A San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier

Sale dando matices de escarlata
Al cielo de zafir el sol dorado
Y el grato al resplandor que le ha prestado
Todo planeta influye en luz de plata.
Si en un espejo el cielo se retrata,
De estrellas, cielo y sol se ve un traslado,
Mas si el cristal por arte es ochavado,
En diversas esferas se dilata.
Javier e Ignacio a Dios, que es sol, imitan
En la Iglesia, cristal de la triunfante,
Distinta en dos opuestos paralelos.
Mas no en la unión que entre ambos solicitan,
Siendo el uno en Poniente, otro en Levante,
Dos planetas, dos soles en dos cielos.

Cristobalina Fernández de Alarcón



A Santa Teresa

Engastada en rizos de oro
La bella nevada frente
Descubriendo más tesoro
Que cuando sale de Oriente
Febo con mayor decoro;
En su rostro celestial
Mezclado el carmín de Tiro
Con alabastro y cristal;
En sus ojos el zafiro,
Y en sus labios el coral
El cuerpo de nieve pura
Que excede toda blancura,
Vestido del Sol los rayos
Vertiendo Abriles y Mayos
De la blanca vestidura:
En la diestra refulgente
Que mil aromas derrama
Un dardo resplandeciente,
Que lo remata la llama
De un globo de fuego ardiente;
Batiendo en ligero vuelo
La pluma que al oro afrenta,
Bajó un serafín del Cielo
Y a él los ojos se presenta
Del serafín del Carmelo.
Y puesto ante la doncella
Mirando el extremo de ella,
Dudara cualquier sentido
Si él la excede en lo encendido
O ella le excede en ser bella;
Mas viendo tanta excelencia
Como en ella puso Dios,
Pudiera dar por sentencia
Que en el amor de los dos
Es poca la diferencia.
Y por dar más perfección
A tan angélico intento,
El que bajó de Sión,
Con el ardiente instrumento
Le atravesó el corazón.
Dejóla el dolor profundo
De aquel fuego sin segundo
Con que el corazón le inflama,
Y la fuerza de su llama
Viva a Dios y muerta al mundo.
Que para mostrar mejor
Cuánto esta prenda le agrada,
El Universal Señor
La quiere tener sellada
Con el sello de su amor.
Y que es a Francisco igual
De tan grave favor se arguya
Pues el Pastor Celestial,
Para que entiendan que es suya,
La marca con su señal.
Y así desde allí adelante,
Al serafín semejante
Quedó de Teresa el pecho,
Y unido con lazo estrecho
Al de Dios, si amada ante.

Cristobalina Fernández de Alarcón


Canción amorosa

Cansados ojos míos,
Ayudadme a llorar el mal que siento,
Hechos corrientos ríos 
Daréis algún alivio a mi tormento
Que tanto me atormenta
Anegaréis con vuestra tormenta.
Llora el perdido gusto
Que ya tuvo otro tiempo el alma mía,
Y el eterno disgusto
En que vive muriendo noche y día;
Que estando mi alegría
De vosotros ausente,
Es justo que lloréis eternamente.
¡Que viva yo pensando
Por quien tanto de amarme se desdeña!;
Que cuando estoy llorando
Haga tierna señal la dura peña,
Y que a su zahareña
Condición no la mueven
Las tiernas lluvias que mis ojos llueven!
¡Sombras que en noche oscura
Habitáis de la tierra el hondo centro,
Decidme, ¿por ventura
Iguala con mi mal el de allá dentro?
Mas ¡ay! que nunca encuentro
Ni aún en el mismo infierno
Tormento igual a mi tormento eterno.
¿Cuándo tendrá, alma mía,  
La tenebrosa noche de su ausencia
Fin, y en dichoso día
Saldrá el alegre sol de tu presencia?
Mas, ¿quién tendrá paciencia?
Que es la esperanza amarga
Cuando el mal es prolijo y ella es larga.
¡Oh tú, sagrado Apolo,
Que del alegre oriente al triste ocaso,
El uno y el otro polo
Del cielo vas midiendo paso a paso,
¿Has descubierto acaso
Desde tu sacra cumbre
El hemisferio a quien mi sol da lumbre ?
Diráste, si lo esconde 
En sus dichosas faldas el aurora,
Lo mal que corresponde
A aquesta alma cautiva, que le adora;
Y como siempre mora
Dentro el pecho mío,
Tan abrasado cuando el frío es frío.
Infierno de mis penas,
Fiero verdugo de mis tiernos años,
Que con fuertes cadenas
Tienes el alma presa en tus engaños,
Donde los desengaños,
Aunque se ven tan ciertos,
Cuando llegan al alma llegan muertos.
Yo viviré sin verte
Penando, si tú gustas que así viva,
O me daré la muerte,
Si muerte pide tu piedad esquiva;
Bien puedes esa altiva
Frente ceñir de gloria
Que amor te ofrece cierta la victoria.
Tuyos son mis despojos
Adorna las paredes de tu templo;
Que tus divinos ojos
Vencedores del mundo los contemplo;
Ellos serán ejemplo
De ingratitud eterna,
¡Ay ojos, quién os viera!
Que no hubiera pasión tan inhumana
Que no se suspendiera
Con vista tan divina y soberana.
Quedara tan ufana,
Que el pensamiento mío
Cobrara nuevas fuerzas, nuevo brío.
Si amor, que me transforma,  
Quitándome el pesado y triste velo,
Me diera nueva forma,
Volara, cual espíritu, a mi cielo,
Y no abatiera el vuelo,
Que yo rompiera entonces
De cualquier imposible duros bronces.
No estuviera seguro
El monte más excelso y levantado,
Ni el más soberbio muro,
De ser por mis ardides escalado,
Y a despecho del hado,
Descendiera, por verte,
Al reino oscuro de la oscura muerte.
Mil veces me imagino
Gozando tu presencia, en dulce gloria,
Y con gozo divino
Renueva el alma su pasada historia;
Que con esta memoria
Se engaña el pensamiento,
Y en parte se suspende el mal que siento.
Mas como luego veo
Que es falsa imagen, que cual sombra huye,
Aumentase el deseo,
Y ansias mortales en mi pecho influye,
Con que el vivir destruye:
Que amor en mil maneras
Me da burlando el bien, y el mal de veras.
Canción, de aquí no pases,
Cese tu triste canto;
Que se deshace el alma en triste llanto.

Cristobalina Fernández de Alarcón


Quintillas a San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier

Como en rayo de luz pura
Al sol, planeta mayor,
Cuando alumbramos procura
Le acompaña el resplandor
Y aumenta su hermosura,
Así por la sombra fría
Del que de Dios se desvía,
Estos rayos suyos dos,
Abriendo camino a Dios
Hacen a Dios compañía...

Cristobalina Fernández de Alarcón



Virgen, no hay alba; dígalo el Carmelo

Si el Monte del Carmelo es el oriente
De vuestra luz primera que le inflama,
Y de él a ser salasteis fértil rana.
Que en planta virgen dio fruto excelente;
Si vos sois la corona de su frente
Roca de su grama,
Que tanta gracia gloria en él derrama
Que es en la tierra ya cielo luiciente;
Si, junto con ser alba, sois la guía
De esta gran religión, madre y consuelo
De hijos y devotos, Virgen pía:
No os desdeñéis jamás de ser su cielo,
Que sí le falta el sol de vuestro día
Virgen, no hay alba; dígalo el Carmelo.

Cristobalina Fernández de Alarcón




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