Árbol

Arriba,
el tronco erecto, fiel a su estatura,
valientemente alzado hacia las nubes,
la hospitalaria copa navegando
las audacias sin fin de cada viento,
el alegre bullir de savia nueva
en sus hondas y cálidas entrañas,
el verde parpadeo de sus hojas,
su acogedor arrullo, su serena
estampa de gigante adormecido.
Abajo,
un mundo inaccesible y turbulento
pleno de oscuridad e incertidumbre.
Raíces laborando como topos,
retorcidas, vibrantes, imponiendo
sus leyes cotidianas e infinitas,
extendiendo con furia sus dominios.
No hay mañanas, ni trinos ni contornos:
solamente un recóndito silencio
y una ciega avaricia encarnizada…

Lo mismo que ese árbol anclado en el sendero
yo tengo mi paisaje abierto a un horizonte
de eternas madrugadas, de pájaros insomnes,
y una esperanza nueva que me recubre el alma
como una primavera que estreno cada día.

Lo mismo que ese árbol, yo tengo mis penumbras,
mis luchas doloridas, mis viejas soledades
horadándome el pecho, y una vaga nostalgia
posada entre las venas, acechando un resquicio
para inundar mi pulso con su tristeza viva.

Lo mismo que ese árbol, me crezco en la alborada,
comento con la tarde mis últimos poemas
y encierro en un profundo destierro sin fronteras
mis íntimas heridas, mis tedios, mis hastíos.

Lo mismo que ese árbol, olvido la ventisca,
las estepas heladas, el vendaval de aullidos
que el desamor y el odio alientan y derraman,
y ofrezco al caminante mi sombra y mi remanso. 

Antonio Porpetta



Cada verso contiene
una pequeña vida luminosa.
Cada poema entero
una resurrección.

Antonio Porpetta



El amor
               
Ella duerme despacio
con un lento galope de gacelas
reclinado en su frente. Es hermosa
como una fruta fresca, como un ágata,
como un tallado capitel. Escucho
la lejana andadura de sus párpados,
el navegar inmóvil de su olvido,
su exacta placidez de hierbabuena.
Una fragancia leve
de ocultos hontanares
me descubre su cuerpo, esa clara campiña
de juncos y laúdes
donde mis labios posan su algarada
fluvial, perseguidora. No hay distancia
más corta hacia la llama
ni amanecer más puro. Se adivina
una alquimia voraz, un burbujeo
debajo de su piel,
como una permanente sembradura
de vides y crisoles.

Y sin embargo, el tiempo
maneja oscuramente sus cinceles,
su taladro tenaz:
                                                                    Yo sé que el triunfo
será suyo, que nada puede huir
de su terca presencia.
                                                                    Y sin quererlo, veo
la yedra recubriendo los alcores
de sus pechos, su boca desolada,
abatida y sumisa su cintura,
arrasado su vientre luminoso,
y un surtidor de hielo
sobre esa isla bruna que ahora emerge
feraz y retadora
sobre su mar de ópalos ardidos.
Pero ella duerme, cálida y ajena,
albergada de espumas.
                                                                               La contemplo
serena mi palabra, confiado:
porque jamás el tiempo
derrocará su sueño,
y seguirá su frente con un lento
galope de gacelas,
por el amor salvada, redimida.

Antonio Porpetta



"El poema no se termina, no es poema, hasta que encuentra un lector. Es igual que una pintura: si nadie la ve, no existe. El poema se perfecciona cuando el lector lo hace suyo, cuando el lector lo incorpora a sí mismo y lo interpreta, y puede ser interpretado de muchas formas distintas. El lector tiene una formación determinada, una visión de la vida determinada, que aplica y recoge en ese poema."

Antonio Porpetta


Elda 1936

No puedo concebir el mar sin mí
ni puedo concebirme sin mi mar:
nací junto a la ausencia de mi mar
y su memoria azul habita en mí.

Con su claro prestigio vibra en mí
la sonora presencia de mi mar:
la voz apasionada de mi mar
me dice que sin él no hay yo ni hay mí,

y tan hondo el amor alienta en mí
que cuando no estoy cerca de mi mar
siento mi corazón lejos de mí.

