Como un río de rostros

Como un río de rostros, como un río
de sucesos, nos hunde y nos aleja.
Todo es ayer y nunca ya. No ceja
el aluvión de un tiempo, como un río.
Ultima gota tú, ya el correntío
te deja atrás también, te desmadeja
hacia delante siempre. El sol maneja
tu entera historia ya, tu paso, el mío.
Pero tú estás ahora y aquí, tú alcanzas
el cielo con las manos, determinas
la negación del tiempo con tus ojos
y te toca llevar las esperanzas
tuyas y nuestras, y hoy por hoy fulminas
tanta sed y pesar, tantos cerrojos.



El Noroeste 

 Aquella tarde se lo dijo.
Fresco el viento, tranquilo, y Joaquín despacio, con el hombre, por el gastado camino del arrecife, de la Puerta Vieja de La Caleta al faro de San Sebastián.
La marea media abofeteaba las rocas desganadamente, y en la luz de las cuatro, plateando en las distancias, se oía su batir bajo los pequeños y espaciados puentes del camino ai faro, que sólo ellos estaban recorriendo.
Al fondo de La Caleta, a sus espaldas, se curvaba como una herradura el blanco balneario fin de siglo, y ante sus ojos, le­jano e inaccesible tras las almenas del viejo fuerte militar, el faro metálico se levantaba al sol igual que una estilográfica flamante, disonando en la antigüedad del paisaje, del agua alegre y los roquedales negruzcos. Esa tarde fue cuando el hombre se lo dijo.
_Es bueno el viento éste, pero para bañarse no _había hablado Joaquín primero.
El hombre bajo y fornido, que vestía de negro y siempre llevaba un libro en el bolsillo, se detuvo entonces y extendió un brazo a la redonda. En seguida habló con aquel acento onvencido y algo solemne, con su caluroso pero nada cargante énfasis de costumbre, capaz de dar interés y sentido a cualquier cosa. Su corbata blanca flameaba en el aire.
_Sí, es un buen viento _dijo_. Y raro en este tiempo porque es viento del Noroeste. Mira cómo pone verdosa el agua.
La ciudad tendía tras ellos su decaimiento y su belleza. Al otro lado de la bahía, más allá de los anchos llanos marinos, un pueblo blanco se agazapaba en el horizonte, como bajo el gran peso del cielo, y el Noroeste acumulaba polvo y pajuelas en los baches del camino sobre el arrecife.
Y Joaquín se quedó mirando al hombre cuando éste le añadió que, no ya a aquella hora, sino incluso a la de almorzar, se escapaba hasta allí algunos días para estar a solas consigo, pretextándole a la hermana que lo habían convidado a comer y arreglándoselas con media botella de vino y un plato de pescado frito en alguno de los añosos bares inmediatos a La Caleta. Se quedó Joaquín mirando al hombre contra el mar rielante, con una mirada entre azorada y fija, porque entendió que el hombre le hablaba ahora de una cosa y de una manera triviales en apariencia pero verdaderamente íntimas y como plagadas de algo, quizá de una soledad inabarcable, algo que no estaba en las palabras mismas sino por detrás de ellas, algo oculto y muy fuerte.
Y Joaquín presintió que, aunque nada tuviera que ver con ellas, aquellas palabras del hombre podían dar paso inesperado _como en efecto lo dio_ a que le dijese lo que él nunca hubiera querido oír, y al «ten cuidao» de alguien que ya había avisado a Joaquín con una tosquedad burlona y breve, segura y cruel, que justamente utilizó Joaquín para repudiar aquel aviso, sin embargo cierto: el aviso de aquello que cambiaba de pronto el modo de mirarlo del hombre, y que devolvía la conversación del hombre a los temas de siempre cuando ya parecía irle a hablar a Joaquín de algo que no era lo de siempre (como si aún no se decidiera o no pudiera hacerlo), para hablarle otra vez de libros, músicos, cantaores y reveladores lances de la guerra civil.
Pero ahora sí se lo había dicho. Ahora se lo había dicho, así que el hombre se iba a quedar otra vez solo, y los dieciiete años de Joaquín debían volver a vagar solos por la ciudad bullente y, para él, otra vez vacía sin aquel amigo mayor, sin verlo ni oírle hablar de Shakespeare, de Picasso, de Mozart, sin sus orientaciones sobre el arte de Galdós, o el de Enrique El Mellizo, o el de Stendhal, o de los prohibidos, inasequibles Alberti, Neruda, Lorca. Es decir, sin cuanto era ya el entero, antiguo y recién nacido destino de Joaquín, para el que en ese rnomento no le servía ninguno de los amigos de su edad y para el que había encontrado alimento y apoyo en el hombre maduro, bajo y fornido, con el que se veía casi a diario desde hacía tres meses y que tan comprensivo y afectuoso se mostraba con él.
El hombre del que ya tendría que alejarse, como de otros antes, porque ahora sí se lo había dicho, tocándole el brazo con una mano temblorosa:
        _Te amo.

