Acaricio la yerba

Acaricio la yerba
dócil al tacto
suave
y humilde
como el sayal
como el suelo
que lame
que perfuma
la planta que la pisa.

La yerba
se desliza
serpea
como diez mil diminutas serpientes
hechicera
hechizada
susurra
se adormece
y nos sume en sueño traspasado
mientras que en amplias líneas altas
huye el cielo
como un gran viento azul
distante.
Pero la yerba
celosa
desconfiada
pide la mano acariciante
el calor humano
que la apacigüe
la quiebre
tenaz
cotidiana
incansable
suavidad insidiosa de la paciencia invencible
no perdona
el desdén
el abandono
que no se escuche su tenue voz que reclama
el cuidado amoroso
el pulso
el movimiento
la humana presencia.

Si abandonada
no oída
su astucia
levanta
sus mil cabezas diminutas
y persigue la planta humana que la deja
borra su huella
tapa los senderos
y ocupa las ciudades
traspasa la montaña
y silba su aguja de crótalo
en las casas sin puerta
en las grandes salas sin ecos
donde resplandecieron
las hermosas mujeres
entre altos espejos
donde sonaron músicas y canciones
y bellos trajes y joyas que fueron
a las fiestas
llenaron los días de luces
las noches
de caricias y rosas.
No cae la yerba
no
como las gotas de fuego
que llovieron sobre las ciudades de la planicie:
se arrastra
se desliza
y se quiebran las columnatas
porque ha llegado el reino oscuro y áspero
y el hombre está lejos
o yace bajo la yerba

Yerba: dulce lecho y cabecera
dócil serpiente melódica
bajo la mano
bajo la caricia
que la aplaca
pero que no perdona el descuido
que ama ser hechizada
como una serpiente
que quisiera danzar y ser aire
femenina
sutil
grata a la mano
muerde el talón que se aleja
y silba su imperio desolado
hasta el límite del horizonte
y cubre huellas
ciudades
años.

Aurelio Arturo


Amo la noche

No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh, no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;

no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas entre espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palomas moradas;
no la noche que lame las yerbas;

no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades.

Yo amo la noche que se embelesa
en su danza de luces mágicas,
y no se acuerda de los silencios
vegetales que roen los insectos;
yo amo la noche de los cristales
en la que apenas se oye si agita
el corazón sus alas azules;

y no es la noche sin cantares
la que amo yo, la noche tácita
que habla en los bosques en voz baja,
o entra a las aldeas y mata.
Yo amo la noche sin estrellas
altas; la noche en que la brumosa
ciudad cruzada de cordajes,
me es una grande, dócil guitarra.
Allí donde dulcemente respira
un perfil cercano y distante
al que canto entre sus espejos,
sus sedas y sus presagios:
valle aromado, dátiles de seda;
cuando hay un rincón de silencio
como un jirón de terciopelo
para evocar esos locos viajes
esas partidas traspasadas
por el vaho tibio de los caballos
que alzan sus belfos en el alba.

Yo amo la noche en el cansancio
del bullicio, de las voces, de los chirridos,
en pausa de remotas tempestades, en la dicha
asordinada, a la luz de las lámparas
que son como gavillas húmedas
de estrellas o cálidos recuerdos,
cuando todo el sol de los campos
vibra su luz en las palabras
y la vida vacila temblorosa y ávida
y desgarra su rosa de llamas y lágrimas.

Aurelio Arturo


Clima

Este verde poema, hoja por hoja,
lo mece un viento fértil, suroeste;
este poema es un país que sueña,
nube de luz y brisa de hojas verdes.

Tumbos del agua, piedras, nubes, hojas
y un soplo ágil en lodo, son el canto.
Palmas había, palmas y las brisas
y una luz como espadas por el ámbito.

El viento fiel que mece mi poema.
el viento fiel que la canción impele,
hojas meció, nubes meció, contento
de mecer nubes blancas y hojas verdes.

Yo soy la voz que al viento dio canciones
puras en el oeste de mis nubes;
mi corazón en toda palma, roto
dátil, unió los horizontes múltiples.

Y en mi país apacentando nubes,
puse en el sur mi corazón, y al norte,
cual dos aves rapaces, persiguieron
mis ojos, el rebaño de horizontes.

La vida es bella, dura mano, dedos
tímidos al formar el frágil vaso
de tu canción, lo colmes de tu gozo
o de escondidas mieles de tu llanto.

Este verde poema, hoja por hoja,
lo mece un viento fértil, un esbelto
viento que amó del sur hierbas y cielos.
este poema es el país del viento.

Bajo un cielo de espadas, tierra oscura.
árboles verdes, verde algarabía
de las hojas menudas y el moroso
viento mueve las hojas y los días.

Dance el viento y las verdes lontananzas
me llamen con recónditos rumores:
dócil mujer, de miel henchido el seno,
amó bajo las palmas mis canciones.

Aurelio Arturo Martínez
Morada al sur, 1963



El cantor

Yo soy el cantor,
el hombre que canta a los cuatro vientos,
un hombre de corazón
diciendo tornátiles palabras,
a la sombra de la noche mirífica,
a la sombra de sus párpados lentos.

