"Algunos poetas contemporáneos, buscadores de una realización poética superior, han polarizado su sensibilidad y su conciencia en un esfuerzo común hacia los milenarios procedimientos del Yoga (como T.S. Eliot, Romain Roland, Herman Hesse, Aldous Huxley y Henri Michaux)"

César Dávila Andrade


"Antes que metafísica, o teológica; gravitando sobre el tiempo y el escenario que nos toca vivir y durar, la obra de Kafka nos premodela las numerosísimas carencias y los mil obstáculos y abismos que nosotros mismos, con una sabiduría de alacranes y un fofo lujo de pavorreales, hemos dispuesto aquí, en el mundo de hoy, convirtiendo nuestra existencia en una larguísima tortura, auténticamente kafkeana. Recordémonos: Los sesudos desórdenes de la Estadística; los montículos y las barras de las aduanas; la invención polivalente de las indulgencias; la manía borreguil de los clubes y las cofradías; los besamanos; la sarna de las insignias y condecoraciones; los parentescos omnipotentes; la garrapata de las logias; la masonería hemofílica de las aristocracias; la guía turística de los darwinistas; los días hepáticos; las tiaras, las coronas, las cornamentas; la plusvalía insensata de la heráldica; la idolatría del racismo; las listas apócrifas de la predestinación; la estólida identificación con todo –lo que-no es– el-Ser (sic.). He aquí una breve letanía de los impedimentos del hombre actual."

César Dávila Andrade



"Así como hay objetos, utensillos, joyas o huesos cargados de este fluido, existen también cuadros, esculturas y poemas en los que parece haberse concretado este iris subterráneo, que no por pertenecer al mundo sumergido, es menos bello."

César Dávila Andrade


Canción espiritual del árbol derribado

No fue el ciclón con sus campanas desgarradas.
Fueron los hombres que viven a tu sombra.
Trajeron hachas finas por el aire.
Trajeron siete hachas por el aire.
Siete delgadas concubinas de odio.
Fue una tarde de ancho ocaso rojo.
Tenían los leñadores sal verde y afilada en las axilas.
Los golpes de las hachas corrían por el bosque
con pies planos y huecos.
Se volvían las ramas azules de sonido.
Hasta que cayó el árbol sobre el dulce costado
cual alto dios antiguo,
con un ruido plural de abejas verdes
y venas arrancadas.

Con aroma de pan y de azucenas se abrieron sus cimientos.
Pero quedó su alma: una fruta alargada y transparente,
sin agua, sin albúmina, sin tiempo.
Su alma de libres llamas corporales, con cintura de heno
y pálida camisa de avena.

Con un temblor de candelabros líquidos
entró en la inmensa desnudez del cielo.
Se hizo un gran silencio de manzanas vacías,
y de la orilla de todos los bosques
partieron a la música navíos,
y una hojarasca de aves invisibles.
El viento prolongó, al pasar, mi pulso,
y la materia ardiente de mis sienes.
El viento llenó el agua de cipreses y silencio.
El alto viento levantó del árbol la sustancia anillada de la música,
el peso de acuarela de los pájaros, las balas de coral de la madera.

Qué material tan puro el de sus yemas.
Qué cera tan sagrada la que entreabrió sus flores
en tenue sexo de inquietos alfileres.

¿No volveremos a ver manos azules
subiendo por el aire del otoño?
¿No veremos ya más su domingo encendido de cerillas
por los niños traslúcidos del día?
¿No veremos ya más esa muchacha ciega
que en puntillas buscaba una sortija de resina?

Deja que ponga bajo tu nuca blanca
esta almohada inquieta de peces de mi anhelo.

No has muerto. No eres hijo de odio ni de muerte.
Vives ahora en el piso más delgado de los cielos.

César Dávila Andrade


Carta de la ternura distante

Estoy solo. La niñez vuelve a veces
con sus blancos cuadernos de ternura.
Oigo entonces el ruido del molino
y siento el peso de los días caer desde la torre de la iglesia
con un sonido de aves de ceniza.
Pienso qué harás ahora frente al camino blanco
por el que cierto día pasó mi soledad.
¿En dónde estás? ¿Qué haces?
¿Bajas aún al pueblo los domingos?
¿Y a la feria de rosas de castilla?

