Carmen

Roja flor en la negra cabellera,
ojos de fuego, labios tentadores,
pasa ondulante y requiriendo amores,
Carmen, la sevillana cigarrera.

Canta y baila diabólica y artera,
y a Don José, del ansia en los ardores,
hace esquivar cornetas y tambores
y ultrajar el honor de su bandera.

Desertor, criminal contrabandista,
no hay valladar que al ímpetu resista
de aquel amante de traiciones lleno.

Surge Escamillo; acecha la navaja,
y a la sangrienta herida cae la maja
con otra roja flor sobre su seno.

Enrique Hernández Miyares


El tintero y la tinta

Se me acaba de volcar el tintero, y he vuelto a llenarlo de tinta hasta el tope; como cuando el cerebro descansa por sueño profundo y de pronto el despertar lo llena de ideas. La tinta es siempre un pensamiento inédito, como los que aún no hemos resuelto en palabras. Yo he dejado de decir muchas cosas que se me han ocurrido, así como tantas otras cosas deja cada cual en el tintero.

En días de amargura, he comprendido por qué huyo tanto de mi desordenada mesa de escritor; la tinta me da miedo porque viste de luto... No os riáis. Sé la historia y os la voy a contar.

Un erudito, al que imitaron luego muchos otros, se pasó la sedentaria, larga vida, entre libracos y manuscritos, que estudiaba y descifraba, acaparando ciencia y sabiduría.

El sabio pudo, gracias a los libros, lucir sus facultades de orador, desde la tribuna que el pueblo rodeaba.

El sabio fue el maestro de una gran generación entera, a la que comunicó la esencia de su alma, beatificada por la razón, y su ciencia recogida en las bibliotecas.

El sabio llegó a viejo, entre la consideración y el aplauso de sus conciudadanos, entre la admiración de los que no lo eran.

Cuando el sabio comprendió que se le acercaba la hora postrera, se dispuso a escribir sus obras de filosofía, sus digresiones científicas, la historia de la humanidad y su autobiografía.

Y por último escribió su testamento. Su biblioteca, al pueblo; su poltrona, a un inválido; sus colecciones, al museo; y el tintero a nadie.

—¡Yo le he dado todo lo que tenía! —decía el tintero, llorando borrones sobre la mesa carcomida.

Cuando el novio quiso romper con ella, no se atrevió a decírselo de palabra, porque era demasiado sufrimiento contemplar su llanto y escuchar sus quejas. Ella no amaba a nadie más que a él; lo adoraba. Fiel toda la vida, lo había esperado; le había sufrido sus indiferencias y sus días brumosos.

Pero aquello era necesario, él no poseía un céntimo; y luego, la otra tenía una fortuna.
Él le escribió una carta muy... villana, con letra clara, gruesa; y firmó con una rúbrica tremenda.

Sobre la tinta cayeron lágrimas virginales.

Todo lo hubieran perdonado el tintero y la tinta; el olvido del sabio; el crimen del novio, y lo demás que no he contado y que citaré: el anónimo infame, la cuenta del casero, el cartel de desafío del espadachín, y la carta en que se anuncia la muerte de un hermano o de una hermosa.

Lo que nunca perdonaron el tintero y la tinta, la tinta sobretodo, fue esto:

Juan se fue a Europa, a París, dejando a su madre —¡oh, muy bien!— entre muebles forrados de damasco y criados de librea, que la atendían cuidadosamente —¡oh, muy bien!—, sólo que la dejó sin su presencia, sin su cariño y sin sus besos...

Juan se olvidó en París de su madre, que moría por él entre las comodidades de su casa de criolla rica.

Tantas cartas recibió Juan en medio de las orgías, firmadas por su ausente madrecita, que un día determinó escribirle.

Cuatro renglones. (¡pero si es que lo esperaba Jeannette, la florista!) y terminó escribiendo:

"Y no soy más extenso porque me falta la tinta..."

Enrique Hernández Miyares


La hora verde

Del parisiense boulevard fastuoso
prolóngase la plácida penumbra,
porque el sol de oro viejo sólo alumbra
con mortecino rayo perezoso.

De la jornada al fin llegó el reposo,
oasis que en la brega se columbra,
y en los bruñidos mármoles deslumbra
del verde ajenjo el néctar venenoso.

Arde el café moderno entre el gentío,
y a cortos tragos sorbe, lentamente,
la amarga copa el bebedor sombrío,

mientras por el asfalto reluciente,
como azotada por el viento frío,
pasa la burguesía indiferente.

