Aída

La primera brasa que tuve
se llamaba Aída.
Tenía el pelo alegre
como un trigal sembrado en una perla,
y unos ojos de fiesta donde el cielo
nacía diariamente.

(Ella fué la culpable de que yo empezara
a escribir garabatos sobre las espaldas
de lejanas estrellas)
…los dos éramos hijos de mecánicos,
los dos éramos hijos
de esa clase de hombres sudorosos
que aman la paz y aman el trabajo
y que al acariciar manchan de grasa.

Eugenio Martínez Orantes


Los soldados, señorita

Los soldados,
señorita,
son tan humanos como usted.
Ellos también tienen sueños,
anhelos
y esperanzas.

No, no están hechos de odio.
Están hechos de amor
como de amor está hecho el bello cuerpo
que usted usa con gracia cotidiana.
Ellos nunca han sido enemigos del pueblo
ni jamás han deseado
verse la manos empapadas
con la sangre de otros hombres.

Son gente sencilla, frescamente sencillas.
Casi todos son hijos de obreros
o campesinos,
de tristes mujeres que lavan o planchan
ropa ajena
para ganarse el pan.

Un día les ordenarán: ‘Defiendan la patria’.
Y ellos marcharan, obedientes,
en contra de otros soldados
a quienes también habrán dicho:
‘Defiendan la patria’.
Antes de que los maten, matarán.
Cruzarán fangales y desiertos.
Muchos caerán podridos de hambre y sed,
lejos,
muy lejos de las lágrimas de sus hijos.

Cuando termine la guerra,
a los que sobrevivan triunfantes
la ‘Patria’ los premiará con una medalla
para que, al correr de los años,
hinchando el pecho
se la muestren con orgullo a sus nietos.
¿Y los que con su muerte contribuyeron al triunfo?

¡Serán mártires de la ‘Libertad’!
El gobierno erigirá en honor de ellos
un monumento conmemorativo,
en el cual, en una fecha determinada,
un Ministro colocará, con mucha pompa,
una corona.
¿Y los otros?
Los otros serán prisioneros de guerra
o muertos
sencillamente.

Sí, señorita, esa es la triste historia
de los soldados.
No los desprecie.
No los mire con asco.
Ellos no son culpables de sus actuaciones.
Los culpables, son los que siembran el odio
en los caminos y los pueblos.

Los que a costa de sangre hacen riquezas.
Los que fabrican armamentos
en vez de arados y martillos.
Los que ansían conquistar
a los países
pequeños, para tener esclavos.

No odie a los soldados, señorita,
ni los mire con lástima.
Véalos como cuando usted se mira en un espejo.

… Un día
ellos, usted y los demás hombres del mundo,
nos reuniremos en torno a la esperanza
y cantaremos.

Cantando construiremos un mundo
que, con la frente levantada
caminará hacia el progreso…

Un día, señorita,
los soldados irán sobre tractores
conquistando la paz,
la paz que ansiamos desesperadamente.

Eugenio Martínez Orantes


Señorita, usted es la primavera

Señorita:
Usted es una primavera
total,
definitiva.

Si en la vida todo el mundo se pareciera a usted,
no existiría la miseria
ni el dolor, ni el hambre.
Los arados cantarían una canción de frutos y la tierra
—al sentir los pasos de la aurora
sobre su piel morena—
se despertaría llena de optimismo
y más deseosa de ser madre
de sonoros vegetales.

Si los ríos se parecieran a sus cabellos,
en cada una de sus translúcidas escamas
viajaría complacida
una semilla de ternura.
Las armas no tendrían necesidad de existir
si la brisa que sopla
sobre los dolientes cuerpos de muchos países
fuera igual a su aliento.
Si la vida en todo el mundo
se pareciera a usted,
habría paz, trabajo y progreso.

Señorita:
Háganos un favor a los seres humanos
que vivimos pisoteados,
a los que jamás hemos tenido
un castillo de espumas frente al día
a los que nunca hemos sabido
lo que es sentir un sol
revoloteando dentro del pecho,
a los que masticamos sombras
por masticar violines
a nosotros
que somos cadenas de sufrimiento
aparentando hombres.

Háganos el favor, señorita.
Enséñele a la vida a ser como usted. Usted puede.
yo estoy seguro de ello.

Háganos el favor.
No se niegue.
Oiga: Todo lo que debe hacer es esto:
Sonreír con esa sonrisa
que tiene más luceros
que átomos el mundo.
Sin dejar de sonreír párese frente a la vida.
Dígale que la mire fijamente...
Y si no la comprende, háblele claro.
Insúltela por sucia,
por mugrosa,
por antihigiénica.
Dígale que se bañe.
Que se peine.
Que se cure esas pústulas
que le cubren el cuerpo y que parece
manchas de tinta señalando
poblados en un mapa.

Después,
enséñele a sonreír como usted:
con ciclones de amor.
Porque eso es lo que necesitamos: Amor.

Háganos el favor, señorita.
Enséñele a la vida a ser como usted.
Usted puede.
yo estoy seguro de ello.

