Camécuaro
               
Salve, la alberca azul, nido de fuentes
que en medio de antiquísimos sabinos
dilata de sus aguas transparentes
la soñolencia y el color divinos.

Las raíces lamiendo con molicie
de los troncos tan altos como viejos,
extiendes tu serena superficie,
que forma aquí y allá rotos espejos.

Cien y cien escondidos manantiales
tu seno rasgan con pausado giro,
y atesoran en tu álveo sus cristales
de líquida esmeralda y de zafiro;

pero tan lentos en manar se esmeran
que la arena brillante mal revuelven
en espirales, que tu paz no alteran
y en tu seno muy pronto se disuelven.

Sólo turba tu plácido sosiego
una gota, que suele deslizarse,
en círculos concéntricos que luego
en tu eterna quietud van a borrarse.

Como  naves de templos comenzados,
como  bosques de cimbras y pilares
se elevan, por tus aguas retratados,
en filas los sabinos seculares.

Y enseñan en los rudos filamentos,
de sus troncos los siglos, que han vivido,
y cuelgan desceñidos a los vientos
sus mechones de musgo  encanecido.

¡Cómo  es encantador, cuando en la tarde
abraza al rojo sol para morirse,
ver el incendio, que a lo lejos arde,
en tu inmenso cristal reproducirse!

¡Cómo  crece la hermosa perspectiva
mirada contra el sol! Forman las ramas
aquí y allá las curvas de la ojiva,
dejando penetrar vividas llamas.

Los  rayos en fantástica aureola
a tus ancianos árboles circuyen,
y su luz el ramaje tornasola
de tus enebros, que su luz obstruyen.

Cuando  la luna con su fuego blando
los dorsos de los árboles platea,
sus gigantescas sombras recortando
sobre tu linfa, a trechos cabrillea.

Claridad y tinieblas en lo hondo
alguna forma caprichosa abultan;
y con la luz cien iris en el fondo
de tus veneros límpidos resultan,

que al remover la arena en borbollones,
debajo de tus aguas cristalinas,
hacen pensar en tales ocasiones
en el mito de Náyades y Ondinas.

Arropada en translúcidos vapores
viene a verte la luz de la mañana:
no le das ni suspiros, ni rumores,
que eres muda, mi plácida fontana.

Tú  no sabes parlar, cual si vivieras
en un eterno amor embebecida
o como  si por siempre padecieras
la tristeza más honda de la vida.

Atenógenes Segale


Corona de espinas

Cuando piensas a solas hijo mío,
con deleite visiones de impureza,
yo contemplo de Cristo la cabeza,
que vas de abrojos a ceñir impío.

Oigo crujir de un modo que da frío
las puntas que rechinan con fiereza
resbalando en el cráneo, que empieza
de carmín a brotar tibio rocío.

Ya te miran de lágrimas bañados
los ojos del Señor, tan dulcemente,
que ablandaran a tigres no domados.

Y, ¿tú sientes placer, y tu alma siente
que está bien, repitiendo los pecados,
de tales rosas coronar su frente?

Atenógenes Segale



El primer viático

Fue la primera vez esa mañana
que a mi Señor llevé junto a mi pecho
de un moribundo al doloroso lecho;
y la que iba a partir era mi hermana.

Lo pongo en el altar, que olores mana,
todo de prendas muy queridas hecho;
y recibo, ya en lágrimas deshecho,
las confesiones de su fe cristiana.

Calló su voz que dulce respondía,
y en su semblante de ángel resignado,
la luz de la esperanza sonreía.

Y le di el Cuerpo del Señor (que alado
le acompañase por la eterna vía),
con gotas de mis ojos empapado.

Atenógenes Segale









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