Enrique Hernández Miyares


La más fermosa

Que siga el caballero su camino
agravios desfaciendo con su lanza:
todo noble tesón al cabo alcanza
fijar las justas leyes del destino.
Cálate el roto yelmo de Mambrino
y en tu rocín glorioso altivo
   /avanza,
desoye al refranero Sancho Panza
y en tu brazo confía y en tu sino.
No temas la esquivez de la 
   /Fortuna:
si el Caballero de la Blanca Luna
medir sus armas con las tuyas osa,
y te derriba por contraria suerte,
de Dulcinea, en ansias de tu
   /muerte,
¡di que siempre serás la más 
   /fermosa!

Enrique Hernández Miyares


Rosa de la tarde

Más de veinte años han transcurrido. En aquella época era yo tan soñador como ahora, sólo que hoy la realidad y la experiencia interrumpen bastardamente mis ensueños.

Fui presentado a ella una noche de gala en el Gran Teatro, y recuerdo que tuve que reprimir su risa loca de hermosa complacida, para tenderme su fina mano enguantada. Me incliné profundamente, y la envolví en una mirada más profunda todavía.

Reíanse ella y sus compañeras del palco de un pobre galán ridículo, y la conversación recayó en lo de siempre: en la historia siempre vieja y siempre nueva…

En el palco, en el coche reluciente, en los salones, en donde quiera, la vi triunfar por su belleza y su gracia. Elegante, de ojos claros y serenos como los cantados por Cetina, con talento perspicaz y una cultura tan refinada como exenta de pedantería, la asediaban los jóvenes de entonces; pero ella no se rendía: joven, hermosa, rica, en la plenitud de la alegría de vivir.

Un día oí decir que se casaba… con el joven ridículo de la risa loca del teatro.

Ningún record, como se dice en el lenguaje de los deportes, ha superado nunca a la velocidad de los años juveniles. Se van como en un ensueño.

Mi heroína ha visto pasar vertiginosamente su dichosa primavera de triunfos y de amores: aquel prometido de sus ansias, que en la lucha por la vida había logrado la dicha de hacerse envidiar, murió repentina, trágicamente. Y en ella murieron al par las ilusiones, la riqueza y la alegría de vivir.

Se recluyó en las paredes de su modesta casa, y fue más sereno, pero más triste, el claro mirar de sus ojos.

Ya no hubo para ella sino una muda resignación, una tranquila tristeza.

A veces, como esas miradas que se dirigen inconscientemente al sol, y que lastiman, escuchaba el ruido de cascabeles de la vida fastuosa, y se le conturbaba el corazón.

Ayer la vi, a la hora crepuscular, después de muchos años de no haberla visto, atravesar sola y sin sonrisas la calle principal. Tal vez no me conoció; tal vez no quiso reconocerme. La hermosa cabeza, aureolada por un cerco de cabellos castaños, ya invadidos por la plata de las canas. El busto firme y opulento; las líneas curvas, triunfadoras aún, el andar esbelto y suave. Era ella, perdida la juventud, pero no la belleza. Era ella, rosa fragante todavía; pero rosa de la tarde…

La miré perderse entre el oleaje de la calle, como flor marchita que pronto va a deshojarse, sin un rayo de sol moribundo que le brinde el último beso.

Enrique Hernández Miyares


"Se me acaba de volcar el tintero, y he vuelto a llenarlo de tinta hasta el tope; como cuando el cerebro descansa por sueño profundo y de pronto el despertar lo llena de ideas. La tinta es siempre un pensamiento inédito, como los que aún no hemos resuelto en palabras. Yo he dejado de decir muchas cosas que se me han ocurrido, así como tantas otras cosas deja cada cual en el tintero.
En días de amargura, he comprendido por qué huyo tanto de mi desordenada mesa de escritor; la tinta me da miedo porque viste de luto... No os riáis. Sé la historia y os la voy a contar.
Un erudito, al que imitaron luego muchos otros, se pasó la sedentaria, larga vida, entre libracos y manuscritos, que estudiaba y descifraba, acaparando ciencia y sabiduría.
El sabio pudo, gracias a los libros, lucir sus facultades de orador, desde la tribuna que el pueblo rodeaba.
El sabio fue el maestro de una gran generación entera, a la que comunicó la esencia de su alma, beatificada por la razón, y su ciencia recogida en las bibliotecas.
El sabio llegó a viejo, entre la consideración y el aplauso de sus conciudadanos, entre la admiración de los que no lo eran.
Cuando el sabio comprendió que se le acercaba la hora postrera, se dispuso a escribir sus obras de filosofía, sus digresiones científicas, la historia de la humanidad y su autobiografía.
Y por último escribió su testamento. Su biblioteca, al pueblo; su poltrona, a un inválido; sus colecciones, al museo; y el tintero a nadie."

Enrique Hernández-Miyares
El tintero y la tinta











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