"Al final de la calle, en el corredor de la larga casa con horcones amarillos, la señora Etelvina miraba acercarse a don Arsenio. Alzó una mano en actitud de saludo, y otra mano, saliendo de los balaustres de la ventana, le extendió un objeto rápido y brillante como una paloma en vuelo.
En la sala estaban dos de los hijos de Leocadio Mendieta. El mayor -cabeza de pájaro rapado, huesos de pórfido bajo el terroso tegumento- avanzó, escrutando a don Arsenio. El anciano, frotándose los párpados con la mano izquierda, extendió la derecha a doña Etelvina. Saludó después, raspando la brisa con el pañuelo en forma de almohadilla, al filudo varón enmarcado por la puerta.
La señora Etelvina reflejaba un pacífico terror escondido en sus facciones grasosas, entre los espejos y los muebles sorpresivos, con la timidez -un poco ausente, un poco desdichada- de la gallina que ha visto, sin oponerse pero sin alterar en lo más mínimo su cloqueo, que han enlucido su nidal. El viejo, en el instante de acercar el mecedor, aprovechó un silbo de sus pulmones para saludar al otro hijo -el mestizo silencioso, en camisa sin cuello, de bravos bigotes dividiendo un cráneo mineral- y se sentó suspirando. De la alcoba del enfermo llegó un breve susurro, que se confundió con los trinos y el jadeo de los almendros. Don Arsenio aspiró los familiares olores de sus mejunjes, revueltos con el olor a pintura nueva de los horcones y las puertas. Desde la pared, duro, con su ancho rostro de salteador isabelino emergiendo del cuello de la pajarita, lo miraba Leocadio Mendieta. Apreció el pomposo marco labrado y se sonrió levemente al descubrir unas rotundas pinceladas de carmín entre las cárcavas frontales."

Héctor Rojas Herazo
En noviembre llega el arzobispo



"¡Ay, amigo, 
 qué duro es cuajar alma!"

Héctor Rojas Herazo


El amigo 

De pronto me miró,
solitario el que más como ninguno.
Me miró con sus ojos y sus huesos
y sus desnudos pies entre zapatos.
No pude resistirlo (el hombre no soporta
lo que mira hasta el fondo).
A espaldas de él estaba el paraíso
con todos sus demonios y pucheros
y papá Dios haciendo sus globitos.
Y de este lado estaba la consola,
los muebles, los testigos de la sala.
Y el amigo sentado en su silleta.
Mirándome, sentado, respirando.

Héctor Rojas Herazo


El deseo

El deseo es vegetal
pide caminos
aire
quiere temblar en fruto
suspenderse
pide un cuerpo abonable
pide un labio
pide comer y ser comido
quiere
entrabarse y gemir con ramas duras.
Gime por ser
quiere temblar
sentirse
palparse desde dentro
saberse entre las cosas respirando.
Quiere el viento y el ala
quiere el día
quiere el follaje de su fuerza obscura
brillando entre la luz hoja por hoja.
Es vegetal por eso:
por su destino de tiniebla y cielo
porque rompe y emerge
porque sube
porque la muerte sufre con su anhelo.

Héctor Rojas Herazo


El extraño

Un día vendrán
todos aquellos que me amaron
para decir:
no nos reconocemos en tus gestos.
Otros vendrán cantando
a decir con dulzura:
sólo el tiempo ha podido
doblar su cabellera.
Pero vendrá el hermano
con un ángel y un niño:
mirarán simplemente mis ojos
y arderán en silencio.

Héctor Rojas Herazo


"El ser humano me ha parecido siempre demasiado patético,
demasiado desamparado. La poesía es, por ello, la urgencia del consuelo. En medio de tanto desamparo, sólo queda la honda compañía de la palabra."

Héctor Rojas Herazo


"En otra edad dichosa
mi palabra fue herida de terrestre amargura..."

Héctor Rojas Herazo


"Este es exactamente el límite.
Nadie dirá nada hermano mío,
estás entre las lámparas."

