Barquito enamorado

Este barco lo plegué
con fino papel de seda,
andará por el arroyo
del cordón de mi vereda.

Lleva en su carga un poema,
un caramelo, una flor,
los dejará silencioso
en la casa de mi amor.

Cuando ella lo descubra
lo secará con un beso,
con un “te quiero” bordado
lo mandará de regreso.

Yo lo veré aparecer
mis manos serán el puerto,
los sueños haciendo ronda
y mi corazón abierto.

Si lo ves, no lo detengas,
un barquito enamorado,
tiene permiso especial
para andar por cualquier lado.

Edith Mabel Russo



Cantarina

Cantarina, era la gota de lluvia más alegre y inquieta que jamás existió.

Estaba en una nube  tan gorda que parecía que en cualquier momento podía explotar.

Pero Cantarina, lógicamente, no estaba sola. Millones de gotas se encontraban junto a ella esperando pacientemente el instante de caer hacia la Tierra.

Pacientemente las demás, porque Cantarina corría de un lado al otro de la nube saltando y cantando siempre la misma canción:


Uno, dos y tres
que llueva, que llueva,
yo quiero ir a la Tierra
lo antes que pueda.

Tormenta, tormenta,
soltáte de una vez;
yo quiero ir a la Tierra
uno, dos y tres.


-¡Calláte de una vez!- le decían algunas gotas que pretendían apretaditas unas contra otras, dormir un rato.

- Si querés correr, ¡no lo hagas aquí!- le gritaban otras gotas que habían empezado como diez veces el mismo tatetí.

- Es que no puedo, me aburro- exclamaba Cantarina- quiero llegar hasta allí abajo. Ustedes...ustedes son unas aburridas-. Se acostó panza abajo y continuó mirando hacia la Tierra.- ¡Yo veo tantas cosas! Allí hay casas, árboles, chicos por todos lados, plazas... eso, eso ¡allá quiero estar! ¡en una plaza!

-¡Basta ya!- gritaron todas, y luego trataron de explicarle-. Ninguna de nosotras sabe dónde caerá. Todos los lugares son lindos y en todos hacemos falta.

-Pero las plazas... son tan hermosas...- dijo Cantarina, y siguió panza abajo suspirando.

Luego de un rato de silencio, imposible de creer, se levantó de un salto y gritó:

- ¡Miren! ¡La gente anda con paraguas! ¡Creo que es el momento de bajar! ¡Prepárense!

Todas las gotas miraron para abajo y de inmediato, usando la poca paciencia que les quedaba, le aclararon:

- ¡No son paraguas! ¡Son sombrillas! ¿No te das cuenta de que es un día de mucho calor? Mirá cómo está el sol, más fuerte que nunca. ¡Calláte, Cantarina, esta espera a tu lado se está haciendo in-so-por-ta-ble!

Cantarina miró al sol y sintió muchas ganas de sacarle la lengua, pero no lo hizo porque sabía que ese es un gesto muy feo. Entonces, muy enojada se quedó quieta en un rincón, para ver si lograba dormir un ratito: pero claro, con un ojo abierto, por las dudas...

Pasaron algunas horas. Todo era silencio y quietud en el cielo...

Hasta que de pronto... El viento empezó a soplar apuradísimo y los truenos se escuchaban cada vez más fuerte

Cantarina abrió el otro ojo. Vio y escuchó todo eso. Quiso gritar pero no pudo... ¡Ahora sí, había llegado el momento tan esperado!

La emoción invadió su cuerpo. Observó que todas las gotas ya estaban preparadas para el viaje.

Una por una, guiñándole un ojo, le gritaron:

-¡Adiós, Cantarina! ¡Suerte! ¡Nos vemos abajo!

La nube se desgranó en fresca lluvia.

Las gotas caían rectas, serias, elegantísimas.

En cambio, Cantarina bajaba dando saltos y vueltas carnero, mientras intentaba convencer al viento para que la llevara hasta una plaza y allí la dejara caer.

Y por supuesto, lo convenció.

El viento la tomó de la mano y la dejó suavemente sobre el tobogán más alto.

Las otras gotas caían para cumplir diferentes tareas: regaban jardines y quintas; algunas baldeaban los patios de las casas y de las escuelas; otras formaban charquitos especiales para sapos y ranas, y las más románticas zapateaban sobre los techos regalando bellas melodías.

