Biografía Anónima

Soy un oscuro ciudadano
abandonado en medio de las calles
por el cuchillo sin pan del mediodía,
despojado y marchito
como el reloj de las iglesias,
sin otro oficio que vagar entre disfraces.

Soy el familiar venido a menos,
enraizado a las tabernas
y a la complicidad del bandolero.
Mi voz naufraga en los cristales de las tiendas,
y he perdido la vista en los periódicos,
pero tengo los pies bien puestos sobre la tierra
y una almohada que vuela por los hospitales
y por los dormitorios del oscuro hogar de nadie.
Tengo una celda amable en las comisarías,
y suelo bailar a hurtadillas bajo la noche
con mi camisa blanca
y mi corbata deshojada.

Soy un oscuro ciudadano
extraviado por el mundo:
voy cogiendo colillas de cigarros,
y canto en los tranvías,
y me peino hacia atrás, valientemente,
para mostrar mi noble frente anónima
en los baños públicos y en los circos de mi barrio.

Soy un oscuro habitante; no soy nadie;
en nada me distingo de algún otro ciudadano;
tengo abuelas y parientes que se han ido
y una espalda ancha que socava
la pared amiga de las cervecerías.

Soy una ola entre todas las olas,
una ola que se levanta
a las seis de la mañana
porque ya no puede
oler el polvo de su casa,
una ola que se alza, alborozada
hacia las playas
para un retorno interminable al centro de las cosas
donde las olas todas
se empujan mutuamente
estériles y solas.

Porque yo no soy digno de mi semen,
Señor, yo no soy nadie;
estoy en medio de las calles
girando como un organillero
con mi camisa gastada, inamovible,
mirándome la punta del zapato
por si alguien quiere darme
una moneda que no quiero,
aunque nadie me ha visto pasar
esta tarde ni nunca,
porque nunca soy alguien,
ni siquiera un oscuro ciudadano
resucitado por el hambre.

Mi voz ha muerto en los cristales de las tiendas,
y tengo una espuma de mar aquí en la boca, ebrio,
porque soy una ola entre todas las olas,
que viene a morir en esta arena de miseria
decentemente con su traje de franela
y su ciega corbata
como buen hombre que era.

Fui un oscuro ciudadano,
Señor, no lo divulgues,
cesante, ¡sí!
Hasta aquí llegó la vida,
pero recuerda al fin:
yo nunca pedí nada
porque tuve camisa blanca.

Armando Rubio Huidobro



Confesiones

Soy bestia umbilical, delgada y andariega,
con un aire de pájaro en la calle.

Atado a los semáforos
por ley irrevocable.
Suelo ser atacado por mis hábitos
y por los vendedores ambulantes
que me auscultan la cara
de bar destartalado y decadente.

Amo a la ciudad más que a nadie:
las calles y edificios,
noches pobladas de mamíferos
domésticos y astutos, que transitan por bares,
y beben, y comen, y se ríen, y se ríen, y se mueren.

Soy bestia siempre en celo,
pájaro individual, enfermo.

Confiado ciegamente en mis zapatos,
no me pierdo un detalle
de lo que está pasando, que es muy grave.

Me entristecen los hombres, me deprimen
sus orejas, sus dientes, y las blandas
extremidades; las ojeras;
y los rostros desérticos, tortuosos;
bigotes, anteojos, pelos, anillos, monedas;
cigarros defendidos contra viento y marea; el fraudulento
pudor de las camisas;
y el orgullo, ese orgullo inconcebible…

Sobre todos,
los hombres que van solos por el mundo,
unánimes espaldas, hombros, rabia.

¡Voltear los autobuses, y tocarles
la oreja a los absurdos transeúntes,
saber de abuelas suyas y de hermanas,
y de la fecha atroz en que nacieron!

Cordialmente aborrezco
a los hombres de gafas, que saludan
suficientes, constreñidos,
con una mano blanda, lisa, como de nieve,
y se vuelven, y mueren
de cara ante el periódico;
a todos los que pasan
las horas entre muslos y aguardientes
perpetuando la fiesta de este mundo.

Extraña la ciudad cuando parece
no haber nadie, ni voces de Zutano o Mengano,
cuando una sombra inmensa, resollando
se descuelga de muros, y se manda cambiar,
de una vez por todas, hacia un patio sin hambre;
aunque haya transeúntes
con ojos de paloma y pecho duro,
y algunos que se tienden en las calles
con un olor a muertos
y a padre avejentado por sus sueños.

Ninguna novedad hoy en la tarde.
La ciudad y su curso inevitable.
Yo, bestia umbilical, pájaro enfermo,
he de seguir de noche
atado al parpadear de los semáforos,
a la misma ciudad donde parece
que ya no habita nadie.

Armando Rubio Huidobro


Cualidad

Que mi rostro
siga
siempre
pálido:
así
nadie
sospechará
mi muerte.

Armando Rubio Huidobro


El azar y la necesidad

El hombre es cóncavo, fortuito, necesario.
Y no nace solo, en lo oscuro y lo redondo.

Nada que hacerle:
el hombre nace torpe, intransigente
en su láctea condición, subordinado
al insípido pezón que se le ofrece.

El hombre llora y hace gestos,
quien le mueve, es el tiempo.

El hombre es un niño despechado,
sorprendido de pie por sus zapatos.

Entonces toma nota de su sexo,
certifica su origen y crece
mansamente, y reservado,
y muy cordial, y precavido y suficiente.

