"Amor, el bosque que recorro es ralo, de mansa luz, una fragmentada fosforescencia de hojas. Desde luego, podrías permanecer oculta en el bosque, o en él desaparecida, o tal vez haberte vuelto hierba, musgo, seta, rama, flor; en un zumbido de insectos me gusta inventar tu voz, y hacerte cabellos de la hierba, y el tronco que toco es tu cuerpo. Me abro camino lentamente, dilatando y prolongando mi presencia en un lugar que, con insensato juego de la mente, me es caro pensar que eres tú, tú misma, nada más que delirio. No persigo, no apunto hacia dianas; pues, al contrario, avanzo con lentitud, y calibro la obstinación, la mansedumbre, la concentración, la ingeniosidad de mi amarte. ¿Te imitas a ti misma, me sigues y custodias como selva? ¿Hay algunas lagunas en tu desamor que te consienten metamorfosis, un demacrado sufrimiento, menos que aflicción? Esta deformidad, o decadencia de la mente, a la que no oso renunciar, me consiente el profesar una extrema devoción, y pese a todo sumisa, densa de ritos, gestos, estereotipos, letanías, delirios, oscuridad, iluminación. Ignoro si hay en ti pena o mal; o simulación solamente si no éste hallarte tú en el centro, imagen exhaustiva mía y del mundo, delicada languidez, enfermedad. Que existas o no, no puede eximirte de observarme, cauta, fría, con pasión, con predilección, esperanza, agotamiento y hastío. No negaremos que esta jamás historia de amarnos, perseguirnos, negarnos, no pudiendo en modo alguno conseguirnos, es cuita, tormento, postración. Mido hoja, rama, bellota, destinatario de locura amorosa; no hay en este bosque forma que no descubra, súbitamente, que es perseguida y perseguidora, saeta y cierva, lenta mira y presuroso respingo animal. En este bosque de amor tu ausencia ecuánimemente distribuida desata el furor, la postrada devoción, el llanto."

Giorgio Manganelli
Amore


"El animal lirio no es, exactamente, un animal; es más bien apacible, e incluso blando; el animal lirio no corre, sino que, para ser precisos, puede permanecer años en la más absoluta y tenaz inmovilidad; el animal lirio no se alimenta de carne de seres vivos, y se comporta, sin embargo, como si ya los hubiese comido; posee, se dice, una especie de memoria del gusto, en la cual está colocada una muestra de la carne del animal muerto y devorado cuando, en realidad, por carecer de boca y de dientes, debido a sus blanduras, el animal lirio en absoluto podría comer carne de seres muertos. Pese a sus características, el animal lirio es estudiado y clasificado como feroz, veloz, carnívoro. Aseguran los técnicos que ningún otro modo de describirlo es adecuado, pese a que reconozcan que el animal lirio no muestra ninguno de los comportamientos típicos de los animales feroces, veloces, carnívoros. La verdad es que todos, los estudiosos que investigan el animal lirio en las silenciosas diapositivas, o, de oídas, en las atemorizadas y golosas charlas de café, y los indígenas saben, que el animal lirio es y debe ser matado porque, precisamente, es blando, estático, austero. Todas sus cualidades que en teoría podrían hacer de él un animal doméstico inocuo y sociable, le confieren una fuerza temible en tanto que insinuante, aunque resulte difícil decir de qué manera se insinúa este animal. En suma, es feroz no pese a ser blando sino precisamente porque lo es, y cualquiera que cuide su blandura morirá. Así que parece cierto que el animal lirio es paradójicamente feroz, y de ahí viene que sea preciso matarlo. Pero precisamente esto es lo difícil. No parece tener corazón que traspasar ni cabeza que degollar, ni sangre que derramar. Quien quiera que haya intentado matarlo con flechas, aún convertidas en más temibles con fuegos resinosos —darle es fácil porque, como se ha dicho, está inmóvil—, le ha atravesado sin hacerle ningún daño; acercársele para recortar su cuerpo —pero ¿tiene cuerpo?— es muy peligroso ya que de cerca el animal lirio puede poner en juego sus terribles blanduras. En realidad, no se conoce a ciencia cierta una manera eficaz de matarle: pero los indígenas sugieren estos procedimientos: lanzar flechas apuntando a la parte opuesta; reclutar cien jóvenes que, sucesivamente, sonrían, inmóviles, al animal lirio; finalmente, y la mejor manera que se conoce, es matarle en sueños, de este modo: se toma el sueño en que está el animal lirio, se enrolla y finalmente se desgarra, sin gestos de ira; pero el animal lirio rara vez se deja soñar."

Giorgio Manganelli
Centuria. Cien pequeñas novelas río



“Hablar de prosa fría es una tautología. La prosa siempre es fría –para escribir hace falta ser lúcidos, exactos, olvidadizos. La prosa pertenece a la estrategia. La demencia es poética. Hagamos la prueba, escribamos prosa. ¿Se aclarará algo? En realidad, nada debe aclararse. Se trata de volver masticable al universo.”