Allá en la plaza, y sin perder un segundo, Cantarina comenzó a hacer realidad su sueño...

 Se deslizó por el tobogán. Corrió por el sube y baja de una punta a la otra. Recorrió toda la calesita y jugó en el trepador

 La hamacas le encantaron, pero no quiso hamacarse muy alto por miedo a que, en una de esas, el viento la llevara nuevamente al cielo.

 Cantarina estaba  inmensamente contenta.

  Nunca se fue de la plaza. En el hueco de un árbol construyó una pequeña casita con hojas secas. Desde allí espiaba a los chicos que en los días soleados llenaban con sus risas cada rincón de la plaza. Cuando salía a jugar por las noches, repetía todo lo que había visto durante el día.

 La luna la vigilaba. Las estrellas le tiraban besos para saludarla.

 Durante el día, cuando Cantarina se asomaba por la ventana de su casita, el sol le sonreía, a pesar de que ella un día, muy enojada, casi casi le saca la lengua.

Edith Mabel Russo



El oso rojo

Valentín es un nene muy bueno, más que bueno, en realidad es requebueno.

Vive en Gualeguaychú, una ciudad de la provincia de Entre Ríos que es muy linda, más que linda, en realidad es requetelinda. Y esto ocurrió un día muy agradable, más que agrada... eh... el día estaba buenísimo.

 Volvía de la escuela como todas las tardes, con su guardapolvo y su mochila sobre la espalda. La mamá lo esperaba en la puerta con el mate en la mano y con la mejor sonrisa. Dentro de la casa estaba la abuela, que había  preparado bizcochos para que su nieto comiera cuando tomara la leche.

Valentín las saludó con un beso y de inmediato se sentó a merendar, dispuesto, como cada día, a contarles tooooooodo lo que había hecho en la escuela (eso es algo que a las mamás y a las abuelas les encanta).

Luego, como cada martes y jueves, se fue a su cuarto a jugar con plastilinas de colores, tranquilamente.

¿Ustedes se preguntarán por qué modelaba tranquilo los martes y los jueves?

Bueno, les cuento:

Esos días de la semana, Esteban, el hermano mayor, se iba a su clase de     computación y no lo interrumpía con sus preguntas y sugerencias poniendo cara de “yo soy grande y me las sé todas” o “ dejame a mí, que yo la tengo clara”.

Dispuesto a disfrutar el momento, Valentín apoyó la maderita que su papá le había preparado, destapó la latita repleta de plastilina y sacó la de color rojo. Mientras armaba esa bolita con la que siempre se comienza, recorrió con sus ojos el estante donde tenía expuesto como “adorno”, todo lo que había modelado hasta el momento y se dijo;

 -Caballo, ya hice; dinosaurios... también; perros; jirafas... ¡Ah! ¡Y sé! ¡Un oso mochilero! Voy a hacer un oso mochilero que me lleve dos horas de trabajo (... ése era el tiempo que dura la clase de computación), ¡va a quedar fabuloso!

Muy decidido, Valentín comenzó con el cuerpo gordo y panzón. Siguió con la cabeza, en la que marcó con la ayuda de un palito los dos enormes ojos. La boca medio abierta dejaba ver los filosos dientes que Valentín modeló con toda paciencia. Luego le puso las patas en las que, por supuesto, no se olvidó de colocar las garras, que perfeccionó hasta que quedaron como las de los osos de verdad. Sólo faltaba hacerle, con la ayudada del mismo palito, unas rayas en todo el cuerpo para que pareciera una gruesa pelambre y finalmente colocarle la mochila sobre el lomo.

Tomando un poco de distancia para contemplar su obra casi lista, Valentín comenzó a amasar una bolita para armar la mochila, cuando el golpe de la puerta de entrada lo sobresaltó. Pensó: “El único que entra de ese modo es Esteban, pero... ¿Tan temprano?”

Su duda desapareció cuando escuchó la voz de su hermano que decía:

-¡Hola todos! ¡Ya llegué! ¡La clase de computación terminó antes! ¿Dónde están? ¡Vengan a saludar al genio de la casa!

¡Adiós paz y tranquilidad! – dijo Valentín, mientras pensaba que el pobre oso quedaría sin pelambre y sin mochila hasta la próxima clase de computación. Lo estaba por guardar cuando Esteban entró de golpe en el cuarto y...

