A veces

Sigue la luz, quisiera, mientras buscas
la candente luminosidad próxima,
señalarte un paso, una salida, un libro
quisiera, resguardarte de la oscura llama
que el amor nos deja...

Quisiera la espesura adornarla con puntos
de fuego equidistantes, motivos que flameen
en la cúpula de presentido universo de esquemas
por guiarte mientras se desmorona la torre
y se descompone el sólido edificio
la catedral, el puente, la muralla, las rejas
el foso, la trampa, las almenas, cuerpo
deidad sin equilibrio en mi lecho una noche
rendida ahelando, regada, derrotado, quisiera
por siempre nuevamente.

Si quimera, como luminosos versos al aire
norte darte con la fuente repetitiva de los lirios quisiera
que fecunden abejas las semillas de un sueño
que germinen en resplandores tibios
que a veces el amor nos deja...

Antonio Bou


Borinqueña

No seré quien te deje
a merced de las olas, barquilla rota
ni en la niebla, ni en dolorosa angustia
que les causan los hijos cuando mueren
a las madres de ansiedades fecundas...
ni tu mano en mi mano, sino que tú la quieras
y aún así como carne sagrada de misterios.
Cometeré fracasos que serán tus aciertos
escudaré en mis brazos levados como diques
la furia de los vientos que te alcance.

No temo, no quedaré aguardando
en silencio que caigas como rosa marchita
ni hago esperanzas fúnebres de tu muerte
en mis brazos, ni de tu cuerpo herido
ni de tu corazón pisoteado bálsamo
para este sueño acerbo de los años
porque creo en misterios y las lágrimas
fluirán doradas vetas de luz de oro.
¡Ah, tu espalda de encendida roca viva
que codiciarán sin ángel los látigos fatales!

Quién violar la tersura virgen de tu sonrisa
quién el blanco edificio derrumbarse
verá desde los bajos balcones de su absurdo
mientras no espero porque ya consagro
mientras no dudo porque ya te rezo.
¡Oh piadoso milagro que esta tierra nos brinda!
A mí de oscurecido penitente adorante
a ti de flor de lirio, de pan blanco
de sirio de pascuas siderales que te alumbra...
quién si te amo así podrá dañarnos.

Antonio Bou


Décimas a Marte

Vente acá ciegamente
Deja cerrar la puerta
Si me pierdo en fantásticas
Dilaciones, silencio.
Te duermes muy de sueño
Y calcinas tu pecho con mi pecho
Hasta nada, sin aire
Porque nos dibujemos
En coordenadas amplias
De impreciso universo.

No sé si bullo amante
O sólo que se escapan tus heridas
Como lises ansiosos entre albas.
En la dura memoria de las piedras
Y tan lejano el río de tu risa
Que tan dulce por lo más remoto
E imposible, refluye en su mecánica
Cicatriz perpetua, sí, mi reloj de sangre
Que acaba y que se invierte
Y sin interrupciones se infinito procesa.

Ven, que el humilde bardo
No sabe de encontrarte
Ni ha sabido perderte
A la luz de cien soles
Predispuesto a batallas
Y carnicerías. Ah, tan lejos
Tan distante de ti mi feliz hado
La sombra de mi ausencia que va tuya
Entra como una espada entre ambos pechos
Sin verte nunca, sin hablarte.

Perdida en esa doble ambigüedad
De tu única batalla inagotable
Marte líquido de la derrota.

Antonio Bou


Jardines de mármol

No en tus ojos sino en tu palabra
(no en tus ojos) única y cristalina
de la búsqueda oscura
de la apesadumbrada esfinge muda
que escucho tan callado
tan sereno en mi agitación morbosa
sobre el mármol ardientemente frío
de la almohada, del pecho
del álgido sudario que te encubre
no en tus ojos sino en la palabra.