Yo soy el cantor.
Cantaré toda cosa bella que hay en tierras de hombres,
cantaré toda cosa loable bajo el cielo.
Cantor, cantador,
de ritmos
prestidigitador.

Si una hoja se mueve en los bosques,
yo lo sabré.
Sólo yo, el cantador.
Sólo yo he de recogerla.
Haré de ella un ave, o lo que quiera,
haré de ella un pajarillo
y lo pondré en mi canción como en un valle.
Porque yo soy el cantor y canto toda cosa.
Canto la luz.
Y canto la sombra y el amor.
Pero la boca de las mujeres la cantaré mil veces.

Entre mi bosque de palabras ligeras,
con mi corazón atado a un cielo de rosas,
yo canto todas las canciones que sean buenas,
todas las canciones entre los días, al viento.
Canciones desnudas para doncellas divinas,
no de sedas, no de linos, aún más inconsútiles.
Guirnaldas de palabras, sartas de sílabas…

Y canto los días,
como a vientos de oro los canto,
como a vientos que elevan su polvareda
hasta el cielo de tumbo azul, fulgente.
Yo canto las noches.
Con sílabas os haré claros de bosque.
O de esos cielos gastados, mariposas vivaces.

Canté una vez una mujer,
antaño, en un antaño ignoto la canté.
Y en su ciudad aún es linda,
aún es joven la linda mujer, por gracia
de mi canción.

Porque yo canto toda cosa loable bajo el cielo.
Yo el cantor, el cantador,
de ritmos
prestidigitador.

Aurelio Arturo


Morada del sur

I

En las noches mestizas que subían de la hierba,
jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,
estremecían la tierra con su casco de bronce.
Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro.

Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo.
La ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles.
(Reyes habían ardido, reinas blancas, blandas,
sepultadas dentro de árboles gemían aún en la espesura).

Miraba el paisaje, sus ojos verdes, cándidos.
Una vaca sola, llena de grandes manchas,
revolcada en la noche de luna, cuando la luna sesga,
es como el pájaro toche en la rama, "llamita",
                                                              "manzana de miel"

El agua límpida, de vastos cielos, doméstica se arrulla.
Pero ya en la represa, salta la bella fuerza,
con majestad de vacada que rebasa los pastales.
Y un ala verde. tímida, levanta toda la llanura.

El viento viene, viene vestido de follajes,
y se detiene y duda ante las puertas grandes,
abiertas a las salas, a los patios, las trojes.

Y se duerme en el viejo portal donde el silencio
es un maduro gajo de fragantes nostalgias.

Al mediodía la luz fluye de esa naranja,
en el centro del patio que barrieron los criados.
(El más viejo de ellos en el suelo sentado,
su sueño, mosca zumbante sobre su frente lenta).

No todo era rudeza, un áureo hilo de ensueño
se enredaba a la pulpa de mis encantamientos.
Y si al norte el viejo bosque tiene un tic-tac profundo,
al sur el curvo viento trae franjas de aroma.

(Yo miro las montañas. Sobre los largos muslos
de la nodriza, el sueno me alarga los cabellos).

II

Y aquí principia, en este torso de árbol,
en este umbral pulido por tantos pasos muertos,
la casa grande entre sus frescos ramos.
En sus rincones ángeles de sombra y de secreto.

En esas cámaras yo vi la faz de la luz pura.
Pero cuando las sombras las poblaban de musgos,
allí, mimosa y cauta, ponía entre mis manos,
sus lunas más hermosas la noche de las fábulas.

Entre años, entre árboles, circuida
por un vuelo de pájaros, guirnalda cuidadosa,
casa grande, blanco muro, piedra y ricas maderas,
a la orilla de este verde tumbo, de este oleaje poderoso.

En el umbral de roble demoraba,
hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito,
el alto grupo de hombres entre sombras oblicuas,
demoraba entre el humo lento alumbrado de
                                                              remembranzas:

Oh voces manchadas del tenaz paisaje, llenas
del ruido de tan hermosos caballos que galopan
                                                           bajo asombrosas ramas.
Yo subí a las montañas, también hechas de sueños,
yo ascendí, yo subí a las montañas donde un grito
persiste entre las alas de palomas salvajes.

Te hablo de días circuidos por los más finos árboles:
te hablo de las vastas noches alumbradas
por una estrella de menta que enciende toda sangre:

te hablo de la sangre que canta como una gota solitaria
que cae eternamente en la sombra, encendida:

te hablo de un bosque extasiado que existe
sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa
violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas.

Te hablo también: entre maderas, entre resinas,
entre millares de hojas inquietas, de una sola hoja:
pequeña mancha verde, de lozanía, de gracia,
hoja sola en que vibran los vientos que corrieron
por los bellos países donde el verde-es de todos los colores,
los vientos que cantaron por los países de Colombia.

Te hablo de noches dulces, junto a los manantiales, junto a cielos,
que tiemblan temerosos entre alas azules:

te hablo de una voz que me es brisa constante,
en mi canción moviendo toda palabra mía,
como ese aliento que toda hoja mueve en el sur, tan dulcemente,
toda hoja, noche y día, suavemente en el sur.

