A una vendedora de jazmines

Vendedora de jazmines,
dame tu mejor guirnalda,
para ceñirla algún día,
en las sienes de mi patria.

Dame, mujer de Tetuán,
la de más fina fragancia,
que huela a tierra y a río
y a dulce noche africana.

Que tenga voces de guzlas,
puesto que las flores cantan.

¡Alma que no sabe oírlas
es triste y desventurada!

Mujer de rostro moreno
como la tierra sagrada,
mujer de manos de trigo
y voz de lluvia lejana:
dame tu mejor cenefa,
dame tu mejor guirnalda,
que allá, detrás de los mares,
mujer muy bella me aguarda.

Tiene la voz argentina,
tiene las carnes de plata,
es argentina su boca,
porque Argentina se llama.

¡Ay mora, si tú la vieras,
sabrías por qué se ama,
sabrías por qué se reza,
sabrías por qué se canta,
sabrías por qué se llora,
de pena y desesperanza!

Dame jazmines para ella,
dulce mujer africana,
no temas que los marchiten
los días y las distancias.

¡Para que lozanos lleguen
tengo suspiros y lágrimas!

Alfredo R. Bufano



Creciente

Lento bajaba el río como siempre,
entre sauces, arabias y jarillas.

La tarde estaba quieta en las montañas,
azul y quieta, como adormecida.

Mas poco a poco, grandes nubes negras
de las cumbres, fantásticas, surgían,
se abalanzaban por el cielo claro
como una loca y trágica tropilla;
y sobre el monte cárdeno y los árboles
torva zalea entretejiendo iban.

Rompió el trueno montés su gran matraca
contra la cordillera anochecida;
y el relámpago abrió su rosa inmensa,
roja, morada, verde y amarilla.
Rompió a llover. Rompió a llover en forma
que el cielo con la tierra se perdía.

El sonoro Diamante fue ccreciendo
y al rato era una sierpe enloquecida
que iba hinchando su lomo tenebroso
hasta romper bramando las orillas.

Sobre las turbias, poderosas aguas,
como si fueran deleznables briznas,
boyaban algarrobos y chañares,
matas de jumes, zampas, altamisas,
y cuanto halló al pasar la inmensa boa
que de la cumbre al llano se extendía.

Pasó el instante de terror. Ahora
como una agreste y dulce margarita,
sobre el cuadro cerril recién pintado
la clara estrella de la tarde brilla.

Alfredo R. Bufano


Divino amor

Amor es este que por ti me abrasa;
amor es este que hacia ti me impele;
amor es este que de amor se duele
en amado dolor que nunca pasa.

Amor es este que se da sin tasa
como nunca en la vida darse suele;
amor que estoy temiendo que se vuele
porque sin él, la muerte fuera escasa.

Amor, y extraño amor este amor mío,
silencioso y profundo como un río
profundo, silencioso y caudaloso.

Amor que nada pide y nada espera
amor que es como un lago sin ribera
bajo un cielo piadoso.

Alfredo R. Bufano



El milagro

Por los viñedos venía
bañada en oro de siesta.
Por los viñedos venía
la tumultuosa morena.

Pulpa de aurora la boca,
¡para la sed, qué represa!
los ojos como dos llamas;
las mejillas dos frambuesas,
desnudos hasta los hombros
los brazos color de arena;
por las rodillas las faldas,
agresivas las caderas;
su tez gladiolo y jacinto,
y el pelo de madreselvas.

Por los viñedos venía
radiante en oro la siesta,
por los caminos dejaba
olor de fruta tras ella.

Salióle al paso Nahuel
con su agria cara de fiera.
Como reseco lagarto
pegado en la faz siniestra,
tiene una ancha cicatriz
desde la boca a la oreja.

Por lo viñedos venía,
manzana y sol, la morena.

Nahuel la siente llegar
cual viento de primavera,
tiemblan sus manos velludas,
sus belfos húmedos tiemblan,
y su ancha cara de tigre
se tuerce en lúbrica mueca.

Blanca se ha puesto la niña
como la leche de almendra.

Nahuel la ataja con furia,
la toma con manos férreas;
su áspera boca barbada
pone los labios en ella.

La voz se le fue a la moza
como una avecilla trémula.