Fernando Quiñones Chozas
Del libro Viento del sur



"Emperador del panzudo, inmóvil ejército de las botas, Gran Lama en el espirituoso Tíbet del vino y los licores, la materia y el ser del viejo conocedor hacía tiempo ya que no pertenecían de lleno al mundo de los hombres: ochenta años de bodega y más de cien kilos o litros en una estatura no muy alta, pueden mucho. Demasiado. Sin duda, la añeja afirmación de que el oficio destiñe sobre la persona que lo ejecuta, se había quedado corta para Matías, que no le parecía ya a muchos un personaje de las bodegas, sino como un fragmento material de ellas.

La panza henchida, bajo la eterna pana negra, era la de una de las cubetas de trasiego; los contados movimientos del hombre en su salón, parecían marcar el lentísimo pulso del tiempo que se espesa bajo las naves y telarañas bodegueras; el reflejo de los ojos, glaucos y opacos de cataratas, guardaba un algo de las masas líquidas ambarinas que apenas se entrevén por los agujeros de los toneles y, a veces, lo avivaba fugazmente un claror también quieto tal el de los rayos solares que catedralizan aquellos recintos. Por fin, el olor del alcohol, recóndito y ostentoso al tiempo como un nocturno de Chopin, le circundaba donde estuviese y, desde muy cerca, casi podía distinguirse que era algo más y algo menos que sangre lo que traslucían las rojas venillas superficiales de su cara, que detrás de aquellos semisólidos tejidos cutáneos, de aquellos agolpamientos carmesíes en cuello y mejillas, residían, como clasificadas por añadas y calidades, las ganaderías bravas del alcohol. "

Fernando Quiñones
Muerte de un semidios



El pan es luz cautiva

El pan es luz cautiva y apretada
Cordilleras del pan, laderas, fuego
blanco de amor la miga, tajo ciego
la tórrida corteza enamorada.
Quiero pan, dame ya esa levantada
visita general y áspero ruego
del pan, carta del pan, hombro, sosiego
del pan y su hermosura y su mirada.
Caballo que en la lengua desordena,
desata el sol, enciende el movimiento
acompasado de la trigalía.
Pan, campana en la sangre, ¡ay boca llena
de pan, de España en llama y luz, oh aliento
con que la tierra viene a ser más mía!

Fernando Quiñones Chozas



Como un río de rostros...

Como un río de rostros, como un río
de sucesos, nos hunde y nos aleja.
Todo es ayer y nunca ya. No ceja
el aluvión de un tiempo, como un río.

Ultima gota tú, ya el correntío
te deja atrás también, te desmadeja
hacia delante siempre. El sol maneja
tu entera historia ya, tu paso, el mío.

Pero tú estás ahora y aquí, tú alcanzas
el cielo con las manos, determinas
la negación del tiempo con tus ojos

y te toca llevar las esperanzas
tuyas y nuestras, y hoy por hoy fulminas
tanta sed y pesar, tantos cerrojos.

Fernando Quiñones


Los poetas

También tú, curtidor,
y tú, patán hermoso, arrancándole
al invierno terrones, empujando
en agosto el plostellum. Y tú,
herrero entre sombríos fulgores,
o tú, inocente
borracho sin oficio.
También vosotros sin saberlo
conocisteis alguna vez
no la mayor: la única gloria del poeta:
cuando en el prado, la curtiduría,
la taberna, la fragua, se os llegaron
casualmente a la boca aquellas tres, cuatro palabras
que no se habían juntado antes
o nunca habían sonado de aquel modo,
y que dejaban dicho algo,
sencillo acaso como ellas,
pero tan verdadero, tan nuevo y tan antiguo
que os suspendió y enmudeció un instante,
como a algunos de los que os escuchaban.

Fernando Quiñones Chozas


"Mi primer berrido en el mundo lo escucharon la arena caliente y el tinglado que en ella se apañó mi madre por atrás de una barraca, hecho con lienzos de velas rotas, palitroques y cañizo trenzado con juncos de las dunas, como nido de pájaro. Y allí se quedó luego.

La ayudó en su trance una mujer de la vecindad, pues no era sólo mi madre la que andaba al abrigo de la almadraba; no me acuerdo mucho si de invierno, pero en lo demás del año si que vi por allí cobijos parecidos de otras y de otros, cada cual viviendo solo, nadie en pareja, y quitándose de encima por lo menos los nortes, las levanteras o el solazo.