III

En el umbral de roble demoraba,
hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito,
un viento ya sin fuerza, un viento remansado
que repetía una yerba antigua, hasta el cansancio.

Y yo volvía, volvía por los largos recintos
que tardara quince años en recorrer, volvía.

Y hacia la mitad de mi canto me detuve temblando
temblando temeroso, con un pie en una cámara
hechizada, y el otro a la orilla del valle
donde hierve la noche estrellada, la noche
que arde vorazmente en una llama tácita.

Y a la mitad del camino de mi canto temblando
me detuve, y no tiembla entre sus alas rotas,
con tanta angustia, una ave que agoniza, cual pudo,
mi corazón luchando entre cielos atroces

IV

Duerme ahora en la cámara de la lanza rota en las batallas.
Manos de cera vuelan sobre tu frente donde murmuran
las abejas doradas de la fiebre, duerme.
El río sube por los arbustos, por las lianas, se acerca,
y su voz es tan vasta y su voz es tan llena.
Y le dices, repites: ¿Eres mi padre? Llenas el mundo
de tu aliento saludable, llenas la atmósfera.
Soy el profundo río de los mantos suntuosos.

Duerme quince años fulgentes, la noche ya ha cosido
suavemente tus párpados, como dos hojas más, a su follaje negro.

No eran jardines, no eran atmósferas delirantes. Tú te acuerdas
de esa tierra protegida por una ala perpetua de palomas.
Tantas, tantas mujeres bellas, fuertes, no, no eran
brisas visibles, no eran aromas palpables, la luz que venía
con tan cambiantes trajes, entre linos, entre rosas ardientes.
¿Era tu dulce tierra cantando, tu carne milagrosa, tu sangre ?

Todos los cedros callan, todos los robles callan.
Y junto al árbol rojo donde el cielo se posa,
hay un caballo negro con soles en las ancas,
y en cuyo ojo líquido habita una centella.
Hay un caballo, el mío, y oigo una voz que dice:
"Es el potro más bello en tierras de tu padre".

En el umbral gastado persiste un viento fiel,
repitiendo una sílaba que brilla por instantes.
Una hoja fina aún lleva su delgada frescura
de un extremo a otro extremo del año.
"Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida".

V

He escrito un viento, un soplo vivo
del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; sólo un poco de viento.

Noche, sombra hasta el fin, entre las secas
ramas, entre follajes, nidos rotos -entre años-
rebrillaban las lunas de cáscara de huevo,
las grandes lunas llenas de silencio y de espanto.

Aurelio Arturo


Palabra

Nos rodea la palabra
la oímos
la tocamos
su aroma nos circunda
palabra que decimos
y modelamos con la mano
fina y tosca
y que
forjamos
con el fuego de la sangre
y la suavidad de la piel de nuestras amadas
palabra omnipresente
con nosotros desde el alba
y aun antes
en el agua oscura del sueño
o en la edad de la que apenas salvamos
retazos de recuerdos
de espantos
de terribles ternuras
que va con nosotros
monólogo mudo
diálogo
la que ofrecemos a nuestros amigos
la que acuñamos
para el amor la queja
la lisonja
moneda de sol
o de plata
o moneda falsa
en ella nos miramos
para saber quiénes somos
nuestro oficio
y raza
refleja
nuestro yo
nuestra tribu
profundo espejo
y cuando es alegría y angustia
y los vastos cielos y el verde follaje
y la tierra que canta
entonces ese vuelo de palabras
es la poesía
puede ser la poesía.

Aurelio Arturo



Silencio

Cabelleras y sueños confundidos
cubren los cuerpos como sordos musgos
en la noche, en la sombra bordadora
de terciopelos hondos y olvidos.

Oros rielan el cielo como picos
de aves que se abatieran en bandadas,
negra comba incrustada de oros vivos,
sobre aquel gran silencio de cadáveres.

Y así solo, salvado de la sombra,
junto a la biblioteca donde vaga
rumor de añosos troncos, oigo alzarse
como el clamor ilímite de un valle.

Ronco tambor entre la noche suena
cuando están todos muertos, cuando todos,
en el sueño, en la muerte, callan llenos
de un silencio tan hondo como un grito.

Róndeme el sueño de sedosas alas,
róndeme cual laurel de oscuras hojas
mas oh el gran huracán de los silencios
hondos, de los silencios clamorosos.

Y junto a aquel vivac de viejos libros,
mientras sombra y silencio mueve, sorda
la noche que simula una arboleda,
te busco en las honduras prodigiosas,
ígnea, voraz, palabra encadenada.

Aurelio Arturo


Todavía

Cantaba una mujer, cantaba
sola creyéndose en la noche,
en la noche, felposo valle.

Cantaba y cuanto es dulce
la voz de una mujer, esa lo era.
Fluía de su labio
amorosa la vida...
la vida cuando ha sido bella.

Cantaba una mujer
como en un hondo bosque, y sin mirarla
yo la sabía tan dulce, tan hermosa.
Cantaba, todavía
canta…

Aurelio Arturo











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