Como un arbolejo en tierra devastada

Como un arbolejo
en tierra devastada,
quiero estarme inmóvil y sentado.
Desechadas las palabras
como hojas caídas en el suelo,
quiero quedarme sentado
aun de noche cuando corre a velocidad
un caballo bañado en las ancas
con luz de luna.
Sin embargo, aquí no llega el invierno.
Por más que las deseche,
las palabras surgen sucesiva
y agitadamente,
y con un baile radiante de luciérnagas,
hacen palidecer todo a mi alrededor.
¿Quién es
quien hace crecer frondosas las palabras
aunque estén rotos los troncos,
y me inclina hacia los otros?

Yutaka Hosono


El deseo

En el abdomen y hacia la espina, en línea horizontal,
hay un mar desteñido.
Mi hijo ahí, desarmado, a medianoche,
hecho un montón de palillos chamuscados,
llueve como tortugas.
Las bombas incendiarias.
Las lápidas sepulcrales en el arenal.
Con un brazo arrancado al niño,
la mujer viene corriendo.
Los cabellos se mecen en el fondo de la cuneta.
La ascensión al cielo de la novia.
El joven aferrado al recuerdo
como si abrazara aquellas piernas blancas,
desea aplastar el trasero de la abeja
porque la imagen no es tridimensional
por mucho que se proyecte en la pantalla.
Y bebe la charca de un trago.
Lame con avidez el casco del buque de ágata
y espera el final mirando para arriba.

Yutaka Hosono



El rencor

El soldado murió golpeado.
Murió golpeado por el cabo
que lo tiró a puñetazos,
lo forzó a levantarse
y lo siguió golpeando.
Finalmente, el soldado cayó de bruces
y murió.
Detrás de la cerca
brillaron los ojos de unos niños
entre los cuales siguen brillando
los míos.
El soldado murió callado,
reprimiendo su cólera, su terror y su reclamo.
¿Cuántos soldados murieron así?
Que no sea la muerte nada más que una pérdida;
que se llene el mundo con las almas
de los que mueren oprimidos

Yutaka Hosono



Flor, la otra cara

Si yo tuviera una lengua de mariposa,
entraría en ti más y más profundamente
y te chuparía todo el amor.

Pero mi lengua es corta y plana,
por lo que sólo lamo esmeradamente los pétalos
y ando impaciente por el pistilo.

Sólo llego a un punto en el que aguardo,
mi Musa que se aleja de mí, y a pesar de ello,
viene apareciendo ante mis ojos cerrados algo sublime.

Es como las nubes, se transfiguran constantemente,
en montañas, en sueños, en alas de mariposas que atraviesan el océano,
y a veces en dos cuerpos que se aman.

Hasta donde me sea posible acerco la nariz y la boca
a la flor que se sostiene entre las piernas atléticas como de una adolescente,
aspiro lentamente el olor húmedo y nostálgico de la tierra natal.

“Ésta es mi otra cara”, tú murmurando,
te quedas liberada.
¿Eres mi madre?

Es como si yo lo saboreara por completo con mi lengua.
Pero tú que estás siempre lejos,
como los pechos muy distantes.

Yutaka Hosono



La Luna pálida
se asoma por el bosque
de altos bambúes

Yutaka Hosono



Las mejillas coloradas de mi madre

En los inviernos
se hicieron más coloradas las mejillas de mi madre,
y brillaron vivamente, de especial manera,
aquel invierno del año cuando se perdió la Guerra.
En ese entonces por el golpe de la derrota,
se enfriaron aún más los corazones de la gente.
Ese frío hizo que la nieve fuera más intensa en la zona
semirural que está en las afueras de la ciudad de Yokohama.
Y a medianoche cuando vinieron a buscarla,
mi madre salió desafiando el viento glacial sobre su bicicleta,
amarró el maletín negro al portaequipajes,
y partió hacia la casa donde esperaba la encinta aguantando
sus dolores de parto.
Siempre vinieron a buscarla en las altas horas de la noche,
mi madre antes de salir averiguaba sin falta la hora del
pleamar. Mi hermano menor y yo, que éramos estudiantes
de primaria, nos aferramos a las ropas de la cama,
y abrazando el vacío que quedaba
después de la salida de nuestra madre,
le pedimos que nos jurara
que regresaría pronto.
Cuando empezaba a amanecer, en el crepúsculo,
percibía en la espalda la resonancia del primer vagido,
mi madre retornaba precipitadamente a casa por la carretera
de Hachiouji, y yo la estaba mirando en el sueño

Yutaka Hosono


Los pechos

Tú has vuelto a mí
como lo presentí
en la pena desquiciante
de haber estado separados
miles de noches y días
tuyos y míos.
Y a la juventud en que no éramos hábiles
regresamos volando de un tirón.
Y tus pechos que nunca vi
y tus pezones como ciruelas
un poco hundidos tal vez,
aparecen claramente
en mis ojos entrecerrados,
como estaba en aquel entonces.
Por eso, permíteme
tocarlos levemente.
Tu sonrisa coqueta
como rizos de agua me estremece,
y cosquillea mis orejas.
Es demasiado penoso para mí
jurar con el corazón
que nunca dañaría tus pechos.
Por eso te abrazo con fuerza
vestida con el traje de bodas del sueño,
ese que nunca puede recuperarse,
en el césped de medio día donde se alinean las lápidas
en las que han grabado
la pena que me has dado
más allá de millares de noches.

Yutaka Hosono








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