"Como en la vida, todo es problema en el ajedrez, desde la apertura hasta el mate. Pero todo es equidad y todo es ley. Tengo aquí peones, Caballos, Alfiles: están medidas mis potencias. Puedo adquirir, sin embargo, nuevas fuerzas por la combinación acertada de las que me han sido consentidas. Y, a la inversa, puedo disminuirlas o perderlas. Nadie sino yo tendrá la culpa de esto. Una combinación errónea me traerá siempre a menos, bajo el jaque del rival. De donde se infiere, provechosamente, que la violenta ambición es perversa consejera, y que tan sólo se ha de tomar en cuenta el interés de la armoniosa verdad. La multiplicidad de peligros de que vivimos rodeados se evidencia en el tablero. Hemos jugado por fin. ¿Qué hará el adversario?... Es el dueño de innumerables posibilidades; el mero paso de su peón, con ser nada más que un peón, puede comprometer todo mi plan y ocasionar mi ruina. Lección incomparable, que nos instruye en la suprema ley de la relatividad. ¿Y lo que se pierde, se pierde para siempre? El ajedrez nos da un consuelo. Si cuidamos la marcha de los ínfimos peones, tan pequeñitos como son, apoyando su avance con bien distribuidas fuerzas, alguno de ellos entrará a los últimos cuarteles del adversario y será nuestro precio de recate por la pieza grande que entregamos en temerario arranque al lazo del enemigo. Así, del propio error viene a servirse el ajedrecista paciente para la ulterior victoria. Parece que por tales caminos se nos aleccionará de que no hay modesta intención ni altruista constancia que al cabo no fructifique. Porque todo este juego se funda en el ejercicio altruista de los poderes, como se ve de inmediato cuando se considera que siendo el Rey la pieza menos útil, por él pelean las demás, denodadas y terribles. También se advierte que la pieza jaqueada no atiende nunca a su particular salvación sino a la del conjunto que se le sobrepone."

Arturo Capdevila
El tablero de ajedrez


Córdoba de las campanas

Eran unas dulces
claras notas finas.
Eran las campanas
de las Catalinas

Eran un canto alado
como de promesa.
Eran las campanas
de Santa Teresa

Eran una voz
diciendo un distinto.
Eran las campanas
de Santo Domingo

Eran una voz mansa
llamando al aprisco.
Llamaban a misa
las de San Francisco

Eran unas voces
de amor hecho sed.
A misa llamaban
las de la Merced
Eran una voz llena
diciendo María.
Eran las campanas
de la Compañía

Eran unas notas
de bronce y cristal.
Con altos acentos
ahuyentando el mal

O Gloria diciendo
con el claro metal.
¡Eran las campanas
de la Catedral!

Serán como risas
cuando ríen dos,
repiques del Huerto
y del Niño Dios.

Arturo Capdevila


El que quiera la Paz

El que quiera la Paz
El que quiera la paz en la muerte,
que la halle en la vida.
Sólo rige en la ley de la suerte
la propia medida.

El que quiera silencio en la tumba,
llévelo ganado.
En la muerte se alarga y retumba
lo que ya ha sonado.

El que quiera encender el abismo,
borrar el pecado,
ilumínese y sea lo mismo
que cielo estrellado.

El que quiera la gloria en el cielo,
¡hallar al Señor!
viva y muera vibrando de anhelo,
¡ardiendo en su amor!

Arturo Capdevila


En vano

Cuánto verso de amor, cantado en vano!
¡Oh!, cómo el alma se me torna vieja
cuando me doy a recordar la añeja
historia absurda del ayer lejano!

¡Cuánto verso de amor, gemido en vano!
primero, fue el nectario, y yo la abeja...
Después mi corazón halló en tu reja
la amarga nieve que lo ha vuelto anciano.

¡Cuánto verso de amor, perdido en vano!
Hoy están mis ventanas bien abiertas;
hoy soy... hay muchas flores, y es verano.

Pero da pena ver, junto a mis puertas,
en un montón de mariposas muertas
¡tanto verso de amor, llorado en vano!

Arturo Capdevila



Epitafio

Del repecho más alto del acantilado que fue
se despeñó hasta el fondo de sí mismo.
Tardó toda su vida cayendo.
Ya llegó.

Arturo Capdevila



In memoriam

Madre del alma, madre: Es la hora en que pienso
las cosas más amargas. De par en par abierto
está el ensobrecido palacio del recuerdo.

Por las desiertas salas, bajo los sacros techos,
la vieja pompa es humo; toda la casa, un hueco;
y en el hogar, tú sabes, que es ya ceniza el fuego.

Así es la vida: polvo. Menos que polvo: viento.
Menos que viento: sombra. Menos que sobra: un eco
Acaso un eco inútil. ¡O todavía menos!

¿Qué me quedó siquiera de tus sagrados besos?
¿Que me quedó de aquellas caricias de otro tiempo?
Polvo en la frente... ¡Vana ceniza entre los dedos!

¿Qué me quedó siquiera de tus postreros besos?
Contigo se callaron. Contigo se durmieron.
-También los enterramos, dirá el sepulturero.

Por el callado alcázar de mi recuerdo, yerro.
Contémplanme las quietas cariátides de yeso,
y hay una que interroga:
-¿Qué quiere acá, ese muerto?

Arturo Capdevila


Magia negra

¡Atadla! ¡Desnudadla! ¡Suetadle
los brazos con la propia cabellera!
¡Sujetadle los puños por la espalda!
¡Cerradle el nudo con sus mismas trenzas!

Machacad entretanto en el mortero
hasta que polvo imperceptible sea,
la antigua pasta... ¡Machacad de modo
que en un polvo infernal cuaje la mezcla!

Mientras esto se cumple, vieja maga,
no olvides a las cómplices estrellas.
Yo cuidaré del trébede maldito,
donde el incienso que embrujaste humea.

Y cuando tú lo mandes, profetisa,
yo mismo entre las carnes traicioneras,
le marcaré el tatuaje, poco a poco,
conforme al rito de la magia negra.

La hechizaremos con tan grave hechizo
que una roja locura la enceguezca,
y con los ojos ciegos, desolada
por infinito horror cruce la tierra.

De modo tal que el sacrilegio horrendo
que así me libra a la tiniebla eterna,
sea el crimen más cruel que hayas cumplido,
¡sacerdotisa de la magia negra!

Que así la amo y así por su pecado
pierdo el alma en las hórridas tinieblas...
¡Sacerdotisa!... Sí... Nada me digas...
¡Sé que el octavo círculo me espera!

Pues yo mejor que tú sé de tus artes,
y mucho más que tú sé de tu ciencia...
Por eso, por tus signos te lo juro:
¡Ay de ti si la cábala te yerra!

Arturo Capdevila


Siempre!

De niño cuando a mi pueblo
todo llegaba por avión
o a lomo de caballo
entre la lluvia la noche el lodazal la selva
mi padre reposaba leyendo una por una
las páginas hermosas de la revista Siempre!

Yo aún no había tomado ni caballo ni avión para conocer México
México era el país y su espejo era Siempre!

Lo importante de México pasaba por esas páginas en sepia
que leíamos con mala luz eléctrica
Ahí aprendí a leer el rostro múltiple de la patria
bajo la mano sabia por apenas visible
de mi joven padre en sus treinta
Este es el doctor Atl me dijo un día cuando el pintor murió
y su noble barba ennobleció la portada de Siempre!

Y yo veía los rostros de Leduc Gómez Arias Domingo
y Suárez Alvarado Gutiérrez y González
Zabludovsky Pagés García Naranjo.

y deletreaba el nombre de la patria
como si fuera el rojo corazón del planeta
Todo esto me brota en la memoria ahora
justo ahora en que mi foto sale en la revista
y se habla bien de mí como del hombre limpio que mi padre soñó
y se honra en mí al poeta que con seguridad mi padre no soñó
Se habla de su hijo:
uno que pudo hacer que sus palabras fueran puras.

Y yo algún día soñé y si no lo soñé hubiera querido
que mi padre encontrara esos artículos donde se habla de su hijo
hojeando una por una las páginas de Siempre!

que treinta años después sigue llegando al pueblo
por vías menos ásperas mucho menos hermosas
que el lomo de un caballo
o las alas de un avión sobre el follaje espeso
Pero mi padre nunca podrá ver esas páginas:
la luz ha abandonado sus ojos para siempre
Aunque ahora tengamos en el pueblo tan buena luz eléctrica.

Arturo Capdevila


Sobre las ruinas

Ayer pasó la muerte por mi casa...
Se hizo una noche solitaria en torno,
y en medio de las sombras de la noche,
se hacinaron escombros sobre escombros.

El isócromo golpe de las picas
desmoronó el hogar. Así fue cómo
se desplomaron los antiguos muros,
y hoy ya no son más que ceniza y polvo.

Un agrio ruido de hachas rechinaba
en el huerto infeliz. Tronco por tronco,
los árboles cayeron en un vasto
montón sobrío de ramajes rotos.

Noctívagos murciélagos, rondando
por el húmedo ambiente borrascoso,
con sus alas de trapa y de tiniebla
marcaban el compás de mis sollozos.

Unos búhos graznaban en la sombra...
Transido de terror, clamé socorro...
Dos búhos de la sombra me escucharon...
Se asentaron los dos sobre mis hombros.

Desde entonces, de pie sobre las ruinas,
a los recuerdos del ayer me acorro;
y cuando nadie mis angustias sabe,
doblo la frente, y por mis padres lloro.

Arturo Capdevila















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