Campestre

La tarde se adormece en la llanura.
Incierto el panorama se destaca
bajo la luz anémica, ya opaca
en cada agrupación de la verdura.

La vespertina claridad perdura,
fingiendo una labor de fina laca
en el espacio cóncavo, que es placa
donde pintan las formas su hermosura.

La noche se condensa en el contorno
del silencioso campo. De retorno
hacia la casa va con lento paso

el labrador y sus rendidos bueyes.
Y son yuntas y el hombre únicos reyes
de aquellas soledades del ocaso.

Darío Herrera



Canción de otoño

Los sollozos, largos lentos,
de los vientos
en las tardes otoñales,
van resonando en mi alma
con la monótona calma
de los toques funerales.

Todo lívido y convulso,
obedeciendo al impulso
del quebranto,
de mis antiguas historias
siento llegar las memorias
humedecidas de llanto.

Y a un viento malo, sin rumbo,
voy marchando tumbo a tumbo
por mi existencia desierta,
como al hálito glacial
de la ráfaga otoñal
la hoja muerta.

Darío Herrera


Claro de luna

Media Noche.

Solo, bajo el cielo inmenso, ante el prestigio augusto de la luna, pienso y sueño. Y, como en la onda de una brisa dulcemente animadora, todos mis pensamientos y todos mis sueños vuelan a tí; a ti, amada mía, que duermes, quizás, –azucena inmaculada– entre la nieve de tu lecho de virgen. Pienso y sueño, y a la magia de tu recuerdo visionero ¡qué de anhelos van brotando en mi alma, la nostálgica eterna de la dicha!

Sí, querría que fuera en una noche como ésta la hora suprema en que irradiara de tus pupilas agarenas la llama sagrada, en que surgiera de tus labios estremecidos la palabra milagrosa.

Y que fuera allá, lejos de las ciudades, lejos de lo ficticio, lejos de todo lo que amarga y de todo lo que hiere, en un sitio bello, misterioso como el amor, dentro de un bosque inviolado, sonoro al viento como una gran lira, cerca de un lago pequeño, suavemente melodioso como el canto de una flauta lejana. En sus orillas, lises rojos como rosas y rosas blancas como lises. Sobre el cielo, entre velos de nubes albas, la luna... ¿Margarita? ¿lirio? ¿perla?... no: Ofelia naufraga flotando en un vasto mar azul . Por la atmósfera, vibrante como el cristal, diáfana como plata fluida, un vuelo níveo de palomas; y sobre el lago la florescencia cándida de una parvada de cisnes...

Y allá, bajo el cielo inmenso, en la majestad tranquila de la naturaleza, ante el prestigio augusto de aquel claro de luna –y en tanto que la ola de tus cabellos caía por tu espalda como un jirón del manto de la noche sobre un campo de nieve –que viera yo irradiar de tus pupilas agarenas la llama sagrada y escuchara de tus labios estremecidos la palabra milagrosa. Y allá los dos, solos, juntos, que comulgáramos en el cáliz rojo del Beso, triunfando así, tú de mis nostalgias con el esplendor de tu belleza, yo de ti con mis caricias y ambos con nuestra juventud del Tiempo y de la Vida.