Eugenio Martínez Orantes


Tú estás segura de que yo te amo

Tú estás segura de que yo te amo.
Pero también estás segura de otras cosas
que nos amarran, que nos detienen, que nos alejan,
que nos lanzan por caminos extraños...
Unos caminos que son tuyos y otros que son míos,
totalmente distintos entre sí.
Mientras tú subes a la montaña, yo bajo al mar.
Te internas en la selva y yo cruzo el desierto.
Cuando vas hacia el Sur, yo voy al Norte.
Total que siempre vamos por rutas diferentes.
A veces, ocurre que giramos el uno tras el otro,
en forma interminable, persiguiéndonos desesperadamente,
sin alcanzarnos nunca y sin saber
quién es el que persigue o el que huye.

Tú estás segura de que yo te amo.
Mirándome a los ojos has sentido que mis llamas te cubren,
te envuelven por completo y te traspasan,
y llegan hasta el fondo de tu ser donde arden
en forma incontenible, sin que tú lo desees
y sin que quieras que se acabe jamás.

Tú estás segura de que yo te amo.
Lo has oído de mi voz, sin que mi voz lo diga.
Has descubierto que ella te baña las caricias
con sus pequeñas olas silenciosas,
que te cubren el cuerpo de azahares, estés o no presente.

Estás segura de mi amor porque lo vives
sobre la piel, bajo la piel y más adentro.
Has oído los gritos de mi silencio multiplicándose
y alargándose en un eco interminable,
mientras te rodean sus coros de pasión
y sientes el deseo de dejarte arrastrar
por el río de lava que te quema
las nalgas, la cintura, los senos y la risa.

Tú sabes que te amo más allá de los límites del tiempo,
y mi abismo te trae, te subyuga, te enloquece
y te arrastra hacia mí. Por eso corres
alejándote llena de terror y temblando de miedo,
temerosa de perder para siempre
tus alas de cristal y el aire donde vuelas.

Pero estás atrapada y no puedes negarte a la ansiedad.
Y regresas con pasos silenciosos, muy pequeños,
para estar nuevamente a la orilla del abismo y temblar
del deseo frenético de lanzarte frente a él...
Y caer y caer y caer...
Y fundirte a su fondo para siempre.
Tú estás segura...

Por eso estamos amarrados el uno frente al otro.
Guardando silencio y mirándonos, simplemente mirándonos.
Los cuchillos desgarran nuestros pechos por dentro,
mientras pasan los días, los años y los siglos.

Eugenio Martínez Orantes


Viaje sin regreso

A veces me parece que no debo
continuar navegando en tu marea,
que con furia la proa me golpea...
Y mi gran osadía desapruebo.

Ante tu oleaje inmenso me conmuevo.
Al sentir de tus aguas la pedrea,
comprendo la locura de mi idea
y a seguir adelante no me atrevo.

Retornar, sin embargo, es peligroso
y continuar la lucha más honroso...
Ya me jugué la vida al empezar

este viaje que no tendrá regreso...
Ahora, felizmente lo confieso,
¡en tus aguas deseo naufragar!

Eugenio Martínez Orantes



Yo viví en un país, señorita

Señorita:
Yo viví en un país que cantaba.
Cantaba con los fuertes brazos
y los desnudos pies de sus indígenas.
Con el sudor de los obreros
y con las manos
de las madres que veían en cada hijo
-floridas de caricias-
una espiga
creciendo de la tierra a las estrellas.

Yo viví en un país que amanecía
en los labios de todas las muchachas.
Un país que levantaba
su pequeña estatura contra el llanto.
En cada arado había, progresando,
un plano de cosechas futuristas
y en cada surco
un deseo vegetal tomando forma

Yo viví en un país que despertaba
-de una antigua y tremenda pesadilla-
así como su nombre, señorita,
despierta en mi garganta a cada instante:
Fresco: sencillo,
jovial y transparente.

Un país que era la realización de un sueño
soñado por millones y millones de hombres
durante más de cuatro siglos.
… Un país donde se había desterrado a la tristeza
y se empezaba a destrozar a la miseria.

Sus ojos, señorita,
son dos mares de petróleo
encandilando al tiempo.
Su cabellera
as la selva donde extravían
-conscientes de lo que hacen-
las huellas de mi sed y mi locura.
Y su boca es un imán que me arrastra
hacia una constelación de nísperos maduros.
Por eso,
cada vez que la veo,
la emoción rebasa mis sentidos
y me hace recordar a ese país
que era un potente amanecer rompiendo
la estructura del llanto.

Yo viví en un país que era…
Sí; era.
Hoy es dolor.
Grito arrodillado en el espacio.
Hoy
las manos de sus obreros
son contenidas lágrimas de piedra.
Las frentes mancilladas, escupidas.
Y sus duras carretas
-cargadas de bananas-
son tristes luceros de ceniza.
Yo viví en un país que un día
romperá las cadenas de sombra que lo niegan
para volver a ser como antes era:
Igual a su mirada deslumbrante.

Eugenio Martínez Orantes












No hay comentarios: