A la sombra de nuestros párpados bajos

Todos los espacios descritos en Las ciudades invisibles, ese diálogo obsesivo entablado entre Kublai Khan y Marco Polo, son producto de la imaginación. Sus profusas e insistentes observaciones sobre una y otra ciudad parecerían permutables, casi indistintas, de forma que a medida que leemos vamos descifrando una cartografía de lugares exóticos que no dependen del afuera, sino del adentro de donde brota el sueño. Quisiera definir, a efectos de este nuestro diálogo de hoy, el estado anímico que sujeta a dos escritoras a discutir el espacio de lo visible. El esquema en que deseo insertar nuestra reflexión se halla en el ya citado texto de Calvino, el subtexto inmediato es el reclamo que signa los comentarios de Eduardo Lalo al señalar la invisibilidad puertorriqueña. Calvino ilustrará a Lalo en mi valoración.
El espacio habitado por Polo y el gran Khan es el mismo; sujetos a su deseo, la suya es una travesía imaginaria tras el sueño, aunque ambos sepan cuán distante se halla de lo real. Pero ambos conocen el posible revés de la maravilla, y necesitan hacernos partícipes del contexto que enmarca su ensoñación. Cito el pasaje:

Polo: Tal vez este jardín existe sólo a la sombra de nuestros párpados bajos, y nunca hemos cesado, tú de levantar el polvo en los campos de batalla, yo de contratar costales de pimienta en lejanos mercados, pero cada vez que entrecerramos los ojos en medio del estruendo y la muchedumbre, nos está permitido retirarnos aquí vestidos con quimonos de seda, considerando lo que estamos viendo y viviendo, sacando las conclusiones, contemplando desde lejos.

Kublai: Quizá este diálogo nuestro se desenvuelve entre dos harapientos apodados Kublai Khan y Marco Polo, que revuelven en un basural, amontonan chatarra oxidada, pedazos de trapo, papeles viejos, y ebrios con unos pocos tragos de mal vino ven resplandecer a su alrededor todos los tesoros del Oriente. (115-116)

Si atendemos la metáfora de base en el caso de Calvino y conservamos la inflexión melancólica de Lalo, habría que considerar dos cosas: la primera, si el acento del diálogo se halla en el balance que pueda provocar el contraste entre dos harapientos vestidos de quimono que revuelven el basural, o en la mirada conciliadora con la que ambos asumen la distancia que elaboran. Habría que despojarse de las formas de la antítesis para poder continuar mirando; esa transformación posibilita la mirada, porque más allá del instrumento del que disponemos para mirar, el énfasis es la correspondencia que facilita el tránsito, así como en la mirada de extranjería de un Derek Walcott en The Bounty, es la extracción de una rosa sembrada en el desierto lo que torna luminosa su búsqueda. Así, pensando en Lalo y en su relación con lo invisible, podríamos concluir que no es lo visible lo que se busca, sino la tensión que genera el movimiento que la sostiene. Lo visible y lo invisible se complementan, y devienen el resultado del tipo de mirada que arrojamos sobre ello.

Continuamos con Calvino. “De parte a parte parece que la ciudad continuara en perspectiva multiplicando su repertorio de imágenes: en cambio, no tiene espesor, consiste sólo en un anverso y un reverso, como una hoja de papel, con una figura de este lado y otra del otro, que no pueden despegarse ni mirarse”. (117) Mediante este señalamiento de Calvino ingresamos en la interrogante que acaso sostiene el planteamiento recíproco de todos aquéllos que aupados en la imaginación miramos cómo se debe mirar, es decir, miramos con el ansia de no poseer sino de inventariar el espacio estético, otra forma de la poiesis que en su buen sentido no accede ni quiere acceder al sentido, sino al proceso mismo que nos arroja tendenciosos hacia la posibilidad del hallazgo. El inconveniente sería la forma misma del poder que estatuye el mirar de cierta forma, qué cartografiar, qué estructuras dirimir y qué poblaciones perimir. Frente a este proceso reduccionista, el  artista, claro, no puede evitar cuestionarse qué espesor tiene el deseo.

¿Qué tensiones exige la travesía para que continúe siendo travesía, reto, no llegada, sino el movimiento “en disposición a” (ad canere), la tendencia presta a cantar o a expresarse? Pienso que aquí interviene una tercera opción, la de nosotros como la figura del lector volteando aquella moneda de dos caras lanzada para que se mantenga flotando, deseando que la gravedad no la haga caer o que finalmente caiga y no le toque a alguien. El papel del lector, de quien escucha, de quien se expone al acto estético, su verdadera condición para que ejerza sus posibilidades como lector o escucha, es su libertad. Como dice más adelante el propio Calvino, el que escucha sólo retiene las palabras que espera, y así nosotros nos fijamos en la medida en que privilegiamos uno u otro lugar de lo reversible, llámese visible o invisible. Lo dice muy claramente más adelante: “Lo que comanda el relato no es la voz, sino el oído” (148). No se trata de quién dice, sino de quién escucha; ese es quien en última instancia comanda u ordena la ruta de la experiencia y del descubrimiento. “Lo que comanda el relato no es la voz, sino el oído”, repito. Es obvio que la producción ulterior (también artística) que supone la exposición a lo artístico no es comandable de antemano, pues resulta de las circunstancias materiales que rodeen el disfrute de lo estético.

