El sueño de la doncella

Por la ventana ha entrado un hombre muerto,
blanca la sien y en sombra desvelado,
mientras la luna –ciega– se ha ocultado
bajo las luces, más allá del huerto.

A la doncella toma en cuerpo abierto
y la corteja con su brazo helado.
Sueño del agua, sueño del amado
en este engaño del que todo es cierto.

El cielo entero goza y se estremece
cuando en amor disfruta que la bese.
Como una brisa queda deshojada.

Despunta el día. Ella se ha dormido.
Todo en su alcoba se ha desvanecido
menos la huella roja de una espada.

Ana María Vieira


La urraca

Sobre el viejo portón iluminado
negra la urraca se detiene y mira.
El litúrgico manto de su lira
va encegueciendo el árbol desnudado.

Caen sus ramas bajo el peso helado
hacia la nieve que en sus visos gira.
Las rojas chimeneas de la ira
por la húmeda casa se han marchado.

¿Quién vive allí? ¿La multitud errante?
Tan sólo habita un hombre solitario
que sueña en soledad por un instante.

Sobre el portón, envuelta en un sudario,
la urraca grita como negra amante
su muerte oscura que se muere a diario.

Ana María Vieira


Nocturno para un insecto

Cara y sello de oráculo fatal
pequeña candelilla destrozada
has vivido de sol hipnotizada
por destellos que fueron tu final.

Mísera insecta, áurico animal
transitando sin armas por la nada,
Desciendes en torrentes, desatada,
hacia pozos de sangre y de l.

En poético vuelo y sin prudencia
has caído en las trampas del artero.
Así todo poeta en su agonía

desde la tenue luz de tanta ausencia
-como Ícaro de nieve en el acero-
muere en trozos de sol y poesía.

Ana María Vieira


Piélago

Los vi hace mucho:
moradores sin nombre
de lares subterráneos.
Hoy los recuerdo
en la tregua del silencio:
poblábamos volcanes
gélidos, dolientes,
en valles sumergidos
donde la luz no alcanza
Solíamos jugar entonces
en las cuencas sin ojos del océano:
allí, donde éramos capaces de morir

Ana María Vieira


Temblor de agua pequeña

Fulgurantes cascadas
desgranan sus cristales
desde ánforas extrañas.
Inmóvil bajo el cielo,
recibo la inconstancia de la lluvia.
Sus finas hebras entretejen
el sudario de las piedras:
transitoria humedad que purifica.

De igual forma, el corazón
ha de bordar sobre sus llagas
-con acerados hilos-
tan infranqueable manto
que sólo el amor con sus espadas
penetre su rojo laberinto.

Sólo entonces podremos oír la lluvia y
contemplar, con ojos nuevos,
cómo el agua,
al caer
también se eleva.

Ana María Vieira




















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