Beso de tango

Beso de tango... delirio de arpa...

Gimió un bandoneón bajo el asfalto
y el grito se hizo charco en la vereda...

Un arpa, cómplice del eco...
acompasó, con un murmullo...
de aletargadas cuerdas...

Calló la luna... latió una estrella...
murió la noche... nació el poema...

Ángeles Charlyne


Con anteojos negros

I

Los sapos lustran
la oscuridad
con el traje
del salto.

II

Para hacerse amiga
de la noche
hay que abortar
a la tristeza
en los cementerios
o subir a la azotea
para vomitar palideces.

III

Y entonces no habrá
más ruido
ni gaviotas
bostezando estaciones
ni gusanos lavando huellas.

IV

Para volver a ser:
Un gran espejo
donde fluya la lumbre
y la música se haga eco.

V

Era yo...
Ahora me reconozco,
pero era rubia y oscura...
Un insecto
atrapado en las estrellas.
Por suerte me he soltado.
Hoy anido en una cueva
con luz propia.

VI

El graznido del viento
evoca el cuerpo tendido,
el esqueleto sin etiqueta.
Nadie se detuvo en la tumba
para ver cómo latía
la arruga del alma.

VII

Entre seres ficticios
y paredes rugosas,
algo anuda la lengua.
Hay silencios anestesiados,
Un combo de exquisiteces
sin paladar.
La esperanza es el estornudo...
La sed de soltar amarras.

VIII

A veces tengo dudas
si el poema ilustra a
la oscuridad
o
si la oscuridad
ilustra al poema.
Hay márgenes con fríos,
como una ventana desnuda.

IX

Tu nombre
plomizo e hiriente,
llueve en el recuerdo.
Una
Serenata
en los galpones.

X

Y es así
De campanas rotas
esta soledad.
Ladran perros
embusteros
dentro de sí
y
uno hace
que cree,
que disfruta,
que goza,
que come
y que bebe,
mientras que
detrás de los
anteojos ahumados
llora la siesta.

Ángeles Charlyne




El descanso de los libros muertos

Eulogia cerró el libro, la tapa roja y áspera le guiñó cómplice, pareció prenderse fuego como la noche que, envolvente, había provocado sensación de pesadez en la mirada.

La manzana roída sobre el plato de loza fina —recuerdo de familia— comenzaba a amarronarse, como la vieja enredadera del jardín, que se resistía a morir sobre el cuerpo de la tapia.

Por la persiana entreabierta entraba un aire tibio, abrumador. La mujer se incorporó del sillón para seguir el hilo de vaho. En el parque, los grises acompasaban fríos, profundamente dormidos sobre la tierra.

Arriba las nubes acompañaban similitud de tonos, como si una batalla celestial y campal se hubiera instalado entre espacio y suelo.

De pie, aferrada ahora al marco de la ventana, notó que la oscuridad se había tornado más silenciosa, “los ángeles están aquí por agua”, pensó, mientras su lengua se asomaba y la mente acariciaba otros pensamientos.

Recordó que la última jarra de agua había sido consumida, por lo tanto debería ir hasta al aljibe para reponerla.

Tomó la vela, que aún sobrevivía sobre la mesa de madera rústica, y se dispuso a cruzar el largo corredor de cemento y piedra, gastado de pasos encontrados y vueltos a perder.

La casona de la estancia que habitaba, propiedad de antepasados, había circulado como una prenda de hijo a hijo y llegado finalmente a su poder, finalmente, porque Eulogia no tenía sucesores; sus seis hijos, según se rumoreaba en el pueblo, habían desaparecido misteriosamente, cuando un vendaval de acerada lluvia descargó implacable su furia.

Eran muy niños para entonces, cuando fueron sorprendidos jugando a escondidas.

Saturnino, su padre, no halló consuelo hasta el momento que también la vida le abandonó la respiración. Triste, inerme, con el corazón herido por el infortunio, se dejó vencer sin pelear.

El carro que conducía cayó al barranco. Saturnino sabía defenderse contra adversidades, como un delfín dando volteretas sobre el aire, pero aflojó el vuelo, para adentrarse de lleno, clavándose en las profundas y sucias cobijas, que abrigaban las aguas del estanque.

El cuerpo del hombre nunca apareció, igual que los de las criaturas.