Acaso atendemos el mismo proceso cuando pretendemos distinguir la verdad de la ficción con que enfrentamos nuestra cotidianidad, específicamente la literaria. No existe otra forma de experimentar la existencia sino a través de una cotidianidad violenta y realista. Me refiero inclusive a esa cotidianidad elusiva que desborda nuestros parámetros de enjuiciamiento cuando se refiere a la literatura puertorriqueña en el contexto latinoamericano. No hay polémica al respecto. Nuestra vida interior vive abismada “bajo la sombra de nuestros párpados bajos”, hermosa frase que Calvino utiliza en uno de sus fragmentos. La realidad asume la forma de nuestro deseo, continuamente móvil, dependiendo de las circunstancias.

Pensemos ahora en “La carretera #3”, de Eduardo Lalo, uno de los textos clave de Los países invisibles, para explorar otro ángulo de la invisibilidad. Allí se explica el periplo antiguo, la cartografía de la travesía de Ulises por el mar agresivo, la genealogía del perdedor. Hay una prefiguración de Lalo en este Ulises cuando esta vez emprende el viaje por una de las carreteras principales de Puerto Rico, sumida ahora en tierras áridas, centros comerciales y complejos de walk-ups, hacia un centro de adoración natural, el bosque de El Yunque. Su ensayo bien puede leerse como una exégesis de la lectura y de cómo ésta, así como el viaje, torna visible o invisible el mundo. Como la escritura es una construcción de visibilidad, apreciamos el peligro de las políticas de identidad que reducen lo visible a lo estereotipado adecuando lo existente a lo visible, su reducción a la invisibilidad porque no se tiene la oportunidad de producir una mirada, un relato o una teoría, y se depende de “los intelectuales en dashikis” según critica Derek Walcott, vestidos exóticamente para satisfacer las lecturas previas que la lectura oficial ha hecho de ellos, resignándose a la reducción que los sujeta a la sobrevivencia. La invitación de Lalo estriba en pensar desde la carretera #3, el lugar del sin poder, y mirar sin esperanza para que rinda fruto. Ahora bien, este mirar “sin esperanza” no puede asumirse negativamente, tampoco debe interpretarse literalmente. El sin esperanza supone asumir el algo inenarrable que es un estado de ánimo que precede y es estado de gracia, estado de contemplación. En el ensayo de Lalo corresponde al momento en que éste regresa del paseo por la carretera #3, se retira a su cuarto y comienza a tocar su flauta. También corresponde al momento en que se entrecruzan las miradas de su esposa y él, agobiadas por el reconocimiento del medio, y guardan silencio para terminar diciendo “Mi vida ha estado atada a un lugar en el que esta pregunta se puede hacer a diario”. (Los países invisibles, 95).

No quiero cerrar este mi periplo como lectora o “devoradora lejana” (Walcott, 37) de la travesía de lo que se quiere decir al evocar el ánimo que dirige el texto de Calvino y el de Lalo en torno a la invisibilidad. Estimo que ambos dialogan sobre los dos lados de la moneda sin espesor, a saber, el espacio maravilloso y el espacio desolado de lo imaginado al uno tornarlo barroco y el otro exhibirlo desolado. Frente a ambos la actitud del lector o del escucha, ese que finalmente estipula el qué hacer en el sentido del quehacer poético. Dice Nancy de lo poético, que consiste en hacer sentido, no para comunicar sino para hacer sentir al otro, producirle o abrirle un sentido. Y hacer significaría no un hacer literal necesariamente, sino un pensar en las posibilidades del lenguaje cuando permite abrir un camino diferente para experimentar la espesura del caminar, o la densidad o no densidad de aquella moneda que continúa girando en el aire. “Poesía es hacer que todo hable, y deponer  toda habla sobre las cosas”; (8) Multiple Arts, J-L Nancy.

La suspensión del sentido que menciona Agamben (“The End of a Poem”) al aludir a la ruptura semántica o a la tensión semiótico-sintáctica al final del verso invita al lector a elucubrar las potencialidades de ese silencio poético. Por eso argumenta que lo poético no concluye, sino que descansa en el silencio semántico y semiótico. Son como la traducción, el sitio del no sitio. Deja de decir en el mismo momento en que lo dice, como la flauta o el silencio en el texto de Lalo. O como la sucesiva elaboración de  una ciudad tras otra en el imaginario de Calvino. Creo que esa travesía por lo invisible, la potencialidad de su existencia y el potenciar que intuyamos su presencia y suframos su embate es aquello que en Calvino y en Eduardo Lalo es lo invisible, lo inenarrable, la suspensión, el paso de lo que pasa a oscuras, “a la sombra de nuestros párpados bajos”.