Giorgio Manganelli


"La novedad del destino del amante alboroza a algunas animulas, a otras las abate; a algunas las acelera, paraliza a otras; a algunas ilumina, a otras ensombrece; a algunas sacia, a otras provoca gazuza. Pero he aquí, al escarcharse el calor amoroso, entenebrecerse y apagarse la luminaria que hizo perspicuo el sabbat de las animulas; las eufóricas enflaquecen y se mustian; se arregazan como fetos, o momias tribales, o el esqueleto del homo de la clava; por la gran anaquelería del interior silo se acuclillan las hibernantes, taciturnas, resecas, como muertas, de no ser por el raro, seco chasquido de los cabellos y de las uñas en crecimiento obstinado.
Enfervorizado en el discurso, congestionado su rostro de muchacho entecado por el error del nacimiento, paseabas por la angosta habitación articulando los delgados brazos, la longitud de las piernas, y continuabas: pero existe, existe una condición en la que cesa la repugnancia de las alternativas, pabulum idóneo para la simultánea nutrición de todas las contradicciones, donde se vuelven íntegros los mútilos destinos; existe la muerte, solecismo que rigoriza el léxico matemático, error que confiere sentido al impecable discurso, cotidiano apocalipsis, portátil fin del mundo, puesta a cero de todo programado universo: ella emancipa a las animulas esclavas, con el calor de su aliento sanguifica a las exangües, las nutre de su negra leche afectuosa.
Verdaderamente, era un discurso asaz marrado, este que te encaminaba a la conclusión anhelada por tu corazón pasional. Con brusco tránsito de lo teorético a lo personal, decías tú, llegados a ese punto, que jamás habías olvidado a mujer que tú hubieras amado; en el caótico sotabanco de tu corazón se agavillaban retratos de mujeres, variamente dilectas; desde hacía años en absoluto salidas de tu vida; naturalmente, algunas muertas; u olvidadas en absoluto; o reluctantes a recordar; en ocasiones, ni siquiera ornadas ya por la chambrana de un nombre; supervivientes, algunas, gracias a una aspereza de la boca, un gesto de la mano; o inmóviles en el ámbar de un berrinche dominical; menos aún: mujeres entrevistas por la calle; muchachitas que pasaron a la carrera, iluminadas por una blanca botella de leche; sin duda ya madres, muchas; otras, muertas ya, no le cabe duda. Pero descollaban determinadas figuras más fatalmente dilectas: rostros solemnes, taciturnos, no serenos. «A todas estas», decías tú, agitándote, «a todas estas pude yo amarlas solo imperfectamente, como consentía la angustia de una única existencia, la poquedad del lenguaje, la disfunción y difidencia de las pasiones. Cada una de ellas me ha dado indicios de un destino que reconozco como mío y a mí necesario, y del que no puedo renegar ni consumarlo. Pero una vez muerto, una vez sustraído a las toscas abreviaciones de la hora, me disolveré en mis infinitas animulas; y yo seré cada una de ellas, como quiere la infinitud de mis destinos. Cada eidolon buscará ese otro extrínseco que entrevió en su existencia premortal, y del que extrajo apresurado pero inolvidable alimento; y acorrerán los eidola a un abrazo ya no escindible, definitivo, necesario; y no habrá intolerancia entre semejantes totales y exclusivos amores. A cada una de las mujeres a las que yo inexactamente amé, volveré a encontrar en la precisión de la muerte: y serán, todas, igualmente, fatalmente, amables, amativas, amantes, amadas."

Giorgio Manganelli
Hilarotragoedia



"Me gusta detenerme al inicio de una encrucijada y, ya se sabe, un laberinto está formado en primer lugar de encrucijadas; me gusta libar la deliciosa incertidumbre del error, puesto que, si es cierto que uno de los caminos representa el error, no es cierto que el otro esté exento de errores."

Giorgio Manganelli
La ciénaga definitiva


“Nada más penoso que mis intentos de hacer literatura, de escribir historias, de inventar protagonistas ingeniosos, sutiles, singulares; no tengo fantasía ni sensibilidad de literato, ni ganas de sacrificar mis tardes, mis noches un poco cobardes...”

Giorgio Manganelli




"No hay literatura sin deserción, sin desobediencia, sin indiferencia, sin rechazo del alma. ¿Pero deserción, de qué? De toda obediencia solidaria, de todo consentimiento a la buena conciencia propia y de los demás, de todo mandato social. "

Giorgio Manganelli


"No hay nada más mortificante que ver cómo los narradores, los encargados de los esplendores de la mentira, se detienen en los sueños morbosos de la transcripción de la realidad, ya sea documental, didáctica o patética. Ignoran o pasan por alto el hecho de que ese ingeniero, esa actriz lasciva y esa prostituta afligida, a quienes evocan con sus fórmulas demediadas, son tan imposibles como aquel pájaro Rukh que, según el relato verídico del marinero Simbad alimentaba a sus pequeños con elefantes."

Giorgio Manganelli



Veintisiete

Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos, escribió una vaga carta a su hermana, otra todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante, de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia. Cruzó los Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró al emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró con odio. Tres días después el emperador fue despedazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decirle aquellos cirros. ¿Los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su garganta.

Giorgio Manganelli





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