Los años habían dejado huellas inevitables, irreversibles, sobre la figura y el rostro de Eulogia; aquella mujer bonita había pasado a ser muestrario del olvido.

Su piel arrugada y fofa parecía temblar sobre una carretera donde, muchas veces, el paso de algún hombre se dejó seducir, preso de un paisaje aterciopelado, sugerente, fresco y vital.

Ella afinó la memoria como a un violín, tirando hacia atrás, desprejuiciada, la larga cabellera blanca sobre el lunar peludo de su espalda, inquieta marca de los señalados. Una confusa nota se elevó, perturbándola, como el pie desnudo marcando pasos.

Satán, el perro de la finca, la siguió fiel, lamiendo sus dedos. Ella le convidó un terrón de azúcar, que extrajo de uno de los bolsillos de la larga falda negra; Satán agradeció moviendo la cola y ladrando la noche.

Una pantera negra y un búho blanco se erigían, a los costados del sendero, adornándolo marmoladamente inmóviles, como centinelas absurdos de la vida, que palpitaba verde ocre.

Eulogia pasó al ras de las estatuas, extendiendo su mano libre y rozando el lomo de la fiera, que moría con el rugido de otro silencio.

“Los ángeles regresan”, pensó nuevamente al llegar al aljibe y ver seis cabecitas rubias detenidas en el tiempo, que asomaban anunciando: “el que no se escondió se embroma”.

La mujer rió sarcásticamente, dándoles una despedida apresurada, con puñetazos firmes que lograron sumergirlos.

Colocó la vasija, tiró de la soga como enarbolando una bandera, que no era precisamente de paz, y marchó salpicada, con la conciencia inmutable, rumbo a la casa.

La vela se apagó en el camino. La oscuridad era total como la que envolvía la vasija dentro del pozo, pero no fue grave para ella; entró segura y precisa, como llave en puerta nueva.

Tomó el libro que yacía aún caliente, fraguado de espanto, bruñido de horror.

Su índice recorrió cada página largamente; luego deslizó el señalador hasta llegar a la última, ansiosa por saber el final.

Un rayo, compañero de otras tormentas, iluminó la hoja lacerándola, como un bisturí sobre cuerpo abandonado, que indicaba:

Ve a la página uno.

La mujer, fiel devota y súbdita de la oscuridad, obedeció y comenzó a leer:

...¡Tendrás que seguir matando!... pero ahora de atrás para adelante. Deberás situarte atemporal, retrocediendo siglos, devastando generaciones. Después de que todo acabe... no tendré más hambre, podrás abandonarme sobre el estante del olvido, donde descansan los libros muertos.

Eulogia, mordaz en el gesto, selló el pacto cuando su piel ganó brillo y juventud. Eterna como una estrella, se obligó a seguir el camino libre de atavismos y plena, a pesar de que seguían llorando ángeles.

Ángeles Charlyne



Orografía

Mi cuerpo es ese mapa...
de sepias y de acero,
donde se escarchan...
lentamente las horas.
Debajo de la cortina gris...
suspira un río rojo...
Porque se muere la vida...

Ángeles Charlyne


Parir

Nueve lunas dan cuenta al almanaque...
El firmamento se viste entre celeste/rosa...
Estrellas se alinean esperando el milagro...
y un cosmos asombrado se contrae y dilata.
Una forma fetal se zambulle en aguas...
y el pequeño latido acelera la marcha.
Estallan asteroides... ¡revoluciona el mundo!...
Llega la hora de emprender el viaje.
Náufrago anónimo que abandona la barca...
Desnuda piel... sin equipaje...
Huésped transitorio que no paga hospedaje...
Las compuertas se abren... 
Llora un adiós la caja tibia...
Oscura ruta... canal... punto de luz que aguarda...
Ventana que llama a la vida.
Parir... dolor... quejido... ¡Goce de felicidad!
Un vacío en el espacio uterino... se vuelve mar de lágrimas.
Las entrañas gimen la ausencia.
Se  retuercen y acomodan... para un nuevo habitante...
Acuario del amor... que ha quedado sin sus peces...

Ángeles Charlyne


Vértigo de luz

La mirada planea en el espacio...
barrilete multicolor,
letargo que ondula,
sobre el incandescente brillo
de otra mirada.

Ángeles Charlyne













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