Ciudad de ceniza

Una ciudad es todas las ciudades.

Cruzas el mismo andén, las avenidas
iguales y lejanas, tan inhóspitas
como esos edificios que proyectan
su luz vítrea y opaca en el asfalto.

Una ciudad es sólo un sentimiento
de euforia o de catástrofe, un círculo
que es suma de otros círculos
igual de fantasmales.

Es un azar, una ciudad; un tramo
entre dos direcciones de ida y vuelta,
y un idéntico fin y un mismo origen.

Con la mirada hundida, el paso rápido,
recorres sin cesar las mismas calles
que desoladas cercan tu destino.

Álvaro Valverde


De un viajero

Quise volver de donde no se vuelve.

Si el viaje duró lo que dura una vida,
fue el destino culpable.
Nada hice que hoy me recuerde el pasado.

Una bruma extravía los mares que cruzara
y en el puerto se cubren las balizas de sal.
De las ciudades guardo la nostalgia del límite
y ningún barco lleva el nombre de mi reino.

Demoré la llegada sin saber que perdía
esa clave dudosa que dibujan los atlas.
Sólo sé que fue inútil.
Viviré de olvidarme.

Álvaro Valverde



Mecánica terrestre

Lo mismo que una imagen
recuerda a alguna análoga
y una sombra a la fresca
humedad de otra estancia
y un olor a una escena
cercana por remota
y esta ciudad a aquélla
habitable y distante,
así, cuando la tarde
se hace eterna y es julio
todo expresa una múltiple,
inasible presencia,
y el agua es más que el filtro
de lo que fluye y pasa
y la luz más que el velo
que ilumina las cosas
y el viento más que el nombre
de una oscura noticia.

Álvaro Valverde


Poema de amor

De verdad es ahora
cuando te reconozco.
Sólo a través del sueño
tus contornos son nítidos,
oigo clara tu voz,
recupero tus gestos
y tu lenta presencia
como el lento mecerse
de las aspas que giran
sobre nuestras cabezas.
Con la misma demora
con que tomas un baño
al final de la tarde.

Te conozco en la oscura razón
que sucede a la noche,
en la frágil frontera
de la luz, cuando el tiempo
es más real que nunca
o eso, acaso, parece.

A tu lado, aunque lejos,
tan en ti como ausente,
reconstruyo velado
tu otro rostro invisible,
el que en la edad dé forma
a la que en sueños eres.

Álvaro Valverde


Trenes en la noche

Imagina dos trenes,
rodando en la alta noche,
que se cruzan de golpe,
camino cada cual de su destino.

En cualquier parte,
en medio de un empalme en ningún sitio,
por vías oxidadas, los vagones,
de pronto, se detienen.

Miras por el cristal y allí,
en lo negro,
se ilumina una cara justo enfrente.

De momento has pensado que es la tuya
reflejando tu insomnio y tu cansancio.
Es una sensación. Dura un instante.

Te fijas con cuidado en la ventana
y el rostro que se enciende al otro lado
es, sin duda, de otro.
De una oscura mujer, para más señas.
Es hermosa, te dices, mientras miras
sus ojos en los tuyos duplicados.

La escena es momentánea.
Tras un ruido metálico
y muy seco, el movimiento
empieza a separaros para siempre.

Ninguno de los dos hacéis ya nada
que impida lo que es inevitable.

Con el ruido del tren y el traqueteo
supones que pensabais en lo mismo:
que fue un vano espejismo,
que fue un sueño.

Álvaro Valverde


Una antigua certeza

La flama de la siesta socava las paredes
y agota en su fulgor esa mirada
de lo que siendo escapa a la razón. Preguntas
si habrá de sucedernos la edad en que perviva
todo lo que merece la presencia:
el rosal inflamado, las aguas repetidas
en ese único río que vive para siempre,
la rueda de molino de apariencia inmutable
y la casa erigida sobre una red de arena.
Acaso la respuesta esté en el arco
y su umbral desgastado,
en esa enredadera sometida a la forma,
en el denso dolor de este manso silencio.
Anticipa la tarde una antigua certeza
de la que sólo es cómplice la sombra:
el ocaso será la nueva aurora.

Álvaro Valverde


Una oculta razón

Miro la hiedra que a mi puerta muestra
la verde lluvia sucesiva y ciega;
traspaso un nuevo umbral, piso sus losas,
me sé en otro recinto que conozco.
Entro, y en la costumbre de la luz mis ojos
penetran el silencio, en vano se preguntan.
Se saben de paso, se contentan
con su pálida atmósfera, se funden
con el olor que el tiempo ha reposado
en sus estancias húmedas.
Su oscuridad se puebla de palabras
repetidas al ritmo de la asfixia,
entre alacenas y humo.

Esta casa es ahora mi morada,
el territorio inhóspito que aloja
las aguas placentarias
donde el canto construye
su forma hacia lo hondo.
Donde torna la rosa subterránea
(que urge material, que hermosa emerge)
en lengua poderosa.
Me interno en los rincones que rodean el patio.
Conservan sus enseres
la apariencia observada por los viejos objetos:
la urna, el astrolabio, la máscara, el espejo.
De su interior destilan la tensión que no dicen.

Compone su armonía una vasta intemperie,
un interior que oculta un dios oscuro.
Me encuentro a gusto entre su accidental presencia
de gastadas imágenes, de inscripciones caducas.
Lo que supuse, ellos, desvaídos asertan.
La penumbra de las cosas que habito
es el dulce lugar donde halla el asombro
la alta luz del encuentro,
la velada noticia de su origen más claro.

El cristal ha adoptado una distancia equívoca.
Lo que fui, lo que he sido, no lo sabe mi mano
(que desconoce el pulso de mi centro,
que yerra al calcular mi edad perfecta).
La mano desconoce el atributo
de quien alza y perece, se levanta,
y es hueco su cimiento, y es de aire.
¿Es derrota silencio?
Acaso este horizonte conocido
en el recuerdo de la Habana Vieja
sea la salvación, la piedra, el sueño.
Acaso ya mi nada.

En el blanco, la huella
que recorre el pasado,
la niebla de febrero sobre el lago
y la velocidad ajena
con que los coches cruzan sus orillas.
Sobre el papel los claros de un bosque
a las afueras
de una ciudad que ignoro,
la vegetal sabiduría de la sombra,
el oquedal solícito.
En estas letras, tinta del fondo de la noche.
El espacio se torna fragmentario, difuso.
He recogido restos de un discurso arrasado,
de un canto ya abolido.

Me detengo en el vidrio
que mi hálito empaña.
Súbitamente sopla el sirocco de Roma
(hace tanto. ..), la tarde (via Gesú e María)
en que quiso la muerte
aventar sus cenizas.
(La palabra nada es hermosa, dijiste.)
No acepta la costumbre la sombra que tuvimos:
es pura argucia el tiempo.

La mirada se fija en las llamas azules.
Ya nublada, se vence.
Es inútil saber dónde me encuentro.
¿Son acaso estas aguas un fiel eco del Tíber?

Ha cesado la lluvia: La ciudad ahora altera
la visión de su herrumbre.

Álvaro Valverde






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