Darío Herrera


"En la meseta, a través de boscajes, vestidos por la re­surrección invernal, aparecía una extraña agrupación de carpas, semejantes al aduar de una tribu nómada. De­trás, dos hileras de casas de piedra constituían la edifica­ción estable del paraje. Y de las carpas y de las casas volaban ritmos de música raras, cantares de voces dis­cordantes, gritos, carcajadas: todo en una polifonía estrepitosa. Cruzamos, con pasos elásticos, los boscajes; bajo los árboles renacientes encontrábamos parejas de mozos y mozas, en agreste idilio, o bien familias com­pletas, merendando a la sombra hospitalaria de algún toldo. Nos metimos por entre las carpas: alrededor de una, más grande, se aprestaba la gente, en turba nutrida, aguardando su turno de baile. Penetramos. Dentro, la concurrencia no era menos espesa. Hombres, trajeados con pantalones y camisas de lana, de colores obscuros, y mujeres con telas de tintes violetas, formaban ancha rueda, eslabonada por un piano viejo, ante el cual estaba el pianista. Junto al piano, un muchacho tocaba la guitarra y tres mujeres cantaban, llevando el compás con palmadas. En un ángulo de la sala se levantaba el mostrador cargado de botellas y vasos con bebidas, cuyos fermentos alcohólicos saturaban el recinto de emanaciones mareantes. Y en el centro de la rueda, sobre la alfombra, tendida en el piso terroso, una pareja bailaba la zamacueca.
Jóvenes ambos, ofrecían notorio contraste. Era él un galán de tez tostada, de mediana estatura, de cabello y barba negros: un perfecto ejemplar de roto, mezcla de campesino y marinero. Con el sombrero de fieltro en una mano, y en la otra un pañuelo rojo, fornido y ágil, giraba zapateando en torno de ella. La muchacha, en cambio, parecía algo exótica en aquel sitio. Grácil y es­belta, bajo la borla de la cabellera broncínea se destacaba su rostro, de admirable regularidad de rasgos. Tenía, lujo excéntrico, un vestido de seda amarilla; el busto envuelto por un pañolón chinesco, cuyas coloraciones radiaban en la cruda luz, y en la mano un pañuelo también rojo. Muy blanca, la danza le encendía, con tonos carmíneos, las mejillas. En sus ojos garzos, circuidos de grandes ojeras azulosas, había ese brillo de potencia ex­traordinaria, ese ardor concentrado y húmedo, peculia­res en ciertas histerias; y con la boca entreabierta y las ventanas de la nariz palpitantes; inhalaba ávidamente el aire, como si le fuera rebelde a los pulmones."

Darío Herrera
La zamacueca



Le Billet Doux

“El dulce billete promete
Alguna novela ejemplar…
Lo que dice el dulce billete
no  es difícil de calcular”.
Leopoldo Lugones.

Quedó la “niña” del billete
en dulce ensueño sumergida
¡Cuántas delicias le promete
aquella carta tan leída!

En lo suntuoso del salón,
en vis-á-vis o en canapé,
ya están los dos… (En su ilusión
con él se mira en el parquet.)

Es un amor muy elegante
aquel noviazgo preambular:
De frac o smoking el amante;
ella en vestido “directoire”.

Allá en el “hall” hay un sonoro,
cáustico, fino parloteo:
“Mamá” y visitas forman coro
en el mundano discreteo.

Acá los novios … ¿Cuál su tema?
Los “Grandes Premios” ú otro sport
así el coloquio es fiel emblema
del modernismo del amor.

Después, la boda; el dulce viaje,
y de París les “nouveautés”…
“Smart”, muy “fine” es el miraje;
que la caricia es un ultraje
para el “Institut de Beauté”.

Darío del Carmen Herrera


TRÍPTICO MÍSTICO
- I – Penumbra,

Fue una tarde ya lejana. Yo leía el bello opúsculo
De la vida desolada de aquel trágico cantor,
cuyas rimas son tan tristes como el pálido crepúsculo
con que inicia sus inviernos el hastío del amor.

Y ante el piano ella sentada, con sus manos cual dos lirios
los armónicos marfiles agitaba sin cesar,
y una música surgía que evocaba los martirios
del que viaja por los yermos hiperbóreos del pesar.

En la calle resonaban, como insólito sarcasmo,
las canciones bulliciosas del alegre carnaval,
y sus ecos se apagaban en el tétrico marasmo
que envolvía nuestras almas en su atmósfera glacial.

Sus cabellos descendían, simulando fúnebre ala,
a su talle doblegado como el tronco de un saúz,
mientras iban envolviéndola, extendidos por la sala,
los inciertos, misteriosos estertores de la luz.

De las torres se elevaba la plegaria de los bronces
cual un ruego del crepúsculo al espíritu de Dios. . .
Se miraron a distancia nuestros ojos, y hubo entonces
mil presagios de amarguras en los ojos de los dos. . .

Calló el piano. Lentamente avanzó ella por la alfombra. . .
Ya la noche la envolvía en la seda de su tul,
y su rostro, hermoso y pálido, emergía de la sombra
como un astro solitario de lo obscuro del azul.