Recuerdo: tenían tus pupilas color de té y de arenilla
y bullían en el fondo de tus ojos
esos mínimos puntos luminosos
con que escriben los músicos
las más azules y hondas melodías.

Cómo recuerdo tu cabello, hecho con las panojas del estío
y con la leve arborescencia fina
de la miel del topacio,
y de la crencha ardiente de la espiga.

Tenías creo ya sobre los senos
dorados terroncitos
y algo como el azul de la azucena...
Tenías creo ya sobre las sienes
la sagrada blancura de la nieve
y una hebra distante y tan delgada que moría en el cielo.
¿Tienes aún ese hoyo de nardo en la sonrisa?
¿Y ese nudo de rosas que te rodeaba los tobillos?

¿Por qué tu andar me ha parecido siempre
el temblor de un jilguero entre los mimbres?
¿Recuerdas esos barcos de papel cargados de semillas
que, a veces, pusimos en el río?

Llevaban como en éxtasis nuestras más dulces lilas.
Todas han muerto en soledad y en frío.

¿Y el pan que abrimos juntos con los dientes?
Salió de él como un ángel su perfume.
Aquí hay pan abundante, pero no tiene aroma
y la ternura esconde como un niño las manos.
Qué extraño es todo lo que me rodea!
Volveré algún día.
El maestro de capilla de la aldea
tocará para los dos aquella música
que tiende sobre un río siete puentes de rosas.

Y por ahora basta. Volveré algún día.
Afuera son las nueve de la noche.
Se esconden poco a poco mis palabras...

César Dávila Andrade



"... en el fondo, aquellos que han alcanzado los niveles de la percepción sumergida, no juegan con literatura, sino con vida, con vida elemental, tumultosa, sedienta de formas que colmar."

César Dávila Andrade



En qué lugar

Quiero que me digas; de cualquier
modo debes decirme,
indicarme. Seguiré tu dedo, o
la piedra que lances
haciendo llamear, en ángulo, tu codo.

Allá, detrás de los hornos de quemar cal,
o más allá aún,
tras las zanjas en donde
se acumulan las coronas alquímicas de Urano
y el aire chilla, como jengibre,
debe de estar Aquello.

Tienes que indicarme el lugar
antes de que este día se coagule.

Aquello debe tener el eco
envuelto en sí mismo,
como una piedra dentro de un durazno.

Tienes que indicarme, tú,
que reposas más allá de la Fe
y de la Matemática.

¿Podré seguirlo en el ruido que pasa
y se detiene
súbitamente
en la oreja de papel?

¿Está, acaso, en ese sitio de tinieblas,
bajo las camas,
en donde se reúnen
todos los zapatos de este mundo?

César Dávila Andrade



Encuentros

Nuestros encuentros no tienen mundo.
     Se hacen
de pensamiento a pensamiento
     en el éter
o en la vivacidad de los sepulcros,
a mil insectos por centímetro.

Nuestros encuentros se sirven
de microorganismos
y partículas de cobre.

Podemos esperar mil años, y aún más.
Nuestros encuentros se realizan en el Iodo
o entre el rumor de herraduras y lienzos
que precede
a las grandes migraciones:

Nuestros encuentros se hacen
en el ser instantáneo
que pasta y muere,
-como pastor y bestia-
entre surcos y siglos paralelos.

Nuestros encuentros no tienen
número ni punto.

César Dávila Andrade



Esferoidal

Antes de llegar a ser y antes de llegar
a hogar alguno,
su alma, con un dedo sobre los labios,
y todo él en blanco,
como la noción del invierno
que desborda las capas de nieve.
Su larga espera de puente sin río, y
tan de sí mismo que,
de serle posible, naciera sin cuerpo,
de la unión solitaria de dos faltas.
Así,
él o yo, da lo mismo que Tú,
y todos escuchamos ese lirio mecánico
que respira debajo del navío.
Después de un banquete tan agudo,
todos los mármoles ruedan desenredándose,
y un millón de nosotros,
fumando juntos en el gran inconsciente subterráneo.
Porque absorbidos en la flor compuesta,
te comemos un poco, dios mío, y otro poco
te exhalamos hacia las Hecatombes.