Ando con esos niños que te rondan
en la infirme molicie de la siesta
en sus cantos me rondo por mirarte
ligeros movimientos de los labios
bailo con ellos, río, dejar me llevo
como plumilla al viento, hoja que cae
luciérnaga atrapada al remolino
de la luz demasiado próxima, juego
como si mi jugar fuera importante
para girar los cielos sin caerse.

Llega entonces tu olor acompasado
al letárgico humor de los cadáveres
distante el eco de los llantos últimos
mientras tu dulce voz declina nombres
dormidos por las horas, fruto abierto
al desuso. Los jardines de mármol
exudan puntos fríos en claveles.
Me alargo hacia el vacío de tu sombra.
No me sientes. Tu cuerpo se recoge
como si se arrancara de mis huesos.

Ah que te me pierdes
en tu propia penumbra
que no revierte sino el dulce amargo
olvidado de mi beso en tus vértebras
el no estar y el no verte, no escucharte
como si hubieras muerto
en el gris de la tarde en que te aguardo
echado en el silencio con tu sombra.
Mas retoñan los primeros verdores
cuando te cansas de morir y llegas.

Antonio Bou


Lirios 

Nos juntan las guirnaldas risueñas de la muerte
que adornan la carroza celeste que nos porta
al vacío que en tu pecho de nácar vi una noche
a mi corazón blanco, hueco y entumecido
a mi delirio cuerpo de pájaro enjaulado
a tus formas de arcángel delirante en el circo...

Nos llevan y nos juntan en su lazo de versos
en besos que recorren campos secos de espinos
en amor de maneras delicadas y oscuras
libres de no decirnos, virginales y efímeros.

El amor nos resguarda efebo solitario
asombrado de verse en cantados aromas
de hallarse en pasadizos tan raros y tan nuevos
de anciano ciego niño. Cuitados y contritos
a la primera broma de la luz sonreímos
y nos vibra en las venas un flujo misterioso...
una paz indecisa, un miedo... cierta angustia...

Nos lanzamos heroicos sin más pensarlo al ruedo
de las barcas finales, al mar de los olvidos
de no ser labio y rosa sino lívidos lirios.

Antonio Bou



Nocturno cuatro

Desde que me mudé a la torrecilla que da al sur por ser la más calurosa y, por lo mismo, la mejor refrigerada, a los muertos les ha dado por venir a visitarme. Quizás se deba además porque justo en la entrada de esta torrecilla hay unos tablilleros muy desordenados de contenido donde se guardan cajas como de zapatos con restos pulverizados de muertos de la familia, y los otros muertos, quiero decir los que no de la familia, pues se sienten en confianza de dejarse caer, como dicen en las películas, por mi último refugio, dicho de mejor forma, mi más reciente.

No les tengo miedo a los muertos. Por mí, si vienen tranquilos y ni hacen desarreglos ni viran los ceniceros, pueden pasarse aquí todo el tiempo que quieran. Naturalmente, uno aprecia la intimidad, pero los muertos no ocupan espacio y, si callados, en nada estorban. Los respeto, no hay vuelta que darle, y si de boya, los escucho atentamente, porque quién te puede enseñar más sobre la vida que un muerto. Luego, si se tiene en cuenta que las varas de medir verdades y mentiras en ultratumba no se dan, se torna verdaderamente delicioso registrar sus informes en este mundo cruel donde todo pasa y todo queda, como decía Machado, o donde nada verdad ni mentira, como dijera aquel don Ramón el de los lentes de colores.

Lo que dicen los muertos cuando vuelven huele a flores, no a flores de esas en proceso de descomposición que adornan los cortejos fúnebres sino a las blancas de concentrados olores, como gardenias, jazmines y, especialmente, azucenas, que ya se sabe que atraen a los espíritus que llaman buenos y dan suerte a las familias y a los negocios familiares si se ponen adentro en floreros para que impregnen los ambientes con fuerte aroma. Si el muerto quiere hablarte, sentirás profundo olor a una de esas flores y sabrás distinguir si se tratara del auténtico olor o del de alguna fórmula aromática embotellada. Si desarrollas bien el olfato no te vas a engañar. Para ti, con tus narices en su sitio, un muerto siempre un muerto y una vecina una vecina. A ellos, que no tienen nariz, los puedes engañar, si quieres atraerlos, regando en dependencias y habitaciones esas esencias que se consiguen comercialmente. Hasta las más baratas los atraen, pura matemática, a los muertos quienes concluirán, gracias a limitaciones olfativas e ilimitadas ilusiones, que se trata de una gran fiesta a la que los han invitado.

La otra noche se me metió en la torrecilla un joven perfectamente materializado, muy correctamente vestido aunque no calzara zapatos, y comenzó a hablar sin prolegómenos en un lindo español quizás algo anticuado por lo poco cruzado con el inglés de América. Soy José, me dijo, pero no quiero que me llames Pepe. Disculpa, José, le dije, no pensaba llamarte Pepe, pero ahora que lo dices pues aún menos, ni pensarlo. Se quedó pensativo y silencioso tapándose la boca con la mano, entornó los ojos con cierta salpicadura de amaneramiento y, como si de valor se armase y las circunstancias lo exigiesen, me dijo muy mírándome de frente que ya no importaba que lo llamara José o no.

No la primera vez que hallo muerto vacilante, me importó un santo prepucio la tal veleidad. Como no tenía intención de llamarlo ni José ni Juan ni Pedro, me limité a sonreírle mientras me desvestía para adentrarme en los campos siberianos de mi casto camastrín de fraile. Advertí que se puso algo nervioso, pero luego de verme arropado, José, o como hubiera que llamarlo, se sentó a los pies del estrecho catre. No negaré que sentí al punto mi intimidad de algún modo violada, sensación como esa particular en la punta de la nariz cuando alguien se te acerca demasiado, pero como difunto el pobre José, quise por caridad cristiana y por mi devoción sincera de tantos años a las benditas ánimas del purgatorio, no tomárselo a mal.

Se sintieron en los aires sutiles acondicionados de mi alta torrecilla suspiros ultratúmbicos de alivio. José se me identificó como náufrago, colombiano y poeta. Estuvo largo rato explicándome, como si me hubiese leído el pensamiento, lo que quería decir con náufrago, ya que no pudiérasele considerar a la exacta, víctima de naufragio. Ahora yo, que cada vez le temo más a la fea alternativa de morir ahogado, llené de expiraciones de dulce alivio la atmósfera de la climatizada torrecilla. Con ello parece que José se sintió aún más confiado y disertó en monólogo por largo rato sin lograr que me aburriera y dejara de escucharlo, cosa maravillosa para que la logre un vivo, y ya qué no diremos si la logra un muerto.

De pronto, se desmaterializó por unos segundos para regresar de inmediato portando un maletín todo incrustado de corales de donde pendían algas muy vivas que llenaron por instantes de peculiar olor a mar la estancia. Del maletín parecía salir un ruido bastante raro para maletín, como de agua hirviendo a borbotones. José, sin esperar mi pregunta, me adelantó que se trataba del eco de las corrientes submarinas. La confianza que me brindas me ayuda mucho, me dijo, hace más de cien años que estaba por hacerlo, más de un siglo, pero hoy me tomó apenas un segundo rescatar este maletín del fondo del Caribe. No sabes lo doloroso que me resultó perderlo. Mi vida se arruinó por ese naufragio donde debí haber muerto antes de haber salido a flote sin este maletín que guarda secretos impostantísimos para Colombia y para el mundo.