Héctor Rojas Herazo



“Este hombre está relleno, como un chorizo sentimental, de patios arruinados llenos de cachivaches podridos, de mugidos de mar, de luces perdidas, de papeles de alcaldía cuya tinta convierte la lluvia en lágrimas moradas…”

Héctor Rojas Herazo


Jaculatoria corporal

Dadme por siempre este aire terrenal,
esta tierra que piso con mi peso,
este sordo crujido,
este olfato temible,
esta frente curvada por el uso.
Todo esto quiero aquí,
donde me duela más,
donde me queme.
No me llamen de arriba ni de abajo.
De aquí quiero yo ser,
de este lugar que muerdo con mis ojos,
con este ser hambriento que me nutre.
Aquí quiero vivir aunque no pueda,
aunque me pongan cáscaras encima,
aunque me muestren siempre una casa llorando,
aunque me digan “¡vete”! con filos en la lengua y en
los ojos.

Aunque un ángel me llame
aquí quiero vivir.
Aquí, con mis dos piernas y mis muelas
para ser y morder, y mis venas girando diariamente.
Quiero el sol y las tapias
y los árboles verdes
y sus hojas flotando entre las torres.
Se está tan bien aquí, en esta habitación de las mejillas,
sintiéndose los labios y la frente,
palpándose por dentro,
siendo dueño y señor de mi saliva,
de mis golpes de sangre en la muñeca,
del rumor que me asciende de mis nervios de abajo,
de aquello que me nutre y que me dice:
está bien, sigue mirando,
sigue escuchando,
sigue gastando piel, dolor y regocijo,
sigue matando vacas para hacer tus zapatos.

Todo está bien para que sigas siendo,
siendo lo que te damos y deshaces,
siendo polvo de ti, de tus costillas,
polvo de tu camino y de tu vientre.

Héctor Rojas Herazo



La Casa entre los Robles

A un ruido vago, a una sorpresa en los armarios,
la casa era más nuestra, buscaba nuestro aliento
como el susto de un niño.
Por sobre los objetos era un tibio rumor, una espina, una
mano,
cruzando las alcobas y encendiendo su lumbre furtiva en los rincones.
El sonido de un hombre, el retrato, el reflejo del aire sobre el pozo
y el día con su firme venablo sobre el patio.
Más allá las campanas, el humo de los cerros
y en un dulce y liviano confín, entre la brisa,
el pájaro y el agua levemente cantando.
Todos allí presentes, hermano con hermana,
mi padre y la cosecha,
el vaho de las bestias y el rumor de los frutos.
Adentro, el sacrificio filial de la madera
sostenía la techumbre.
Una lluvia invisible mojaba nuestros pasos
de tiempo rumoroso, de fuerza, de autoridad y límite.
Pasaba el aire suavemente, buscaba sombras, voces que derramar,
respiraba en los lechos, dejaba entre los rostros su ceniza dorada.
Era entonces el día de hojas, de potente zumbido,
el día para el cántaro, la miel y la faena.
Como un don de reposo llegaba a nuestro cuerpo
la noche con su carga de remotas espigas.
Nuestro pan de anhelado resplandor,
nuestro asombro
y las lámparas derramando sus ángeles sin prisa en los espejos.
Como un hombre que anhelara su parte,
su sitio en nuestra mesa,
el viento dulcemente flotaba en los manteles.
La quietud de los muebles, las voces, los caminos,
eran todo el silencio de la noche en el mundo.
Llenando de inaudible presencia las paredes,
habitando las venas de pie frente a las cosas.
Buscaban nuestras manos un calor circundante
e indagaban los ojos otra piel impalpable.
Algo de Dios, entonces, llegaba a las ventanas
algo que hacía más honda la brisa entre los árboles.
Estampa de Año Nuevo
Miras el tiempo atrás, miras tu sangre,
tus derrotadas horas, tu sonido,
malhayando un tal vez y un no me importa.
Fundido con el mar, la muerte, el sueño,
purgas en lo que fuiste, quieres pena,
regresas al aroma de un miércoles, al sigilo
de tus desnudos pies en una alcoba.
Recordando un recuerdo, te preguntas
por lo que pudo ser y lo que ha sido.
Lo que eres, lo que tu sed y tu suplicio afirma.
Y encuentras tu carcomido sol, tu mismo luto,
tu misma piel ajada,
tu idéntica manera de verte en un espejo
con el tiempo lamiendo tus espaldas.
Pruebas la eternidad:
el ancho, el filo de un rencoroso diente.
Es entonces cuando te vuelves sin saber
y escuchas, cuando abrazas y ríes,
cuando dices con amable terror,
de labios para afuera o para adentro:
"Te felicito, amigo, te mereces
el año, la agonía que has ganado".
Y con tu voz sacudes la ceniza
que la muerte ha dejado en sus cabellos.