-¿Cómo anda el escultor de la casa? Le dijo revolviéndole el cabello con la mano (cosa que a Valentín le molestaba soberanamente)-. ¿Qué hiciste hoy “Miguel Ángel”? A ver...

-Todavía no lo terminé- murmuró Valentín, inclinándose sobre el modelado como para taparlo.

-¡Pero no te hagas drama, hermano! ¡Acá vengo yo para ayudarte!

-¡No necesito ayuda! ¡Dejame tranquilo!- suplicó Valentín.

-¿Pero para qué están los hermanos? ¡Para ayudarse! ¡Vamos! ¡¡Mostrame!

Valentín que ya tenía la mochila casi terminada, la colocó rápidamente sobre el lomo del oso diciendo:

-¡Está bien! ¡Pero no lo toques! ¡No quiero que me ayudes! ¿Entendiste?

-¡¡¡Oia!!! ¡Un oso rojo... y con alas! ¡Ése es mi hermano! ¡Nada de osos comunes! ¡Ésos los hace cualquiera! ¡Te felicito!- comentó Esteban socarronamente.

Valentín le iba a explicar que no eran alas, que era una mochila que no parecía mochila porque estaba sin terminar, pero optó por decirle:

-¡Sí! Es un súper oso con alas desplegables y lo pongo acá en la ventana, ¿ves? Así cuando no tenga ganas de escucharte, se va y listo...

El hermano, agarrándose la panza y muerto de risa, se alejó.

Valentín, bastante fastidiado, tapó la lata con las plastilinas, cerró la puerta de su cuarto y se fue a lavar las manos.

Pasaron los días y...

Aunque ni Valentín ni ustedes lo puedan creer, yo les puedo asegurar que por el cielo de Gualeguaychú, cada tanto, pasa un oso rojo volando, detrás de una bandada de palomas.

Edith Mabel Russo



Hoy tengo

Hoy tengo para darte
el mundo que imagino,
donde caben los sueños
—los tuyos y los míos—.

Hoy tengo para darte
esas palabras buenas,
con las que intento siempre
enhebrar un poema.

La luna de mi cielo,
el sol de mi vereda
y un pincel con los rojos
de alguna primavera.

Hoy tengo para darte
los misterios del viento,
esta risa que río
y esta pena que siento.

Un abrazo cerrado,
una mano en el hombro,
una atenta mirada
y un retazo de asombro.

Hoy tengo para darte
la magia repetida
de andar el mismo paso
y compartir... ¡la vida!

Edith Mabel Russo


¡Huy, qué lío!

Se quedó dormido
mi libro de cuentos
y ocurrió un desastre
en un solo momento.

Se escaparon todos:
los Siete Enanitos,
el Lobo, la Abuela
y los Tres Cerditos.


Aladín dijo:
—¡Me escapé sin ropa!
Le alcanzó un zapato
el Gato con botas.

El Pájaro Azul
y el Patito Feo
se escondieron juntos
detrás de un sombrero.

¿Saben lo que hice
cuando me enteré?
Me quedé tranquila,
sentada y pensé.

Me metí en el libro,
y la vi tan solita,
que charlé un buen rato
con Caperucita.

Edith Mabel Russo


La luna no duerme

Un gato sin sueño,
¡gato encaprichado!,
pasea y pasea
sobre mi tejado.

Ya llegó la noche
con su capa negra;
y el gato no quiere
que la luna duerma.

(Estrellas con sueño…
grillos desvelados…
y un gato despierto
sobre mi tejado…)

Serenata eterna
de largos maullidos;
la noche se quiebra
y nadie ha dormido.

Un sol que despierta
(ya llegan los diarios)
y luces prendidas
en el vecindario.

Luceros inquietos,
luna con ojeras
y duendes que espían
desde las veredas.

(Collar de bostezos…
párpados pesados…
y un gato despierto
sobre mi tejado…)

Edith Mabel Russo


Un grillo conmigo

Anoche abrí mi ventana
para que entrara la brisa
pero en cambio entró un grillito
saltando y muerto de risa.

Saltó sobre mi frazada...
las sillas... el escritorio,
derramando su canción
por todo mi dormitorio.

Salta y salta si me acerco
salta más cuando lo miro,
al final tan solo escucho
canción de grillo escondido.

Yo no sé por qué se esconde
este grillito asustado...
si solo quiero invitarlo
para que duerma a mi lado.

Edith Mabel Russo








No hay comentarios: