Claro de niebla

Estoy desnudo en mi ciudad de barro
con un mensaje azul entre las manos.
Llevo un cuchillo frío de cemento
como clavado en mi perfil de sueño.
Una luna de aceite se arrodilla
en el farol amargo de la esquina.
Sin embargo, mis alas imperfectas
desatan la distancia de una estrella.
Me reclama a lo lejos la escondida,
la subterranea paz de la semilla.
Y para uncir mi espera esperanzada,
sólo me falta un nombre de muchacha.
Cuando pronuncie la palabra pura
será el tiempo redondo de las frutas.
Vendrá desde las márgenes del sueño
enarbolando un corazón de enero.
Una mirada, una sonrisa, un gesto,
los puntos cardinales de mi cielo.
Se alargarán sus dedos sensitivos
en superada vocación de lirios.
Tendrá una rosa que no tuvo nadie
en el rosal viajero de mi sangre.

Enrique Vidal Molina


Elegía de la rosa

Buscad el equilibrio, el centro mismo,
la simetría de color y aroma
en la balanza justa de la forma.
Sí; buscad el perfil de la dulzura
y habréis nombrado sin querer la rosa.
Antes que nada y antes que lo bello
era la rosa una verdad abierta
—plenitud absoluta de lo puro—,
y su actitud fragante y distraída
el desnudo rubor de la belleza.
Pasaba por la vida como un ala
sin perturbar su nimbo de silencio,
con la mudez absorta de lo bello
que desdeña el metal de la palabra.
Porque la rosa canta silenciosa
su perfección efímera y durable,
su movida armonía que enamora.
Era un mirlo de olor sobre los días
bajo la cruz de su hermosura breve
y sin embargo, de color y aroma,
de inexplicable y dulce geometría
se desbordaba, demasiado abierta.
Aquello que guardamos inviolado
en el vergel del sueño sin medida;
el conmovido tiempo verdadero
que justifica nuestra vida plena,
tiene ese nombre: Rosa silenciosa.
Lo que perdimos, lo que no ganamos,
el dolor, su guerrera lejanía,
lloran el norte puro de la rosa.

Enrique Vidal Molina
(Selección del libro «Ciudadano en gris», 1952)


Naftalina

Es el aire de abril y una paloma
tras los vidriados ojos del olvido.
Llueve en el corazón. Va la nostalgia
evaporando flores amarillas.
No he podido explicar, pero comprendo
esa dulzura de la voz sin rostro
y percibo el perfil desdibujado
sobre la herida lenta de mi tarde.
Veo mi corazón un día lejano,
uncido a la cometa de la infancia
cabalgar por el cielo del verano.
Y entre otras cosas primordiales, veo
la adolescencia, verde transitorio,
derramando en la calle del asombro
su aroma de jazmín recién cortado.
Se recrea mi sangre en la sal pura
de un viaje azul que sueño verdadero,
y una pequeña mano estremecida
pulsa su adiós más blanco en la ribera.
Es en verdad un viaje. Un largo viaje
que me impregnó la boca de ese duro
y agrio sabor de todos los regresos.
Sí. Retornar a ayer. Sentirse extraño
entre una fronda de palabras muertas.
Era el aire de abril. Tú una paloma,
yo un ansia vertical hecha latido,
con los labios maduros de la espera.
Y tenían tus besos la medida
de mi sed inicial nunca saciada,
y tu ternura viva poseía
el color y la forma de mi anhelo.
¿Te acuerdas, corazón de golondrina?
Para mi absorta selva de preguntas
sólo me diste una respuesta blanca.
Una sola palabra fugitiva
transmutó la delicia de ser niño
en el duro milagro de ser hombre.
Ahora exhumo las cosas esenciales
de ese tiempo sin tiempo que vivimos,
de esa tarde apagada en los espejos
y que sólo nosotros recordamos.
Nostalgia: Generosa naftalina
para un aire de abril y una paloma.

Enrique Vidal Molina


Responso del último asombro

En en lejano litoral de espumas
donde el agua salmodie su silencio,
levantad de palomas y jazmines
un túmulo al sombro.
Era bello. Era inútil pero bello
su siempre descubrir lo descubierto,
su penetrar los seres y las cosas
con los ojos intactos, sin memoria.
Era nombrarlo todo y aun nombrarse:
Una flor, una piedra y una mano;
una rama de muérdago, una estrella,
y el estupor de ver lo que miramos.
Descifrar su mensaje y su misterio
en la pura frontera del milagro,
remontar la corriente de la sangre
y sorprender el hombre que llevamos.
¿Dónde está la misión, dónde el sentido
del tiempo, demorado en su premura?
Vamos dejando atrás tanta dulzura
sin desandar el paso apresurado.
¡Qué natural es todo y de qué modo
aceptamos el último secreto!
¡Qué dura ciencia tanta certidumbre!
Ganar la flor, primero que el aroma.
¡Ya no hay nadie que diga sus verdades!
Nadie tuerce su calle. ¡Cómo duele
contemplar cara a cara una azucena!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
En un lejano litoral de espumas
donde el agua salmodie su silencio,
¡levantad de palomas y jazmines
un túmulo al asombro!

Enrique Vidal Molina











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