Eternamente unidos yo y mi mar:
porque mi mar es ya parte de mí,
y un día seré parte de mi mar.

Antonio Porpetta
Del libro “Adagio mediterráneo”, Premio José Hierro, 1997



"Hablamos del poema y nos olvidamos que es una obra de arte, tal como lo es una sinfonía, una escultura o una pintura; por supuesto, toda la carga ética del poeta está en cada obra de arte, en mayor o menor medida, más o menos simulada, o más o menos ficcional, pero siempre hay una carga ética profunda. El poeta es un referente ético, pero no un imponente ético, introduce su propio concepto de la ética en el poema.
Hay una frase de Jean Cocteau que a mí me encanta y que define perfectamente al poeta: "El poeta es un gran mentiroso que siempre dice la verdad". Es verdad, dice Porpetta, el poeta es sincero en el momento en que escribe, pero tiene que meter una parte de ficción para darle forma poética a lo que él quiere decir."

Antonio Porpetta



Julia Anula

“Julia Anula, hija de Cayo, aquí yace. Por el hado nefando
amenazada, poco vivió: la muerte la arrebató cuando contaba
18 abriles de su joven edad. Dile, oh viandante, séate la tierra leve”.
(Lápida romana. Museo Romano de Mérida, Badajoz).

Que jamás puede ser la tierra leve
para tu cuerpo en flor,
oh Julia Anula, dieciocho
abriles en silencio
y en terrible quietud.
Que pesa, y duele, y amordaza
esa oscura tierra que te inunda
los ayer limpios ojos,
la boca soñadora
de un beso iluminado,
los derruidos pechos
tan sólo acariciados por el frío.
No eres ya ni recuerdo, Julia Anula,
ni siquiera
ceniza en columbario,
mas perdura tu huella en el granito
proclamando
tu presencia fugaz.
¿Qué praderas habitas
qué lagunas
reflejan tu silueta de gacela,
qué bronces de campanas se alimentan
con el llanto lejano de tu voz?
Los dioses te acogieron
con la esquiva sonrisa del que oculta
un error disfrazado de destino,
que no es justa la muerte
si la vida es promesa no cumplida.
Perdónalos, y duerme
un sueño de truncadas primaveras
entre tus manes familiares,
mi dulce Julia Anula,
triste memoria de muchacha,
sólo nombre,
definitivamente piedra.

Antonio Porpetta


La herida

Poesía es respirar por la herida.
Leopoldo de Luis.

Si vuestra herida es, sencillamente
, una simple lesión de los tejidos
penetrante o contusa,
una ofensa a la piel originada
por violencia exterior,
más o menos extensa o lacerante,
más o menos profunda... la solución es fácil: una cura
con la asepsia debida,
una limpia sutura realizada
por un buen terapeuta,
y sólo os quedará la cicatriz.
O ni siquiera eso: puro olvido.

Mas si la herida oculta su amenaza
en hondos laberintos,
y extiende la espiral de su amargura
por secretas regiones, invadiendo
los huecos intangibles, las calladas
raíces de lo humano,
lenta será la lucha, imposible
su exacta curación.
Habitará en vosotros como un huésped
cercano y duradero,
sangre será de vuestra propia sangre,
testimonio implacable del latido.
Con el tiempo será la compañera
de tristes aventuras:
quizá lleguéis a amarla porque os ame
con su aterida voz, con la certeza
de su tenaz caricia.
                                 Y algún día
despertaréis sin miedo respirando
por ella, y en su imperio
quedará encarcelada vuestra vida.
Aunque os ciegue su llanto, aunque os pese
su carga de dolor.
Porque sólo seréis lo que ella os duela.

Antonio Porpetta


Las palabras

Llegan puras, calladas,
como dulces insectos,
invadiendo mi frente
con su zumbido leve,
portando entre sus alas
esos frágiles fuegos
que estallan en mi sangre
sus cascadas de vida.
Me adivinan cansado
de caminar el aire,
de pulsar el espacio
que me conduce a ellas,
y entonan en mis labios
sus cánticos de polen
en los que sólo crecen
espejos y almenaras.
Algunas traen la noche
ardiendo entre sus dedos
y derraman su acíbar
en mis pobres asombros;
otras son manantiales,
fulgurantes prodigios
que anidan en mis huesos
sus entrañas de azogue.
Palabras como huellas,
dejando en los alféizares
un lacre enamorado,
vivísimas palabras,
saltimbanquis del alma
sobre una red de sombras,
palabras como astros,
como madres sonoras,
diminutas palabras,
que juegan como pájaros,
palabras generosas
que nos llenan los ojos
de un trigo inagotable,
doloridas palabras,
palabras desplegando
tormentas y paisajes.
Vosotras sois mi patria,
mi único universo:
sólo con vuestro aliento
puedo habitar sin llanto
esta vieja intemperie,
esta piel fatigada.
Vosotras me hacéis libre:
en vosotras renazco.

Antonio Porpetta


Los ángeles del mar

Los ángeles del mar, cuando llega la noche,
arrastran suavemente a los ahogados
hasta playas amigas,
y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas
y peinan su cabellos con esmero
para que no parezcan tan difuntos
y sus madres, al verlos,
                                       no piensen en la muerte.
A veces depositan sobre sus pobres párpados
dos denarios de plata recogidos
de algún pecio profundo
para borrar el miedo de sus ojos
y que el asombro vuelva a sus pupilas,
o ponen en sus manos caracolas y pétalos
como si fueran niños que dormidos
quedaron en sus juegos.
Finalmente, con leves movimientos,
abanican sus rostros muy despacio
y ahuyentan de sus labios las últimas palabras
dejándoles tan sólo los nombres de mujer...
Casi siempre suplican a los altos querubes
que trasladen sus almas con cuidado,
porque el mar dejó en ellas salobres arañazos,
golpes de barlovento, heridas abisales,
y en el más largo instante
vieron cómo sus vidas se alejaban, se hundían
en el temblor callado de las aguas,
y con sus vidas iba su memoria,
y en su memoria todo cuanto amaron
o pudieron amar,
                             y su dolor fue grande...
Cumplida su misión, vuelan los ángeles
hacia las blancas ínsulas del sueño,
y los ahogados quedan
                                     solitarios y espléndidos
en sus dorados túmulos de arena,
serenos como dioses,
                                   dignos en su derrota,
esperando que nazca la mañana,
que les cubra la luz,
que jamás les alcance
                                    el frío del olvido.

Antonio Porpetta



"Los sueños y los deseos son mi forma de vivir. Enumerarlos es imposible."

Antonio Porpetta



Los suicidas

Suicidarse en el mar es como desnacerse
en el claustro materno,
es como retornar a la tibieza
de la verdad primera,
redescubrir el hálito fugaz que nos perdura,
quizás la certidumbre
                                   de que también el fin
puede ser una forma de empezar.
Hay suicidas muy torpes: tienen prisa
en sus renunciaciones
y eligen sin pensar acantilados
altos como el desprecio,
                                       foscos como la ruina
para el vuelo final.
Acaban casi siempre
como siempre vivieron: en alguna caverna
de escollos heridores,
atrapados en redes sin linaje,
recubiertos de umbría,
anclados a su malva soledad.
Pero hay quienes ofician el suicidio
como un rito: se visten
de túnicas muy blancas,
con guirnaldas de flores
dan prestigio a sus sienes,
y enaltecen sus cuellos y sus manos
con bellísimas joyas y abalorios
cuyo fulgor conforta los sentidos
y el ánimo sosiega
                               y la inocencia acrece.
Después, tras consultar tablas lunares,
astrónomos, augures, cartas de marear,
escogen una fecha de otoño transparente
y con el claroscuro de la tarde vencida
se internan con cuidado entre las aguas,
la mirada en sus culpas,
el olfato en su ausencia,
el tacto en sus ensueños,
mientras van repitiendo las palabras
que jamás escucharon
y que siempre quisieron escuchar...
Con su gentil y antigua cortesía
acoge nuestro mar a estos pulcros suicidas,
les da la bienvenida, les recibe
en su inmenso nidal.
Y arrullando su frágil mansedumbre,
entre un magno silencio de ondas y presagios,
les orienta hacia dársenas ocultas,
hacia anónimas calas donde aguarda
una pequeña barca que ya tiene
                                                   la orden de partir.

Antonio Porpetta













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