Mediodía del 30 de abril de 1945

[…]

El Führer se despidió de las personas todavía presentes. Fue dando la mano a todos y les expresó su agradecimiento por la labor cumplida y por la fidelidad que le habían demostrado.

[…]

Al terminar la comida, y una vez que se hubieron retirado las tres invitadas, el Jefe las volvió a llamar por medio de su ayudante Günsche. Las aguardó con su esposa, de pie en el umbral de su antecámara, se despidió nuevamente de ellas y la señora Hitler abrazó a aquellas colaboradoras de largos años de su marido y les estrechó la mano.
También se despidió el Jefe de Bormannn y de su ayudante Günsche. A éste le ordenó de nuevo expresamente que se pusiese en contacto conmigo y se procurase la cantidad precisa de gasolina para su incineración y la de su mujer.
«No quiero ser expuesto, después de muerto, en una barraca de feria soviética», le dijo a su ayudante explicando su deseo.
Yo me encontraba en un local todavía poco dañado del garaje subterráneo. Acababa de entrar, después de haber controlado el relevo de los centinelas. Sonó el teléfono y, tomando el auricular, me di a conocer [como Erich Kempa].

[…]

«Necesito que me proporciones inmediatamente doscientos litros de gasolina». [palabras de Otto Günsche]
En un principio creí que era una broma y a continuación traté de hacerle comprender que me pedía un imposible.
Su voz se hizo apremiante:
»¡Gasolina, Erich, gasolina!»
«Pero hombre, ¿para qué demonios quieres tú ahora doscientos litros de gasolina?»
«No te lo puedo decir por teléfono. Pero tienes que buscármela, ¿me oyes, Erich? Tengo que tenerla inmediatamente, aquí, a la entrada del refugio del Führer. Tráemela aunque tengas que poner el mundo de cabeza».

[…]

[palabras de Otto Günsche]
»…. Trata de reunir lo que puedas extrayendo lo que quede en los depósitos de los coches averiados. Envíame en seguida tus hombres con los bidones y ven tú también al refugio del Führer».

[…]

«Santo Dios, Otto, ¿qué es lo que sucede? le pregunté . Tienes que haberte vuelto loco para pedirme que te traga gasolina con semejante bombardeo y poniendo, en peligro las vidas de media docena de hombres».
El pareció no oírme siquiera. Se fue hacia la puerta y la cerró.

[…]

Después se volvió hacia mí, me miró con ojos desorbitados y dijo «¡El Jefe ha muerto!» Me quedé anonadado.
«¿Cómo pudo suceder eso? – pregunté . ¡Si todavía ayer estuve hablando con él ! Estaba sano y bueno y en posesión de sus cinco sentidos»
Günsche estaba tan alterado que casi no era capaz de hablar. Se limitó a alzar la mano derecha e hizo el ademán de dispararse un tiro en la boca.
«¿Dónde está Eva? pregunté profundamen¬te emocionado.
«Con él contestó Günsche señalando con un gesto la puerta cerrada del despacho del Jefe.
Poco a poco fui enterándome de lo sucedido durante las últimas horas.
Hitler se había disparado un pistoletazo en la boca y había caído de bruces sobre la mesa de su despacho. Eva quedó a su lado, recostada sobre el respaldo del asiento. Murió envenenada, pero también ella había empuñado una pistola que apareció en el suelo cerca de su mano.
«Bormannn, Linge y yo me dijo Günsche atro¬pellándose al hablar oímos el disparo. Acudió el Dr. Stumpfegger para reconocer los cadáveres y también fueron llamados Goebbels y Axmann».

[…]

Aparecieron el Dr., Stumpfegger y Linge llevando entre los dos el cuerpo de Adolfo Hitler, envuelto en una manta grande de Intendencia, de color oscuro. El rostro del jefe quedaba oculto por ella hasta lo alto de la nariz y bajo sus cabellos, que habían encanecido mucho en los úl¬timos tiempos, se veía su frente, invadida ya por la palidez cérea de la muerte. El brazo izquierdo se había salido de la manta y pendía inerte que¬dando al descubierto hasta el codo.
Detrás salió Martin Bormannn llevando en brazos a Eva Hitler, con un vestido negro de tela fina y la rubia cabeza colgando hacia atrás. Esta escena me emocionó casi más todavía que el espectáculo del jefe muerto. Eva había odiado a Bormannn y por culpa de él, había tenido en vida numerosos disgustos. Ella era quien había des¬cubierto muy pronto sus intrigas ambiciosas y ahora, muerta, era llevada por él, por su mayor enemigo, al lugar de su último descanso. Decidí que no debía suceder así.

[…]

Volví a salir agachándome y eché mano al bidón. Todo tembloroso y teniendo que vencer una tremenda repugnancia, pero convencido de estar cumpliendo la última orden de Hitler, derramé el contenido de aquél sobre los dos muertos.

[…]

El Dr. Goebbels sacó nervioso una caja del bolsillo y me la entregó Encendí un fósforo y lo apliqué al trapo y tan pronto como éste se inflamó salió despedido, describiendo una amplia tra¬yectoria que terminó en los cadáveres empapa¬dos de gasolina.
Contemplábamos los cuerpos con los ojos muy abiertos.
Brotó la llama y negras nubes de humo ascendieron hacia el cielo.
Aquella oscura humareda, destacándose sobre el fondo incendiado de la capital, constituía un espectáculo estremecedor. El Dr. Goebbels, Bormannn, el Dr. Stumpfegger, Günsche, Linge y yo lo contemplábamos como hipnotizados.
El fuego comenzó lentamente a consumir los cadáveres [de los dos Hitler].

Erich Kempa
Yo quemé a Hitler









No hay comentarios: