus labios gruesos.
Usaba vestidos de algodón que apenas dejaban ver sus piernas.
Nunca la vi por las calles del pueblo, menos en la plaza o en la feria.
¿En qué se gastaba la Cata el dinero que ganaba?
Como que no sabía que había que cobrar o
daba fiado y nunca le pagaban o lo hacía por gusto.
Era tan misteriosa la Cata, como su desaparición.
Un día se supo que había agarrado camino al monte
y que su mamá se había cansado de irla a buscar.

Carlos López




El fuereño
A Gabriel Pascual

En este pueblo de pobres nunca se había visto un mendigo.
Por eso nadie ve a este hombre hincado sobre la acera que
nada pide, a nadie mira; lleva horas sin mover nada, ni el pie.
Ni lágrimas, ni sudor escurren por su cara, ni una palabra;
sólo sus rodillas sostienen su peso.
Su cuerpo recto parece de madera.
Delante de él duerme un niño que tampoco se mueve.
Son las 12 del día. Nada se mueve en este pueblo caliente:
ni una nube, ni una gota de humedad; ni la fritanga, ni el comal,
la Coca-Cola, las moscas, las ondas de la música que nadie oye.
La mirada de la mesera se estampa en una tortilla
sobre la que se posan las moscas.
Enfrente de esta mesa hay un dolor que no deja comer.
El hombre de la acera no mueve ni un ojo.

Un hombre arranca su moto y sube a su mujer y a dos hijos
que tampoco ven al hombre gris sobre el asfalto que arde.
En este pueblo todo quema, hasta el saludo.

Carlos López




Lira

Árbol del tiempo alumbra
las horas calladas; el río guía
los campos en penumbra.
La soledad hendía
en sus laberintos la noche y el día.

La obsesión por el agua
diluye la esencia del sauce que llora:
en las horas desagua
el sereno de esta hora
en que el reverbero del mundo aflora.

Ojo de agua, reflejo
del universo; la luna se moja,
toca el fin del espejo,
de estrellas se despoja,
cada resquicio del tiempo deshoja.

Lenguas de zarza ardiente
buscan las aristas que, disfrazadas,
contienen la creciente,
las fuerzas encantadas
que rebalsan castalias desbocadas.

Reflejando la sombra
de cuerpos que deliran abrasados
la luna ve, oye, nombra
a los cantos rodados,
los pone en el camino trastornados.

Al descubrir su sombra
los pájaros esconden la mirada,
buscan quién los renombra;
cuando abre la alborada
infinita, se pierden en la nada.

Veo en el río ensueños,
serpientes negras, rojas. Nada ofusca
la visión de mis sueños,
rebelión de la brusca
marea que interroga la señal, busca.

Raíz amortajada
se ilumina con profundas piedras,
aroma embalsamada
germina cantos, hiedras,
relámpagos, inquebrantables hebras.

Del fuego de un espejo
saltan rayos. Un gato con mirada
de oro ve su reflejo.
Es copa iluminada
de una ceiba música enllamarada.

Carlos López


Río gris

Cuando fuimos al río, no nos bañamos;
sumergimos nuestros sueños
y los bautizamos con nombres irreales;
jugamos con las piedras, no con el agua;
amontonamos el gris mientras pasaba el salitre,
esperando la creciente para ahogar la esperanza.

Carlos López



Rojo de sol

Rojo de sol
tiñe el mar, pinta el mundo,
incendia llanos.

Carlos López



Tishudos éramos, pero la gente nos decía tishes.
Los tishes éramos los sin zapatos, los que no teníamos derecho
de pisar el piso bien aseado, porque hasta un trapeadorazo
nos aventaban, más si era de parte de las deadentro, las
que más lidiaban con pasar el trapo a cada paso de la gente.
La higiene da presentación. Dios guarde si
uno se asomaba a los sillones de la sala de la casa de los patrones,
tan cubiertos con felpa, con telas típicas,
con tal de que no se desgastaran.
La cosa era tener a buen resguardo los sillones floreados,
que uno adivinaba así, porque no se veían con tantas cosas encima.
Los tishes éramos invencibles por curiosidad.
Las cosas que veíamos eran ajenas,
mirarlas era nuestra forma de darles valor;
los dueños lo sabían, por eso nos prohibían verlas, pero
soportaban nuestras pisadas llenas de lodo hasta la baranda.

Los tishes éramos buenos futbolistas: hasta la orilla de la carretera
retumbaban las patadotas de los tiros de esquina
(cobrados debajo de un árbol de hojas que de tan verdes parecían azules)
de uno que nunca se dejó poner zapatos ni porque
jugaría contra el Municipal, ese equipo ganador,
mimado por la afición, con todas sus estrellas de la capital.
(Afición fue un término que los tishes adoptamos de inmediato.)
Cómo gozábamos los tishes esos partidos en medio de la aflicción.

Dejé de ser tish desde que una tía me puso los tenis
de su hija. Mis patas se convirtieron en pies:
dejé de sentir la tierra, mis pies empezaron a apestar y todo lo que pisaba
me quemaba. Entonces la gente empezó a decir:
«no sabe andar; camina como pisando brasas; encima de tish, retobo;
se le salen los dedos; es 30 y usa 40; anda como nadando con las patas».
Y era cierto. Pero tenía que usar esos zapatos
porque eran mi pase para poder pisar otros suelos.
Me daba vergüenza usar esas cosas azules y blancas que atrapaban
mi paso. Mis amigos se alejaron.
Mis pasos descalzos en el jardín de jazmines
me acercaban a la nostalgia de los cajones de muerto
que olían tan raro.

Una vez que aprendí a caminar con tenis, me pusieron botas de hule
que se convirtieron en mi defensa contra las culebras, las espinas,
los vidrios, la lluvia, el agua estancada.
Al usarlas, se me cocían los pies; mis compañeros
de juego empezaron a decirme el patasblancas.
Yo me quitaba lo que trajera en los pies siempre
que iba a jugar con mi pelota de tripa de coche,
no sólo porque tenía que cuidar mis tenis o mis botas
para que me duraran toda la vida
sino porque descalzo jugaba mejor, tenía más control sobre el balón.

Un domingo, día que se comía carne y
la gente mayor se echaba su trago a la hora de la comida,
fui a ver un partido de futbol entre las reservas del
equipo más odiado del país y la selección de mi pueblo.
Ganaron los tishudos, a pesar de los pisotones de los otros.
(Luego nos enteramos de que los visitantes sólo
habían vestido el uniforme de ese equipo,
que en realidad eran de una colonia lumpen de la capital,
pero el tish cobrador de tiros de esquina
le había descolgado un pie con todo y zapato de futbol
a uno de los rivales.)
Como era un gran partido, había mucha gente;
teníamos que estirar el cuello para poder ver algo.
Mientras yo estaba concentrado viendo el juego, alguien
me jaló los tenis y se los llevó colgados sobre los hombros.

Carlos López













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