César Dávila Andrade



Espacio, me has vencido

Espacio, me has vencido. Ya sufro tu distancia.
Tu cercanía pesa sobre mi corazón.       
Me abres el vago cofre de los astros perdidos
y hallo en ellos el nombre de todo lo que amé.
Espacio, me has vencido. Tus torrentes oscuros
brillan al ser abiertos por la profundidad,           
y mientras se desfloran tus capas ilusorias
conozco que estás hecho de futuro sin fin.
Amo tu infinita soledad simultánea,      
tu presencia invisible que huye su propio límite,
tu memoria en esferas de gaseosa constancia,
tu vacío colmado por la ausencia de Dios.

Ahora voy hacia ti, sin mi cadáver.
Llevo mi origen de profunda altura        
bajo el que, extraño, padeció mi cuerpo.
Dejo en el fondo de los bellos días        
mis sienes con sus rosas de delirio,
mi lengua de escorpiones sumergidos,
mis ojos hechos para ver la nada.           
Dejo la puerta en que vivió mi ausencia,
mi voz perdida en un abril de estrellas
y una hoja de amor, sobre mi mesa.     

Espacio, me has vencido. Muero en tu eterna vida.
En ti mato mi alma para vivir en todos. 
Olvidaré la prisa en tu veloz firmeza      
y el olvido, en tu abismo que unifica las cosas.

Adiós claras estatuas de blancos ojos tristes.
Navíos en que el cielo, su alto azul infinito
volcaba dulcemente como sobre azucenas.
Adiós canción antigua en la aldea de junio,
tardes en las que todos, con los ojos cerrados
viajaban silenciosos hacia un país de incienso.
Adiós, Luis Van Beethoven, pecho despedazado
por las anclas del fuego de la música eterna.
Muchachas, las mi amigas. Muchachas extranjeras.
Dulces niñas de Francia. Tiernas mujeres de ámbar.
Os dejo. La distancia me entreabre sus cristales.
Desde el fondo de mi alma me llama una carreta
que baja hasta la sombra de mi memoria en calma.
Allí quedará ella con sus frutos extraños             
para que un niño ciego pueda encontrar mis pasos...

Espacio, me has vencido. Muero en tu inmensa vida.
En ti muere mi canto, para que en todos cante.
Espacio, me has vencido...

César Dávila Andrade





"Esta devoción, entonces, se torna una especie de sacramento vivo, y se dirige más bien a conocer las obras de los demás, a extraer de ellas la razón de la vida y el fantasma cósmico que las poseyó en el acto de la ejecución."

César Dávila Andrade
La fiebre de la señora Traba



Infancia muerta

Aquellas alas, dentro de aquellos días.
Aquel futuro en que cumplí el Estío.
Aquel pretérito en que seré un niño.

Desierto, tú quemaste la quilla de mi cuna
y detuviste a mi Angel en su Agraz.

La madre era ascendida al plenilunio encinta,
y en un suceso cóncavo
trasladaba sus hijos a sus nombres
y los dejaba solos,
atados a los postes de los campos.

Arrimada a su paño de llorar,
venía la Nodriza,
tan humilde
que no tenía derredor ni Dios.
Yo le besé en la piel los labios más profundos
de su cuerpo,
y desperté en el fondo de su vientre
al Niño sucesivo que no muere.

César Dávila Andrade



La casa abandonada

(Entré al atardecer, con sol perdido)

El patio lloraba una estatua vacía.
Profundos caballos de polvo viajaban
hacia los lugares más vagos del moho.

Un hoyo remoto pasaba a la nada.

El vacío entraba con sus muchedumbres
y con sus inmensas campanas ya mudas.

Oí un paso dado en otra centuria
y vi en una cisterna el muñón de mi alma.

Un viento blanquísimo dormía doblado
en un seco lienzo de aves olvidadas.

Un reloj yacía en ácidos profundos
y el peso de un pájaro recorría el muro.

Una niña muerta soñaba en un cuento
dicho desde una alta ventana de niebla.

Hacia atrás viajaba un abecedario,
los días antiguos eran los primeros

por una pequeña compuerta de naipes...

(En un muro blanco, hallé esta leyenda:
«El 7 de marzo murió María Eugenia» ).

Arriba en la tarde flotaban obispos
con lámparas llenas de azufre y de trigo.
Arriba en la tarde,

y no era yo mismo el que había vuelto.
Era un extranjero al que a veces lloro
y en el que ya he muerto...