Vaya, vaya, me dije. Asintió. Sí, vaya, vaya, y me quedan tantas cosas por hacer. Lavar el honor de mi pobre hermana se me ocurre lo primero, mi hermana que sufrió más que nadie el daño que nos hacían. Se buscó algo en el bolsillo del gabán, y sacó agarradita con índice y pulgar, el meñique siempre en punta como el de señorita que coge una rosa o que agarra una copa de fino cristal, una elegantísima tarjeta de presentación impresa en florido gótico, y me la dio. Por aquí pudimos haber empezado, Asunción, dije de broma, pero de bromas no sabía, o si sabía, ahora todo se lo estaba tomando supremamente en serio. Casi levita al responderme: ¡No vuelvas a pronunciar esa palabra, por favor! ¿Cuál? Esa, dijo apuntándola con el índice derecho mientras con el izquierdo se cruzaba los labios. Si la repites, los ángeles vendrán de nuevo a buscarme y ya no cabrá negarme, a la tercera va la vencida.

Hice silencio. También él, pero no por mucho tiempo. Suspiró acongojado y meditabundo. Vamos, Silva, le dije entonces, que no voy a volver a pronunciar esa palabra. ¡Ah - casi gritó- no me llamo Silva, mi familia cargó con ese castigo por siglos! ¿Qué castigo? El de usar obligada un nombre inventado por sus enemigos. Bueno, pues habrá que romper esta linda tarjeta. No, no rompas la única que me queda. Mírala por detrás, mira bien, tiene la firma de Oscar Wilde. En aquellos días, para ostentar fama y títulos de poeta había que haber pasado por París. Fui a París y alterné allí entre los jóvenes afortunados que Oscar Wilde aceptaba a su vera, dijo, retirándome la tarjeta y guardándosela de nuevo en el bolsillo del perlado gabán. De Oscar aprendí mucho. Supe por él del origen milenario de mi familia en América. De mi sangre guanche y bereber por la que me odiaban los nuevos conquistadores ignorantes de mi ascendencia. ¡Ah, malditos, mataron a mi padre como a todos mis antepasados y nos pusieron ese horrible nombre Silva, cuando debíamos llamarnos Selva, porque en la selva nos habíamos establecido desde miles de años, mucho antes de los viajes de Colón! Y tras mi muerte han persistido por otros cien años de necedad con la tal infamia.

No pude evitar mostrar cierto débil dubitativo semblante que el astuto José captó de inmediato. ¿Lo dudas? Pues venimos desde el Sahara cuando valle fértil y florido. Primero fuimos a lo que hoy se conoce como las Canarias y de allí llegamos a América. ¿Nadando? - no pude evitar preguntármelo en silencio, lo más para mis más recónditos adentros. No, nadando no, dijo, poniendo cara muy seria, sino en barcas de juncos como las que todavía se ven hoy surcar el río Nilo. No me quedó más remedio que dejar de pensar para que no llegaran a ofender mis intimísimos pensamientos al perspicaz muerto poeta, y hasta loco quizás, que me había caído en suerte esa noche. Sin dudas temí, temer se cuenta entre las humanas virtudes, porque nunca se sabe a lo que pueda llegar un loco, y más si poeta y aparecido.

Hice extremados esfuerzos por intentar ver lógica en lo que decía José sobre los orígenes de su familia, desconocedor este humilde servidor hasta esa noche de las teorías históricas de Heyerdahl el del Kon Tiki que el poeta me explicara paciente. Me agrada tu delicadeza, me dijo, comprendo tus dificultades tratando de comprenderme, pero de alguna manera premiaré tu hospitalidad y tu dulzura. Soy el rubio paje Abril. Advertí cierta esotérica agresividad en aquellas últimas palabras definitorias.

Comenzó a quitarse piezas de ropa. Llegó hasta una fina camisilla que mostraba un hueco dentro de un fogonazo dentro de una gran mancha de sangre coagulada. Mira, aquí tengo dibujado un corazón, justo donde queda el corazón. No veía yo dibujo sino las manchas. El dibujo lo hizo mi médico al que fui a visitar esa mañana. Un juego, sólo un juego de niños entre el médico y yo. Metiendo el dedo en el agujero dijo: esto no lo hice yo. Compinchándose con criados traidores entraron a mi alcoba esa noche y me suicidaron. Me abrieron el pecho y me rompieron el corazón. ¿Quieres ver? No, no, no quiero ver, respondí horrorizado. Pero compadecido se ablandó mi corazón y se me aguaron los ojos. Vi, sin poder evitarlo, que el rubio paje Abril se escurría debajo de mis sábanas y desaparecía. ¡Santo Dios! ¿Qué se habrá propuesto? ¿Dónde estará? Estuve tentado a gritar Asunción, para que los ángeles me libraran de lo que presentía como pesadilla violenta de satánicos íncubos y súcubos. ¡Cuán confundido!