Una paloma en el aire
de pronto revolotea;
trae un puñal en el pico
la milagrosa viajera.
El arma pone en la mano
dulce, dorada y pequeña.
En un abrazo profundo
la moza a Nahuel aprieta,
y por la espalda taurina
la hoja helada le entra.

Con negra sangre de lobo
se humedecieron las hierbas.

Alfredo R. Bufano



Elogio del fuego

Bienhaya el fuego familiar que trueca
en urna tibia la pequeña casa:
bienhaya la brillante y firme brasa
que huele aún a dulce rama seca.

Bienhaya el fuego que en la cumbre hirsuta
y en plena sombra desolada y fría,
da su calor al que lo enciende y guía
a los arrieros por la buena ruta.

Bienhaya la montés llama olorosa
que en los caminos la niñez levanta;
jovial porque el otoño en ellos canta
y quema su alma azul y temblorosa.

Y bienhaya también la brasa fina
que en el horno de adobe es la hechichera
por cuya magia la labor casera
transforma en oro lo que fuera harina.

Bienhaya el fuego milagroso y santo
que en mi alma vive en suave llama pura,
y que brilla en mis ojos y en mi canto
como un coyuyo entre la noche oscura.

Alfredo R. Bufano


Nací en Mendoza, la tierra
que me da savia y raíz;
no me arranquen de mis pagos
porque me voy a morir.

Alfredo R. Bufano



Patria

Patria es el valle y el ancho río,
la mies madura y la montaña enhiesta;
Patria es mi cielo azul y patria es esta
tierra labrada del terruño mío.
Patria es el ave y patria la floresta
en donde anida el caudaloso estío;
Patria es la piedra y el jaguar bravío,
y el sol que en nuestra pampa se recuesta.
Patria es el duraznero florecido;
yunque, arado, cincel y el brazo fuerte
por el rudo trabajo ennoblecido.
Patria es la luz que sobre el mundo vierte
nuestro amor al la tierra convertido
en recio talismán contra la muerte.

Alfredo R. Bufano


Pueblo

Acacias, guindos, álamos, nogales,
casas derruídas, calles cenicientas,
huertos añosos, desoladas ventas,
pardos y melancólicos tapiales.
Abren su flor de nieve los perales,
corren las limpias aguas soñolientas,
y en la quietud claustral, como aves lentas,
pasan mis grises horas provinciales.
Más soy feliz. Bajo el poniente rosa,
agua es mi alma, transparente y pura;
mi verso, suave esquila melodiosa.
y en el instante que en mi amor perdura,
mi sed se abreva en música olorosa,
en claro olvido y soledad segura.

Alfredo R. Bufano


Romance de la flor sin nombre

Una mañanita
al nacer el sol,
Judas Iscariote
al campo salió.
Por riscos y montes
sin cesar vagó,
por montes y riscos
buscando una flor:
la flor más querida
por Nuestro Señor.
Los pies le sangraban
grande era el dolor,
pero el triste Apóstol
buscando siguió
la flor que sabía
placía al Señor.
En hirsuta cumbre
por fin la encontró
y en sus ojos fieros
hubo un resplandor.
Con sus dedos toscos
la flor arrancó
y la puso cerca
de su corazón.
Por ásperas sendas
al pueblo tornó,
muerto de fatiga,
muerto de dolor,
con la florecita
para su Señor.
Al salir, apenas
despuntaba el sol,
y estrellas había
cuando regresó,
con la flor preciada
junto al corazón.
Al llegar al pueblo,
cuando al pueblo entró,
Judas Iscariote
era todo amor,
todo mansedumbre,
dulzura y candor
En su tienda estaba
dormido el Señor.
Judas Iscariote,
en muy baja voz,
Llamó a Magdalena
con vago temor.
Y díjole: -Magda,
hazme este favor:
dale a Jesucristo
esta linda flor
que he hallado en los montes
paseándome al sol.
¡Pero no le digas, Magda,
que así llegué yo:
muerto de cansancio,
de sed y dolor!
¡Dale, Magdalena,
la querida flor,
pero no le digas
que yo se la doy!
En su tienda estaba
dormido el Señor.
Magda entre los dedos
tenía la flor;
y afuera, en la noche,
con hondo temblor,
lloraba y lloraba
Judas de Carioth.

Alfredo R. Bufano















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