El agua y Mongolia

No pienso en el mar cuando tomo agua.
De pie en la cocina,
sólo alzo la mirada hacia el sucio ventilador azul.
No siento ni en el corazón ni en la espalda
las oleadas lejanas de la boca del río o de la bahía.
Que en medio de la llanura de Mongolia, parecida al mar,
haya un paso
con televisor
no se me ocurre, tampoco que el cuerpo humano
sea casi por completo de agua
ni que el alma sea de agua.
Cuando tomo agua,
con cariño corre una oveja por la tráquea
como una pincelada pianísima.
En ese instante el cuerpo sosegado
tiembla con fuerza,
pero no pienso en los mongoles que persiguen las ovejas
cuando el agua atraviesa la garganta
Ni tú pensarás cuando tomas agua
en hombres mongoles.
Ante el eco del sonido gutural,
no se te ocurrirá pensar
que los mongoles caminan hacia la orilla
a grandes zancadas con botas largas de cuero de oveja
Caminen, hasta donde resplandece el agua.
Al soplar el viento sobre la llanura seca de la orilla,
los pastos bajitos ondulan, como si las ovejas
estuvieran dormitando.
Los pastos secos se erizan susurrantes contra el viento,
la agilidad de los susurros movedizos,
¡qué brincos tan suaves!: –nada de esto
lo pensarán cuando el agua atraviesa la garganta.
Sólo de un vaso transparente
tomamos agua a borbotones sin pensar en nada.
Es lo más lógico.

Toriko Takarabe


El perro retórico

Del extremo del campo desierto corre el viento
como un perro salvaje: al escribirlo, tuve un desasosiego
ante la expresión, quizá porque tiene una retórica inútil.
En el campo desierto bajo la oscuridad del alba
corre algo que no se sabe si es un viento o un perro:
ésta es la frase que corresponde a mi primera impresión.
En realidad, del extremo del campo desierto corren perros
como el viento, unos perros hambrientos
que vienen en manada a toda carrera
El viento huele a bestia
El viento corre con flameantes pelos desconocidos
El viento golpea con ferocidad
El viento muge en remolinos alrededor del bebé
El viento corre recogiendo algo dulce y blando
Los perros parecían remolinos
porque todavía no amanecía
supongamos que hay cadáveres de los refugiados, 
botados por allí
¿El viento sonará más poético que el perro?
¿Me conduce a salvarme a mí mismo?
En fin, los perros devorarán al bebé
Aunque así sea el mundo,
no quiero distinguir el viento y los perros salvajes.
Ambos corren con pelos flameantes

Toriko Takarabe



La frase prohibida

No mires el pozo profundo,
que ahí siempre está muerta la hermana pequeña.
No te despiertes al amanecer,
que escucharás el eco de
los disparos y los retumbos de las orugas
En el mundo aún copian aquella época.
“La vida no tiene sentido”:
al escribir esta frase, originará una carcajada a mi hermana
difunta por primera vez.
“Claro, no tiene ningún sentido”,
sigue escribiendo la poeta con énfasis.
Sobreviviendo como refugiada, mi hermana,
un día antes de su muerte,
tuvo ansiedad por comer una salchicha.
El sentido de la vida que se intensifica
día tras día es siempre carnal.

Toriko Takarabe


La muerte que siempre veo

A mi hermana pequeña, que murió como refugiada

Vestida de azul celeste,
mi hermana aparecía y desaparecía en un bosquecillo.
Con una flor de peonía, casi del tamaño de su cara,
mi hermana, ay, se cae debajo del puente.
Al fondo de ese río del valle lejano,
permanezco despierto,
para recogerla en mis brazos.
Una herida azul
atraviesa mis brazos
Desorientadas por un fuego corredizo que viene del campo,
ya ni mi hermana ni yo nos encontramos allí.
Un grito sollozante que se escucha
en medio de los maíces no es mío.
Al despertarme,
me doy cuenta:
abandoné a mi hermana
en la inmensa garganta del sueño.
Ya no volveré,
no volveré jamás
Pero ¡corre, corre!
Se me abre la herida a medida que corro,
se me abre con color de peonía,
y me muero, me muero muchas veces.
Tras mi muerte,
mi hermana se esconde en el bosquecillo,
donde hay un nido de pájaros.
Se la tragó la corriente amarilla del Río Tangwang
De repente me despierto.
No podré volver, no quiero escuchar un disparo
en medio del sueño con los restos de un grito sollozante.

Toriko Takarabe


Remolino de humareda en el concierto

“En mi concierto arremolinan humaredas de cañones,
mi concierto es relativamente violento,
mi concierto es amado”,
dice el cantante con un gesto exagerado.
Dedica sus canciones con fervor
a los americanos necrofílicos,
que no dejan de amar la humareda y la violencia,
que no dejan de desparramar cadáveres en todo el mundo
Un sonido grave y retumbante vibra
en los corazones de las mujeres.
Y lo que vibra en los corazones
es algo violento
es algo obsceno.
Las mujeres se convulsionan con vergüenza,
pero no dejan de querer el sudor del cantante.
“Ay, Dios, dame los ojos para ver sin falla.
Como un arcoíris de misil que sobrepasa la montaña desierta,
te voy a dar un consuelo tremendo”,
el cantante lanza con un beso
la bufanda empapada de sudor a los gritos.
Con una sonrisa de broma en una mejilla, inicia el concierto
en medio de la reverberación de las lentejuelas
“Aunque no conozco España,
me gusta el flamenco.
Aunque no conozco el paraíso,
dicen que es donde yo nací”.
Aunque el cantante no parece un ángel,
ha de ser una variación.
Ha pasado medio siglo sin que nadie se dé cuenta,
y la poeta llora ante la broma de los años.
“Vamos, doncella platinada”,
cantaba para cortejar y señalaba el cielo
ese cantante que murió hace mucho tiempo,
pero la poeta insiste en repetir el remolino de humareda,
quiere vengarse con un ritmo violento,
aun cuando todos los contrincantes estén muertos.

Toriko Takarabe











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