César Dávila Andrade


"La magia, aún colindando con la superstición y la impostura, las rebasa victoriosamente, porque en los más hondos senos del alma humana alienta su virtud operativa. En su inocencia, se hace visible aún a través de las mallas de los embusteros. Es mucho más que un mecanismo de la irremediable duplicidad del género humano, y aunque se la encuentre articulada “en una serie de asociaciones de ideas, razonamientos analógicos, o aplicaciones falsas del principio de causalidad”, es anterior a esos tipos de pensamiento."

César Dávila Andrade



"Le habían regalado una especie de blusón de lana áspera que le ceñía como un verdadero pelaje; y unos pantalones de adulto, enormes, que se le abullonaban en el trasero, e iban a enroncársele estrechamente en los tobillos por medio de unas cuerdas.
El zapatero le acarició la cabecita y le indicó una especie de zurrón rojizo y rezumante. Era una piel recién sacada del noque del curtidor. Se inclinó, sonriendo siempre, y sin esfuerzo aferró la pieza y se la tiró a las espaldas. Sin decir palabra, encorvado y ligero, echó a andar, gustosísimo, delante del zapatero.
Con su paso corto y saltarín y sus pies menudos, casi redondos, remedaba la marcha característica de los perros camino del hogar, después de un paseo callejero.
Durante el trayecto volvió repetidas veces las cabeza medio tronchada bajo el húmedo fardo y saludó con la mirada sonriente al zapatero; le pedía su aquiescencia; deseaba congraciarse a toda costa y, de no ir cargado, seguramente hubiera intentado una cabriola de gratuita alegría.
Poco antes de llegar al taller, apareció por una esquina un viejo militar en retiro, armado de siniestros bigotes y de un bastón que blandía con chocante petulancia. El pequeño le vio y se detuvo al instante. En sus rodillas, circuló vivísimamente un frío ancestral. Viró en redondo y corrió a ampararse detrás del remendón.
-¡Usted, delante, patrón... yo, nada! -suplicó.
El de la lezna, sin comprender el justo terror del pequeño, volvióse admirado:
-hombre, ¿qué te pasa? Camina...
No contestó. Miraba al viejo militar retirado con el bastón, que en ese mismo instante cruzaba ya la calle y se perdía por la esquina opuesta.
-Ya se fue, patrón... ¡Yo, nada! -gruñó, sacudiéndose de alegría victoriosa, y sorteando el cuerpo del zapatero, corrió a ocupar la delantera, no sin mirar cautelosamente la bocacalle por la que había desaparecido el bastón con su militar retirado."

César Dávila Andrade
El recién llegado


"No existen en Indoamérica pueblos limítrofes, sino comunidades de hermanos. No existe la colaboración, sino la compasión (no en el sentido casi peyorativo de cierto sentimentalismo religioso); sino compasión como comunión en el fuego, en el fervor vital, en el amor al Universo. Coparticipación activa, militante, edificante en la ignición de la vida, en el constante incendio de los abismos universales, cósmicos."

César Dávila Andrade



“Nunca estamos verdaderamente solos si vivimos dentro de un mismo corazón.”

César Dávila Andrade



Poema número uno

Ahora sí. Tú puedes ya mirarme.

Soy compañero de los ofendidos;
de las almas oscuras que transitan
la profunda llanura de la noche,
amando tristemente los abismos
y las jaurías cárdenas del vino.

Ahora sí. Tú puedes ya mirarme. ..

Padezco el peso puro de la tierra
sobre mi corazón buscador de ángeles,
sobre mi alma hechizada por el río
azul e inmóvil que atraviesa el cielo
con invisibles olas siderales
y con mil barcas de humo pensativo.

Una vez quise abrir tu paraíso
con una aguja débil de rocío.

Hoy amo el cielo humano de la arcilla
poblado de fantasmas que tiritan.

Amo la soledad, la sed, el frío,
la carne vestidora de incurables,
el pecado y su fina risa de ámbar.

Sí: ya puedes mirarme.

Enterré ya los mármoles que amaba.
Duermen en él los ángeles helados
en ocultos tropeles ateridos.

Ya sé odiar berilos y zafiros,
-parásitos brillantes de la roca-.

No deseo admirar tus vestiduras
salpicadas de signos y asteroides.

Amo la desnudez de los caminos.

Sí: ya puedes mirarme.

Por la llanura de la noche cruza
una pequeña luz que cabecea;
ella es mi pecho roto en el que tiembla
la fiebre inextinguible.

Ya puedes tú mirarla;
tú que vives arriba
y que tal vez no eres inconmovible.

César Dávila Andrade



 Profesión de fe

No hay angustia mayor que la de luchar envuelto
en la tela que rodea
la pequeña casa del poeta durante la tormenta.
Además,
están ahí las moscas,
veloces en su ociosidad,
buscando la sabor adulterina
y dale y dale vueltas
frente a las aberturas del rostro más entregado
a su verdadera cualidad.
El forcejeo con la tela obstructiva
se repliega en las cuevas comunicantes del corazón
o dentro de la glándula de veneno del entrecejo
cuyos tabiques son
verticales al Fuego
y horizontales al Éter.
Y la poesía, el dolor más antiguo de la Tierra,
bebe en los huecos del costado de San Sebastián
el sol vasomotor
abierto por las flechas.
Pero la voluntad del poema embiste
aquí
y
allá
la Tela
y elige, a oscuras aún, los objetos sonoros,
las riñas de alas,
los abalorios que pululan en la boca del cántaro.
Pero la tela se encoje y ninguna práctica
es capaz de renovar
la agonía creadora del delfín.
El pez sólo puede salvarse en el relámpago.

César Dávila Andrade


Tiempo imperceptible

Hasta cuándo, Noviembre, buscas
en los días
aquello que se da en el agua,
sin que a nadie humedezca dentro
ni se releje fuera.

Aquello que permanece
cuando, después de la evaporación,
manos ya sólo en venas
sustituyen el tacto de ultramundo.

Tú has visto cómo
aquella hoja de álamo, al caer,
disminuía tanto sus asas de madera
que sólo era posible llorar
de pensamiento a pensamiento
ante la aparición de las fogatas.

A través de los días, oh Noviembre,
permanece en acecho
la Perra
que hará reverdecer todas las puertas.

César Dávila Andrade




Variaciones del anhelo infinito

Si alguna azul mañana de febrero,
tras una larga noche de tormenta,
encontraran tus manos
el cadáver de un ángel en el campo. ..

Si alguna vez, hacia la media noche,
con tu sagrado sexo en las tinieblas,
te me acercaras tanto,
que pudiera oír cómo cae de tus labios
una dulce minúscula sin letra...

Si alguna vez, después de haber leído
una carta de amor, fueras descalza
hasta el río que amaste cuando niña
y escucharas el tránsito de mi alma...

Si alguna vez variaras sin motivo
la dirección delgada de tus trenzas
y te sintieras una joven nueva
con una diadema de gavillas y heno...

Si alguna vez tus manos se elevaran
tanto hacia el aire que no fueran materia
sino un deseo de sentir el alma
celeste y silenciosa de las cosas...

Si algún día tu voz (la que conozco),
atravesara sola esas praderas,
encontrara una fuente silenciosa
y le enseñara a pronunciar tu nombre...

Y, si pasaran siglos, muchos siglos,
y nosotros no fuéramos los mismos
después de tanto sueño en otras vidas;
si, entonces, te encontrara de repente
en una ciudad que todavía no existe
y lograra acercarme y estrecharte
con este amor que ahora no es posible...

César Dávila Andrade


"Veo frente al gran volumen impenetrable, un pastel congratulatorio, amasado de vísceras, uñas, ensueños, nebulosas, diptongos y estrellas viscosas. Todo aglutinado por el polvo de los Continentes y el gesticulante fosfato de las pesadillas. Alguien pone seis candelas diabólicas o seis fuegos fatuos, o seis rosas de grisú. Conmemorativas y misteriosas. Alguien coloca un candelabro de seis brazos —manco y ciego del séptimo— y lo apaga con un soplo de trasmundo. He aquí un célebre cumpleaños."

César Dávila Andrade
Sobre el Ulises de James Joyce


"Viaje, Ventana y Soledad —esa soledad que hace suspirar las estatuas—, afinaron sus instrumentos perceptivos. Conocía la lentitud de las nubes por el tacto; la porosidad de los aromas y el color; las huellas digitales de Dios en los microgramas; “la calderilla de hojas” que el viento lleva a rastras; la manera de trinar del agua, por la burbuja; la unidad estatuaria de la blancura que, revoloteando, pretenden las palomas reunir."

César Dávila Andrade


“Yo no soy un poeta, soy un albañil.”

César Dávila Andrade




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