El poema eterno

Se abre la Luna en el confín lejano
como una rosa blanca. Los rosales
riman sus amorosos madrigales
junto a las tapias del jardín cercano.

La Luna es novia en el azul dormida:
su luz de plata, en el jardín, alfombra;
crecen en el sopor de la avenida
los dedos alargados de la sombra.

Enarca un gato el lomo en el alero
de un tejado vecino. Sus florones
el girasol bajo la Luna invierte;

y quiebra sus blancuras un lucero
sobre el viejo color de los frontones
dormidos en la calma de la muerte.

Francisco Lles Berdayes


En la aldea

Los tordos han cantado en la espesura:
se funde en la quietud de la pradera
un manzano, borbota, en la ribera
del bosque, un agua cristalina y pura.

Enfloran los castaños en la altura
del coto vecinal. La carretera
como cinta de nieve, reverbera
en medio del verdor de la llanura.

El campanario secular adquiere,
bajo su capa de tupida hiedra,
un dejo de tenaz melancolía;

y en la paz del crepúsculo que muere
cierra sus ojos de hormigón y piedra
cansados de observar la lejanía.

Francisco Lles Berdayes












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