El hombre mira, y se enamora.
El hombre sueña, y edifica.
Y rueda por los días como una rara paloma.

El hombre se arrodilla, se persigna,
se cruza de piernas, se convence
definitivamente
de un dolor ignoto que le mueve.

Armando Rubio Huidobro




Fotografía

Si la vida consiste en poner caras
pondré unos ojos dulces
y labios sonrientes,
para que Dios, fotógrafo en las nubes,
complete su álbum familiar.

Armando Rubio Huidobro



Hábitos

Esta vieja costumbre en consecuencia
de amanecer cansado cada día
con la cara de siempre, el mismo aspecto
–cordero estupefacto, ¡no hay derecho!–
la liturgia congénita de mirarme al espejo:
descubrirme in fraganti con peineta y dentífrico
–no asienta esa conducta en mansa bestia–;
conciencia de estar vivo y respirando
–con qué objeto, qué sabes–, y otras cosas
que, por último, ahora no tolero:
la plena autonomía de mis gestos
y la fidelidad de mis zapatos.

Armando Rubio Huidobro



Isadora Duncan baila

En un café de París,
y un soldado arroja
la primera granada del catorce.

Aún se disputan la Tierra los hombres,
y renacen
Sordos clamores imperiales.

Con buen ojo el fabricante
arroja al mercado soldados de plomo,
y el cielo se puebla de pájaros extraños,
y se incendia el mar en artificios.

En Siberia cae la nieve sobre los zares,
y el mundo se asombra en los periódicos,
y las dueñas de casa recuerdan a Penélope.

Los hijos de Isadora
van por el Sena durmiendo,
y ella recuerda a su madre que naufraga en las artesas
de algún suburbio de Nueva York.

Isadora danza descalza
con el último príncipe de Italia.
Isadora baila con el pueblo,
y el pobre señor Singer, amo de sastres y modistas,
rompe nuevamente los cristales de su casa
y los invitados huyen despavoridos al aeropuerto.
El hombre admite en los estrados
que la paz es negociable.
Pero ya la Tierra echó a rodar
su cauce decidido.
Ya la rueda enzarza el cuello
majestuoso de Isadora:
el último galán ya se la lleva,
y le ha puesto rojo beso en la bufanda.

Allá va gloriosa la granada
a socavar la arena.
A Isadora la esperan
sus hijos en el Sena;
los muertos de la guerra;
Esenin, el poeta.
Allá Nueva York erige sus piedras
entre heráldicas humaredas.
Pero Isadora baila en las trincheras,
¡Isadora Duncan está danzando por toda la tierra!

Armando Rubio Huidobro




La cabeza

Me dijeron: “tendrás cabeza nueva”. Es necesario que lo hagas. Y vi a mis compañeros de universidad que se paseaban por la sala, esperando. Inscribirían sus nombres en el acta y luego se tenderían en las colchas esparcidas por la sala sobre las que pendían las guillotinas de acero. Se dejarían cercenar las cabezas con una frialdad pasmosa, casi con agrado. Yo tenía miedo: podía ser una operación muy dolorosa. Y me paseaba también de un lado a otro de la pieza, inquiriendo a los asistentes para que me diesen informes más exactos de aquello.  “Es necesario renovar la cabeza” –decían- “es una operación muy sencilla. No sientes nada. Te duermes un momento, luego despiertas y tienes ya una cabeza nueva, idéntica a la otra”. Sin embargo, a pesar de los argumentos que me daban y de las comprobaciones que verifiqué en las cabezas de mis compañeros ya sometidos, no me decidía. No había en todo caso coerción alguna; yo podía decidir respecto a mi cabeza. Era más bien un servicio que se prestaba a los estudiantes y ellos, en su mayor parte, ya se habían mudado de cabeza y salían de la sala como si nada.

Ya la sala iba quedando vacía e iban a cerrar las guillotinas. El acta había sido llenada con los nombres de mis compañeros y algunas asistentes se retiraron. Entonces, salí de allí y decidí marcharme con mi cabeza. Vacilé.  Yo era el único que quedaba, el único que tenía aún la cabeza intacta. Resolví, con gran pesar, someterme. Regresé a la sala. Inscribí mi nombre y a requerimiento de una muchacha que vestía de blanco me tendí en una colcha, bajo la guillotina. Cerré los ojos. Demoraron un buen momento. Luego, escuché cómo accionaban la palanca y enseguida el contacto frío y duro, durísimo de la hoja me señaló que me estaban cercenando la cabeza. Me nublé. Una gran oscuridad me penetró y supe que estaba sin cabeza. Un dolor tenue, pesado, se acolchó en el vacío en la ausencia de cabeza y esperé sereno la restitución. Luego, abrí los ojos y vi mi cabeza, mi nueva cabeza, idéntica a la otra. Me apretaba la garganta como soldándose a ella. Me incorporé y la sonrisa indolente de la muchacha me hizo comprender que debía marcharme con mi cabeza nueva. No sé qué harían con las otras cabezas.

Armando Rubio Huidobro



Monedas

Engominado, pulcro,
penetro en las iglesias
altivamente cirio
con mi cara de hostia
dominguera.

Y me arrodillo,
y me confieso, y me persigno,
y regreso a la calle
para comprar barquillos
con monedas hurtadas al abuelo.

Armando Rubio Huidobro



Secreto

¡Qué buen amigo del hombre
el perro!

Lame todos los huesos
y los entierra.

Y el hombre perpetúa sus actos.

Armando Rubio Huidobro















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