Y aquel mismo hombre, que ya le perdí nombre y cara aunque la voz se la sigo oyendo, me contaba que mi madre me tuvo a eso del mediodía y que los jaladores del atún, y quienes están a limpiarlos y a salarlos, andaban compadeciéndose al oír las voces y lamentos del parto entre el chillerío de las gaviotas; tan cerca de la faena se había echado ella que, a no ser porque los embebía el arenal, su sangre y humores al parirme se hubieran arrebujado con la sangraza de los atunes, todavía temblones y cargados en hombros por la truhanería. De ahí me vendrá, y de aquellos años playeros, que me guste el olor del pescado crudo tanto o más que el mejor perfume de la Arabia, cuando es olor que a todos disgusta, y que tampoco me haya hecho nunca gran impresión la vista de la sangre."

Fernando Quiñones
La canción del pirata. Vida y embarques de Juan Cantueso


"Pero donde él estuvo más tiempo fue en Venezuela. Y allí es donde va ahora de cuando en cuando, a hacer sus negocios con sus gallos de pelea, que tiene él los corrales, o los tenía, ahí por Conil junto a la Venta del Colorao, animalitos.
Las cosas que ese hombre cuenta de Venezuela... Seguro que a ti, con la curiosidá que tú tienes, si te las cuenta te se caen las babas... Con que vayas por el Andalucía cualquier mañana, das con él. Ve de mi parte. Tú dile: "vengo de parte de La Legionaria"... yo creo que se tendrá que acordar más de los ratitos buenos que echó conmigo que de aquel disgusto que nos llevamos a cuenta de los gallos... Pero ve y ya verás, ese hombre, qué forma de ponerte las cosas por delante: ni un cine ni un teatro ni na, al Maera es que da gloria oírlo.
Bueno, Caracas la conoce él como si fuera esto, igual. Allí en Caracas también estuvo de banderillero y estuvo a todo lo que cayera porque allí toreaba poco. Vivía por un barrio que le dicen... a ver si me acuerdo... sí: La Pastora, ¿a que parece un nombre de aquí, La Divina Pastora y eso?... Pero Caracas es lo de menos: es que, por allí por Venezuela, El Maera estuvo muy lejos, pero lejísimos...
... ya por unas selvas y unos campos como los de Tarzán, que cuando fueron a darse cuenta, estaban en el Brasil o en Cuba o en un sitio de ésos. Y es que El Maera estaba desmayao en Caracas, estaba muy mal del móney y entonces le salió de irse de viaje con unos extranjeros que iban apuntándolo todo y midiéndolo todo, creo que eran alemanes, midiendo las tierras y los sitios con unos metros muy largos en unas bobinas. Y apuntaban los metros que tenían los sitios, y otros de los que iban apuntaban los bichos y las flores y todo.
Pues con esa gente, que llevaban todo lo que hace falta y que le pagaron bien, estuvo El Maera cuatro o cinco meses sin ver ni un pueblo; cuando más, unas chocillas con unas vaquillas, y al cabo de unos cuantos días se cruzaban con un tío muy raro a caballo, y al cabo de otros pocos de días veían a lo mejor tres o cuatro indios mansos que iban para otra parte, ellos siempre por todo lo más solo. Y así llegaron a un río grandísimo que primero era como si estuviera derramao, porque dice el Maera que, mucho antes de llegar a ver el río, pasaron unos llanos encharcaos que no se terminaban nunca, todo como la palma de la mano. Y venga p’alante y venga p'alante, y los pies: fia fia, con el fango por los tobillos, y allí tenían que parar y comer y dormir, buscando lo más sequito: menos mal que llevaban de todo.
Y una mañana sale El Maera, que se había despertado antes que nadie, y dice "¿esto que es, Dios mío de mi alma?" Aquello era una manifestación: allí paraos en el fango, mil o dos mil pájaros grandes que por la noche no estaban o no los vieron, blancos y de color de rosa, una cosa linda, y que se perdían de vista miraras adonde miraras: allí quietos. Da dos palmadas El Maera, sale otro y pega un tiro, y hacen así todos los pájaros y cogen el vuelo que no se veía el sol, El Maera con la boca abierta.
Y cuando llegaron a aquel río tan grande, eso era ya en la selva."

Fernando Quiñones
Las mil noches de Hortensia Romero



Soneto a su ciudad, Chiclana de la Frontera

Cal encendida, léganos, redores
archibebes, viñedos, plaza, río,
arena virgen de tu playerío,
pico borracho de tus ruiseñores.
Albinas, altas huertas, resplandores
del levante por julio, miel, trapío
del potro, luna lánguida, hoy vacío
el sol antiguo de tus matadores.
Ojos negros en ronda por la vega,
Barrosa, salinar, pinar, labriega
y pescadora tú, de cara al viento.
Abierta madre siempre de la mano
contra el incendio azul de tu verano,
vieja y muchacha por mi pensamiento.

Fernando Quiñones Chozas








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