Héctor Rojas Herazo


Límite y resplandor

Algo me fue negado desde mi comienzo,
desde mi profundo conocimiento.
Y he velado dulcemente
sobre las espadas que segaron mi luz.
Con nocturno rostro me he alzado
a batallar en el esplendor de mis dormidas normas,
con el pavor de mi júbilo primero
y en otra sombra abatida he pronunciado mi nombre,
mi tremendo, mi orgánico nombre,
mi nombre de filo y de simiente
bajo el sueño de un ángel.
Mis apetitos totales he derramado
como un tributo de reconocimiento,
mi olfato y mi tacto como duros presentes.
Mis olvidados sacrificios he reunido,
mis anteriores fuerzas,
mi casto furor,
mi más antiguo y añorado fuego.
Y he aquí que todas mis potencias
no logran arribar al límite de lo perdido.
En otra edad dichosa
mi palabra fue herida de terrestre amargura.

Héctor Rojas Herazo


"Porque toda nuestra lucha es con el tiempo.
Lo demás es un astuto eufemismo. [...] Nos maduramos para la destrucción. En esto, únicamente en esto, consiste nuestra pasión, nuestra victoria y nuestro abatimiento."

Héctor Rojas Herazo



"Quien le ve su andar de pesista de circo o luchador que se dirige a un gumiiasu, no sabe que toda su fisiología no pasa de ser un mueble (...) Tuvo la voz gruesa y afirmativa de los animales que viven atemorizados. Temor a todo: a cortarse cuando se afeita" a engordar más de la cuenta; a tener que dormir alguna noche en una casa sola; al solo hecho de estar vivo; a ser arrollado por un automóvil, por la espalda, cuando va caminando por una acera. Sabemos también que, para él, un viaje en avión es mucho más catastrófico que un juicio final."

Héctor Rojas Herazo


Súplica de amor

Por mi voz endurecida como una vieja herida;
Por la luz que revela y destruye mi rostro;
Por el oleaje de una soledad más antigua que Dios;
Por mi atrás y adelante;
Por un ramo de abuelos que reunidos me pesan;
Por el difunto que duerme en mi costado izquierdo
Y por el perro que le lame los pómulos;
Por el aullido de mi madre
Cuando mojé sus muslos como un vómito oscuro;
Por mis ojos culpables de todo lo que existe;
Por la gozosa tortura de mi saliva
Cuando palpo la tierra digerida en mi sangre;
Por saber que me pudro.
Ámame.

Héctor Rojas Herazo


Verano

Me iré de mañana
y buscaré un color lila sobre el campo
y me detendré bajo un árbol grande
a contarme,
hasta lograr sumas musicales,
los diez dedos de mis manos.
Y miraré las hormigas royendo un zapato
mientras los saltamontes
fabrican, élitro por élitro,
el zumbido del día.

Héctor Rojas Herazo


Y he aquí que todas mis potencias
no logran arribar al límite de lo perdido.

Héctor Rojas Herazo









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