Sentí que me penetró como un rayo por el oído derecho y que salió en un instante por el oído izquierdo. Pero un instante un siglo, como afirmaron el poeta y el filósofo. ¡Ah deliciosa sensación de bienestar la mía! Me poseyó la más armoniosa de las tranquilidades, algo como la paz en que descansarán los justos después del juicio. Perfecto orgasmo espiritual continuo y profundo como mar sin playas sentía aún al ver a José al otro lado del catre, sonreído y algo sonrojado, lo más que hubiese podido un muerto con sus circulatorias limitaciones sonrojarse. ¿Satisfecho? - preguntó. Sí, claro, ¿qué me has hecho? - respondí todavía aletargado. Nada malo. Lo sé. Te he dado a probar algo que los vivos desconocen. Desconocían, riposté, y me atreví a sonreírle con cierta malicia.

Se levantó entonces y pensé que ya se iba. Tenía yo el más agradable sueño, se me cerraban los ojos. Antes de que te duermas, quiero pedirte permiso para usar tu ordenador. ¿Mi ordenador? La computadora. Ah, claro, por supuesto. Disculpa, pero debo componer algo para la gran Colombia. Para que no la destruyan. Para que recupere lo que le pertenece. Sí, no faltaba más, ahí está, toda tuya, pero perdóname, yo me rindo. Me adentré en el más placentero sueño que hubiese jamás experimentado mortal alguno. Más tarde, entre dormido y despierto sentí que mi muerto se despedía. Pero no pude salir del todo de las entretelas de aquel bendito sueño para despedirlo como Dios manda. Tranquilo, me dijo, me voy, pero te dejo un documento sobre la mesa de noche, el documento que va a salvar a Colombia, a América y al mundo. Se esfumó sin que me diera cuenta, como desaparecen un beso del aura o un rayo de luz. Seguí durmiendo. Desperté ya muy entrado el día y salté ansioso a buscar el documento. En la mesa de noche no hallé sino pliegos en blanco. Pliegos blancos que al tratar de leerlos se hacían polvo en mis manos.

¡Ah! - me lamentaba compungido, ¿polvo la respuesta? ¿polvo la salvación de Colombia, de América y del mundo? Pero no. Claro que no. El texto de José estaba archivado en mi computadora. Lo busqué. Lo encontré y le di gracias a Dios porque allí se conservaba aquel milagro cibernético. Un poema titulado Nocturno cuatro. Guardado, seguro, el futuro de Colombia, de América y del mundo, listo para imprimirse en cualquier momento o para echarse a volar por el ciberespacio a vencer la soledad por cien, por mil años, hasta que nos borrásemos, si Dios quiere y la Virgen lo consiente, de la faz de la tierra.

Antonio Bou



Once y siete

De estas meditaciones que me recibo
A través de tus cautos mensajeros
Deduzco que el amor
Como sábana inmensa para esta grande cama
Nos cubre algunas veces
Otras, que nos abriga
Contra el terrible fuego de las primeras luces
Otras, que compone una trampa que no entiendo
Ni entiendes, que se escuda
Tras la belleza no redescubierta de esa
Sonrisa tuya que no olvido.

Mudamos tantos, damos en tornadizos
volteamos definitivos, tomamos
Enamorados otro giro, ellos, tú y este yo
Que fiel te huye y mela con recónditas dulzuras
Que nacieron en ti...
Mientras, juega a las cartas
que nunca terminan solitario.

Antonio Bou













No hay comentarios: