Aquellos ojos
 
Eran aquellos ojos, inmensos y rasgados.
Los conocí hace tiempo, siempre puros e iguales,
quietos, como el ensueño de los claustros sellados.
En las horas de éxtasis vibraban musicales
al igual de esos pozos frescos, de aguas cantantes.
Jamás los vi cerrados. Fijos en los caminos
contemplaban, absortos, el ir de los viandantes
con la ignota indulgencia de los rostros divinos.

Solía verlos, ya tarde, bajo un rayo postrero;
y cuando me miraban, mi alma ardiente y gozosa
se sustraía al frágil tiempo perecedero.
Pero han pasado lustros. La rueca silenciosa
sobre mi adolescencia devanó su telar.
Los antiguos ensueños de mi alcázar interno,
como las naves nómadas que buscan cielo y mar,
se han perdido, uno a uno, rumbo al azul eterno.
Como las naves nómadas, bogan, lejos, remotos...
Sólo del fondo ambiguo de los tiempos vividos
siguen, siempre, mirándome esos ojos devotos
quietos, como la vida de los claustros dormidos!

Andrés Héctor Lerena Acevedo


El reloj de sol

En el sereno parque vela el viejo cuadrante.
Todo es quietud en torno. La libélula errante,
la abeja de áureos élitros, la oruga y el gusano,
como bajo el influjo de un señorío arcano
extáticos se arroban ante su potestad.
El cuenta el Tiempo eterno, sin límite ni edad,
en un rincón perdido, solitario y fragante.
¡Y qué limpias las horas que recoge el cuadrante!
Como es más pura el agua, que en el mismo regajo,
se abrevan los labriegos, en mitad del trabajo,
así es más puro el tiempo que en devoto mutismo,
todo candor y paz, viene del cielo mismo.
El aire, tiene un leve misticismo de incienso;
el sol pródigo y bueno, en el azul inmenso
se desplaza inmutable; y las horas aladas,
descienden del cénit, como alondras doradas,
a posarse, en silencio, sobre el reloj luciente.
A veces, ni el rumor del follaje se siente,
y hay pausas prolongadas en el parque callado...
Cerca del noble jaspe del reloj asoleado,
en un derruido banco señorial, un anciano
del otro siglo, sueña, bajo el sol meridiano,
en quién sabe qué historias de su existencia moza.
Sobre el lejano prado magnifica se esboza
entre un enjambre de oro la casa solariega;
en las remotas granjas la cigarra despliega
su invisible abanico, templado y sonoroso.
Tal vez, de cuando en cuando, se oiga el eco mimoso
de los niños que juegan en el patio distante;
y mudo, entre una atmósfera luminosa y sedante,
como si la emoción anudara su voz,
vela el reloj de sol que es el reloj de Dios!

Andrés Héctor Lerena Acevedo



Idilio místico

¡Oh las místicas tardes en que sueño a tu lado,
cuando tus manos trémulas despiertan el teclado!
Y en la estancia impregnada de aromas ancestrales,
las notas se remontan, como aves otoñales,
buscando, en la penumbra, los abiertos vitrales.

En la paz de las horas liberta el viejo clave,
ideales ignorados, con su embrujada llave.
Nuestras almas herméticas transfunden sus tesoros,
sus olíbanos íntimos, sus seculares oros,
bajo el imperio extraño de loa ritmos sonoro".

Al levantarse aéreas las límpidas escalas
vuelan, también, los sueños cual si tuvieran alas.
Y, al igual de las viejas estampas medioevales,
en la página intacta de los vientos pradales,
diseña un ave errante nuestras dos iniciales.

Sobre el poniente exangüe, escueto en su abstinencia,
ora un ciprés en éxtasis, haciendo penitencia.
Trascienden tus ojeras a divinos manzanos...
Las primeras estrellas se posan en tus manos
que tienen el aroma de los siglos lejanos.

¡Oh las místicas tardes en que sueño a tu lado,
cuando tus manos trémulas despiertan el teclado,
y de la estancia llena de unciones ancestrales,
nuestras almas, unidas, cual palomas nupciales,
se van al cielo virgen que azula los vitrales!

Andrés Héctor Lerena Acevedo


Mar huraño

Muere el sol. Los pesqueros sobre sí se repliegan.
El mar vinoso y áspero yergue su crin bravía.
Y ellos, graves, indagan la móvil lejanía
del ponto levantisco... ¡Y las barcas no llegan!

Las cabañas desiertas en la playa aldeana
demacradas, se agrupan, como salvajes hordas.
... ¡Y pensar que zarparon con el sol en las bordas
cuando sus hebras de oro trenzaba la mañana!

Las redes del crepúsculo sobre el mar se despliegan
turbias y presagiosas... ¡Y las barcas no llegan!
Arisco, muge el viento con su broncínea voz.

Sobre el acantilado se recortan, sañudos,
los perfiles marinos, escrutadores, mudos.
Si volverán las barcas... Sólo lo sabe Dios!

Andrés Héctor Lerena Acevedo



Mar pagano

Llega un viento salobre. Leve arrebol
ruboriza las nubes, níveas y puras,
donde duermen las diosas de albas cinturas.
Como una lona náutica se anuncia el sol.

Las olas espumosas, veloz cuadriga,
se encabritan hinchando sus pechos de oro,
y hace chasquear el viento, frío y sonoro,
su látigo flexible como un auriga.

Resuenan estruendosas las olas hímnicas;
azules y festivas las aguas rítmicas
retozan bajo el ancho cielo amapola.

Y, luciente de espumas y de mariscos
Anfitrite, desnuda, sopla en los riscos,
con sus pulmones jóvenes, la caracola.

Andrés Héctor Lerena Acevedo



Río indígena 

En el río nativo que ondula somnoliento
navegan las balandras tras ignotas estelas
La paz del infinito se ha dormido en las velas
Dócil como un esclavo, está sumiso el viento 

Ellas surcan las aguas entre sombrosas quintas
donde crece el ahué y el naranjo morocho,
e inmóvil como un bronce, en la popa, un jarocho
resucita la fábula de las razas extintas 

Los jaguares auscultan el salvaje horizonte
Es tan hondo el silencio que se escucha en el monte
el temblor de los astros junto al ramaje umbrío 

Y antes que el alba cante por las indias colinas
empapadas de luna las balandras cetrinas
hienden, supersticiosas, la piel azul del río

Andrés Héctor Lerena Acevedo








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