Áurea María Sotomayor



Anábasis

No hay nadie.
Ya alguien lo dijo.
No hay nadie.
Díjolo quién.
Para quién.
El sujeto impone una ausencia,
la falta, el límite.
No se deja apostrofar.
(Cuando es silencio
más claro aún.
Klar silence.
Klar unde suspirat cor.)
Lo quien. Locar el alocar.
La locura no se atreve
a decir tú. Flota el tú
frota el tú.
Te froto con palabras
donde no hay nadie,
dijo alguien
para alguien.

Áurea María Sotomayor



Confluencia

Abrí compuertas,
pisotee mi absurdo,
descendí el camino de los rasgos
conservando la esfinge móvil del esfuerzo.

Prologados enormemente, hombres
por un destinatario roto
semejantes, al fondo abismal de un sueño
tendidos, al vaivén de un superviviente
a un salvavidas asido a
tenebrando los hilos negros de la vida
conteniendo la respiración forzada de la muerte.

Áurea María Sotomayor



El deseado

Quisiera que me amaras más allá de la poesía.
Más allá de la posible música de nuestros cuerpos
del número inexacto de la tinta.

Más allá de los viajes exquisitos por el tacto
de los sueños que desgastan el sueño
más allá del licor de los cuerpos
del coro de los labios
del brindis de los cuerpos
de la caricia sostenida de la voz.
Más allá de la veta de la luz
del resplandor infinito de los cuerpos.
Más allá del borde de los éxtasis,
de la plenitud de los adioses
del rubor de la flor.
Más allá de licor del sonido
y del licor del goce
y del livor del jade.
Más allá del diámetro locuaz de la alegría
de la luz trepidante de la risa.

Más allá de los signos, de los libros,
de la luz de la sombra
de la sensatez de la armonía.
Más allá de los nombres y los sitios.

Áurea María Sotomayor


Fuegos fatuos

Dicen que arde quien se arriesga al fuego
cuando en un día cabal mira su llama
entera viborear como una cábala
contemplando los riesgos de su apego

y dicen quienes aman el desvelo
con que se adoba el huevo a su salero
que en los resquicios de su buen agüero
se sazona la piel, también su esmero,

mas mientras oigo los proverbios sabios
con que los pueblos han descrito el gozo
me pregunto ya en ascuas cuál esbozo

del fuego yo trazar sin que lascivo
en el aire figure el rojo ramo
donde refúgiase la llama del rescoldo.

Áurea María Sotomayor



Otra abundancia

Hay otra abundancia, pero hay que verla
desde el latido de los ciervos.

Asordinados metales dejan de aplaudir,
la semilla cae entre la sombra,
la hoja es movida por el viento en el asfalto.
Y llueven partículas cromáticas, sonorosas
lentos animales silenciándose.
Sobre el horizonte, de los árboles
no hay más que su luz
entre las ondulaciones de la tierra,
esfumándose casi.

El camino de cieno atravesado por el rumor del agua
el camino pespunteado por cuatro piedrecillas
rastros de pelo de animal peinado a la intemperie
abandonado el pelo de animal en el camino
apropiado el camino por pelo de animal.

Grande árbol exige que me arrime
otros dos árboles dictan el umbral del reposo.
El gran puente, el recoveco sembrado
por la posibilidad de una pantera,
husmear allá en el bosque por el camino húmedo
donde se iluminó la invocación y se mojó el lienzo.

Primero se apretaron a la rama,
bien sostenidas por pedúnculos
verdes. Después el lento cambio,
y súbito el fulgor rojo solemne, cardenal,
uno que otro amarillo envuelto en el atardecer púrpura,
casi azul el abrazo del viento, pero todavía,
y verde el estupor.
Por ese paseo bajo el nivel del mar yo te imagino.
No ha llegado todavía el lago
donde el puente entrecierra los ojos.

El rojo intenso casi el rojo intenso tras dos días
deviene un coágulo chorreando congas,
chorreando sones, chorreando un tumbaíto promisorio.
El despojo deja sus rastros en el suelo y silencioso asíncopa
otra humedad para los tulipanes, otro silencio para la humedad.
Aquí no crecen tulipanes, pero el humus es el mismo,
las patas se hunden en la promesa de la tierra
y continúan escuchando las hojas en declive,
ya casi ni se ven
su deslumbrante corazón tocando
lo que pulsa.

Áurea María Sotomayor



Un cristal verde quizá rojo

También hoy agua y sombra.
Y el prado verde al frente
con su murmullo,
las sibilancias
del relato y el temor.
Y después la cascada
y la cuesta subiendo
y aquel sol tan intenso
encendiéndolo todo.
Dos días después
yo te veía en el sueño
desde abajo del agua
y me ahogaba.
Y cuando quise respirar
más hondo
me ahogaba más.

Áurea María Sotomayor








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