Antiguas plazas húmedas...

Antigua Guatemala

Antiguas plazas húmedas,
alfombradas de yerba,
donde se oyen las horas
sonar claras y lentas
en el reloj del viejo
torreón de la iglesia;
y que, de vez en cuando,
de su quietud despiertan
al paso de algún monje
de fina barba luenga
y holgado hábito obscuro,
que en silencio, atraviesa...

Casas siempre cerradas
que una honda paz rodea; v
entanas protegidas
por historiadas rejas,
tortuosos callejones
cuyo sueño no altera
ni el rumor de un carruaje
que sordamente rueda...

Conventos de altos muros
en que crece la yedra;
ojivales balcones
de polvosas vidrieras;
pasadizos en que una
sombra medrosa reina;
desnudas sacristías
de tibia humedad llenas,
en que flotan aromas
de incienso y frutas secas,
y en donde se oye a veces,
entre toses discretas,
sordo crujir de llaves
en las macizas puertas...

Torres cuyas campanas
cuando suenan, se quejan;
y relojes que apuntan
siempre las horas muertas;
murallones ruinosos
que se inclinan a tierra,
como ya fatigados
de su larga existencia;
golondrinas errantes
que rápidas se alejan,
entre los altos muros,
hacia las arboledas;
escombros recostados
sobre musgos de seda...

Imágenes sagradas,
talladas en madera,
que desde ha siglos míranse
dentro hornacinas pétreas,
en lo alto de los muros
de alguna casa vieja,
bajo el farol antiguo
que el viento balancea...

¡Oh paz, oh paz celeste
la de esta ciudad muerta!

Yo, en el más apartado
monasterio, viviera
traduciendo polvosos
infolios de otras épocas
y gruesos pergaminos
de manuscrita letra.

Y en los días de otoño,
recogido en mi celda,
pasaría escribiendo
en largas horas muertas,
sonetos intachables
sobre místicos temas;
y allá entre los rosales
que perfuman la huerta,
oyendo las campanas
bajo la tarde quieta,
ser el soñador raro
que a la ciudad desierta
se fue a vivir sus sueños
y adormecer su pena...

Carlos Eduardo Wyld Ospina


Antigua Guatemala

La episcopal mansión de ancha portada
con escudos tallados en la piedra
en el patio una fuente abandonada
y al tejado asomándose la hiedra,

roba la luz a la plazuela oscura
llena de emanaciones salitrosas
y en que, bajo una paz de sepultura,
duermen su sueño secular las cosas ...

Nadie penetra a los salones viejos,
ni cruza por los patios azulejos
del antiguo palacio abandonado ...

Sólo de vez en cuando, en la alta noche,
ante la puerta se detiene un coche,
y baja de él un clérigo enlutado...

Carlos Eduardo Wyld Ospina



"El trópico es exceso... Al decir trópico se dice magia. Mas los superficiales observadores extranjeros y nuestros artistas únicamente epidérmicos no ven más que la figura del caudillo improvisado, del mestizo matoide, del indio sudra, de la hembra primitiva; y ponen a restallar aciales y machetes. La pendencia lo barre todo. La borrachera lo enturbia todo. Y la sangre es el diario riego de la tierra."

Carlos Wyld Ospina
La gringa



La ciudad de las cumbres

(Quetzaltenango, antigua Xelahun-Kie)

Ciudad de las historias romancescas
que un encanto pretérito acrisola;
Toldo de callejas pintorescas,
con algo de india y mucho de española...

Sugestión secular, anacronismo
de esta vieja ciudad, que en el incierto
trajín del siglo ofrece el hibridismo
del tiempo vivo junto al tiempo muerto.

Prefiero al mármol y a la fina piedra
con que el moderno gusto te atavía,
en muro coronado por la yedra,
la reja antigua y la tortuosa vía:
cuanto en ti evoca la altivez bravía
con la que tus autóctonos guerreros
tornaron rojo al Xequijel un día,
entre el flamear de los plumajes fieros:
cuanto invita a soñar glorias remotas,
resonar de epopeyas olvidadas;
silbantes flechas, aceradas cotas,
nombres sonoros, ínclitas espadas;
cuanto llenó los ámbitos obscuros
del tiempo con fulgor de tempestades,
y detuvo, en las lides de tus muros,
los años, convertidos en edades...

Amo yo las historias y consejas
de un pasado que vive todavía...
Romanticismo de las cosas viejas,
romanticismo que es melancolía...

Amo la noche en que el vivir se aquieta
y en la ciudad todo rumor se apaga,
y hay en la sombra una ansiedad secreta
y en el silencio una dulzura vaga;
y entre el crespón de la viajera nube
la errante luna de palor se nimba,
y de la noche en paz, trémulo, sube
el lamento ancestral de la marimba,
mientras bajo el embozo, la figura
gallarda de don Juan ronda el poblado:
truhanesco paladín de la aventura
en las encrucijadas del pecado...

Amo la majestad de tus montañas;
tus picachos de cólera crispados;
el claro río en tus faldas bañas;
la mansa grey pastando en los collados;
el volcán que de nieve se corona.

La canción de los trigos candeales;
y el valle que se cubre de trigales
cuando jocunda primavera entona
el bíblico verdor de las praderas;
los casales al pie de las colinas,
cuando las suaves brisas mañaneras
barren con el cendal de las neblinas
y cruzan, tranqueando por las eras,
las pesadas carretas campesinas...

¡Oh, el frío aliento de tus rudas cumbres
y el amplio trazo de tus serranías
donde el sol quiebra tus primeras lumbres
y abate el huracán sus osadías!

¡Oh, tu cielo de diáfanos cristales
y tus místicos bosques centenarios
semejantes a vastas catedrales
que perfuman a perpetuos incensarios!

Yo he amado, ¡oh, ciudad!, la soledosa
paz de tu alma mística y roqueña:
y siento en mi quietud algo que sueña
y en mi sueño un impulso que reposa;
afán de alas, voluntad de vuelo;

idea que al surgir será aletazo:
estrofa que recoge un mudo anhelo;
verso que brota en interior chispazo...

Han crecido mis sueños en tu seno
más altos que el destino y que la muerte:
como tus cielos me volví sereno,
como tus cumbres, me he tornado fuerte.

Y un día al emprender de nuevo el viaje
llevaré en mis alforjas de romero
el ritmo y el color de tu paisaje
y un puñado de arenas del sendero.

Carlos Eduardo Wyld Ospina


La ciudad de las perpetuas rosas

(Antigua Guatemala)

Para ti, Amalia Cheves

Esta ciudad en Rodenbach dormida,
cerró los ojos a la edad presente;
y enamorada de su antigua vida
se echó a soñar introspectivamente.. .

Las muertas horas, los cansados días,
desdoblando un iluso panorama
que se pierde en astrales lejanías,
dejaron rastros de un infausto drama
entre rotos fragmentos de elegías...
Y el ojo del misterio nos acecha
y el brujo encanto se abre como una
flor: ¡oh, leyenda sin título ni fecha,
historia sin prestigio ni fortuna,
ensueño donde rueda la ilusoria
música del silencio de la luna
sobre el horror de la ciudad deshecha...!

Yo divagué por sus callejas solas
y me apoyé en sus muros desolados;
crucé sus grandes plazas españolas,
hechas para desfiles de soldados;
soñé bajo el reposo de las naves
de informes templos de vencidos arcos,

que dejan entrever los cielos suaves
como a través de destrozados marcos,
y donde, entre el abrazo de la hiedra,
que enrosca el tallo a tropicales palmas,
lloran las epopeyas de la piedra
el sino tempestuoso de las almas...

Aja la tarde desvaídas sedas
en la rota Babel de los escombros,
y pasa, entre las hondas arboledas,
un eco de anacrónicos asombros:
¡llorad inacabables elegías
inánime dolor de cosas muertas,
agonía de viejas agonías,
alma de esta ciudad de almas desiertas...!

Yerta, vives aún. Tú no reposas
en el bíblico polvo todavía.
Tienes, cual las esfinges pavorosas,
por bajo tu silencio sobrehumano,
un gesto de inmortal melancolía
que mide, sin hablar, todas las cosas:
tu hálito sepulcral, tibio, lejano,
se aroma aún en tus perpetuas rosas.

Un milagro de rosas inocente
atempera tu lívido letargo:
ha nacido de ti, como una fuente
de las entrañas de un dolor amargo.

Rosas en el jardín de tus conventos;
rosas en tus capillas solitarias,
donde los cristos, cárdenos y cruentos
tienen grandes, pupilas visionarias;
rosas de los altares, con dorados
relieves, y vitrales y frontones,

donde miran sin ver, rostros cegados
de santos, sus eternas tentaciones:
flor de oración y extático delirio
que el mago influjo de la sangre ama,
y ofrece a los espasmos de la llama
la carne mártir y el votivo cirio...

En la tarde un' perfume se difunde:
dulce y lejano, penetrante, inmenso;
sube, se pierde, reaparece y se hunde
en el éter sutil, como un incienso:
son rosas de tus patios solariegos
y rosas de tus huertas vespertinas;
sidéreas rosas de tus cielos griegos
que eternizan su azur sobre tus ruinas;
y son las rosas que en tu suelo suave
se abren, en el milagro de la ofrenda
cuyo místico aroma no se sabe
si sólo es un perfume de leyenda...

Campanas, rosas; rosas y campanas:
flores de seda y flores de armonía
llenan la paz de todas tus mañanas
y cubren de tus tardes la agonía.

Ya no eres -¡oh ciudad!- más que un dormido
osario, en que cadáveres de flores
diluyen en los vientos del olvido
vagas fragancias de épocas mejores.

Y así, con melancólico desgaire,
opones a tus mudos desconsuelos
un perfume de rosas en el aire
y un gemir de campanas en los cielos...

Carlos Eduardo Wyld Ospina


Los cabritos

Los cabritos ágiles, de crespas cervices,
en las ramas nuevas ensayan sus cuernos;
y luego olfatean sus anchas narices
el rocío intacto de los brotes tiernos.

Puntiagudas barbas, que ásperas despuntan,
darán a las bestias humanos perfiles.
Tristeza y lascivia sus signos conjuntan
cuando los cabritos se tornan seniles.

En bronco paraje de senda escondida,
por donde la tropa cornuda se atreve,
se alzan en dos patas, y en mutua embestida,
chocan los frontales con ímpetus mudos,
como si copiaran un altorrelieve
en la piedra de antiguos escudos.

Carlos Eduardo Wyld Ospina













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