En mi hombro reclinóse blandamente su cabeza. . .
Nuestros labios se juntaron en un beso sin rumor. . .
Y en el beso aquel pusimos toda la íntima tristeza,
todo el duelo de presagios que enlutaba nuestro amor. . .

Darío del Carmen Herrera


TRÍPTICO MÍSTICO
- II – Umbra,

En el crepúsculo vespertino,
en el crepúsculo allá a los lejos,
de las campanas llegaba el Angelus
en notas tristes como plegarias de los enfermos.
En las persianas
zumbaba el cierzo.
Tenaz la lluvia
borbollonaba sobre los techos;
y acá, en su alcoba,
en la blancura virgen del lecho,
entre las pompas de la mortaja,
estaba inmóvil, glacial, su cuerpo!

Sobre su frente palidecida,
y en lo sombrío de su cabello,
los cuatro cirios ponían un nimbo,
extraño nimbo que titilaba con livideces de fatuo-fuego. . .
Clavado al muro,
en lo solemne de aquel silencio,
ebúrneo Cristo se retorcía,
sangrante y mustio como un emblema del sufrimiento.

Yo lo miraba
cerca, muy cerca del níveo lecho,
mientras mi mano cálida, trémula,
cogía la suya, rígida y fría como de hielo. . .
sobre su rostro,
lirio marchito por el invierno,
de mis tristezas vertí las lágrimas,
de mi congoja cayó el aliento!

Súbitamente
sus dos pupilas  -soles difuntos- resplandecieron;
a su semblante
le dio la Vida su lustre bello,
y así sus labios,
cual en un ruego,
“¡Nunca me olvides!”, me sollozaron,
“¡Nunca me olvides!”, me repitieron. . .

Y entre las pompas de la mortaja,
en la blancura virgen del lecho,
callada exangüe,
glacial, inmóvil quedose luego,
mientras el Angelus de la campanas
iba extinguiéndose, allá a lo lejos,
en notas tristes como plegarias,
como plegarias de los enfermos;
en las persianas tenaz zumbaba,
zumbaba el cierzo,
y –ya al principio de aquella noche-
siguió la lluvia borbollonando sobre los techos!. . .

Darío del Carmen Herrera
Del libro: Lejanías


TRÍPTICO MÍSTICO
- III – Post-umbra,

Cuando en mis noches,
cuando en mis noches de hondas nostalgias, el pensamiento
va visitando de mis amores,
de mis amores el cementerio,
tú sola surges,
tú que compendias todo el pasado de mis afectos,
tú sola surges a los conjuros de mi memoria,
¡tú sola surges, eternizada por el recuerdo!

Y resucitan aquellos días,
aquellos días que ya murieron,
breves y dulces como una aurora,
breves y dulces como un ensueño,
en que vestida toda de blanco,
bajo la noche de tus cabellos,
a mí venías hermosa y pálida
allá en tu sala y en otro tiempo!
Después evoco la tarde triste,
tarde tan triste como el crepúsculo en un desierto,
en que tu vida se hundió en la nada,
en que tu alma se hundió en las sombras, en el misterio...

Cuadro doliente
que no se borra de mi cerebro!
Aquellos dobles de las campanas,
graves y lentos;
aquel ambiente nubloso y frío;
aquel gemido largo del cierzo;
el ruido sordo de aquella lluvia,
y en tu aposento,
aquellos cirios de llamas trémulas
que derramaban vagos reflejos;
aquel gran Cristo,
allá en el fondo, como el emblema del sufrimiento;
aquel desborde de mi amargura,
y sobre el lecho,
entre las pompas de la mortaja,
glacial, inmóvil, mudo, tu cuerpo!...

Ya ves que en mí alma te perpetúas,
que no te olvido, como tus labios me lo pidieron;
y que en mis noches,
y que en mis noches de hondas nostalgias, si el pensamiento
va visitando de mis amores,
de mis amores el cementerio,
a los conjuros de la memoria tú sola surges,
tú sola surges, eternizada por el recuerdo!

Darío del Carmen Herrera










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