El árbol que yo veo

I
Guatemala pura

Hoy como nunca
te presiento:
te veo aparecer
en la ventana azul del cielo,
con sonrisa melodiosa
de marfil
y profundos ojos
cual caminos en la selva.
Te veo diáfana y pura
como gota de rocío
en la alborada
sobre el verde primigenio de una hoja.
Del rocío eres cuna
del árbol eres vida
por inhalación del infinito.
Eres hoja verde
en la rama de un tronco portentoso.
Eres isla sonora
en el silencio del tiempo
y la distancia:
arcoíris vital
de esta pervivencia esplendorosa:
refugio de los ojos de las aves,
tremenda explosión
de la belleza.
Extensas planicies,
montañas portentosas te nacen desde adentro
del calor de tus entrañas.
Eres cuna de bosques majestuosos,
de verdes, de colores de nostalgia
y de alegría:
emanación de vida y de esperanza
como verde nacido en el desierto:
cual pensamiento nacido en la tiniebla.

II
Guatemala desnuda

De tu cielo lloras agua
transparente y cristalina
con profundo dejo de tristeza
algunas veces,
con llanto entristecido
mas con vitalidad esplendorosa
en difíciles momentos.
Eres madre
de vidas y esperanzas,
cobijo de la luz
y las tinieblas:
tierra impregnada
de raíces
de lagos
de volcanes
de ríos
de montañas
de noches estrelladas
y de días luminosos:
eres patria
eres hogar
lucha cotidiana
y reposo continuado
de las almas:
eres la patria mía
que me enseña la alegría
y la tristeza
la vida y la muerte
natural o provocada:
muerte tranquila
o llena de torturas
de saña y de odio
envuelta en halos de pólvora
o en filos de cuchillos.

III
Guatemala enferma

De tus raíces nace el agua:
no el agua satisfecha de la vida
sino el jugo de tu dignidad pisoteada,
las gotas de tu dolor atormentado.
¿Cómo es posible
entre tu sol y tu cielo
entre el verde de tu campo
y el agua de tus entrañas
que sucedan cosas así?
¿Por qué tus células
células de tu sangre
degeneran en ríos de odio
de saña y de tortura?
¿Acaso todas
no han nacido de ti
esplendentes hacia la vida?
Por eso has derramado el agua
de tus raíces profundas:
como gotas destiladas del dolor
y el sufrimiento:
por el aumento desmedido
de cicatrices que se transforman
en castrante tumor,
en foco de infección atosigante.
Mas sé que tienes fe,
que tus células sanas
son más numerosas y con fuerza vital
para abrazar la vida.
Sé que vencerás. Que el camino recorrido
a través del tiempo y la distancia
es sólido: ¡la ruta hacia la victoria apetecida,
hacia el triunfo del verde
del sol y de la vida!

IV
Guatemala, me conmueves

Eres esperma de toro robustecido:
semilla de tierra florecida,
trozo de verde esperanza.
Me conmueve el cantar de las aves,
la salvaje pulcritud de tus selvas,
el color amarillo, rojo, verde
o el azul robustecido de tu cielo.
Explotan en mí los arrecifes orgullosos
de tu cuerpo
y las olas transparentes de tu viento
se abren al paso de mi pecho.
Me conmueven tus ríos poderosos
Y los riachuelos de agua clara
que te peinan con cariño;
las veredas húmedas
las flores a sus veras
que el sol refleja en la eterna primavera
de tus días.
Me conmueven las lágrimas del cielo
vertidas para la vida:
pero más me conmueven
las derramadas lágrimas de tus mujeres,
los ayes de tus niños
el pecho partido de los padres,
la sangre derramada.
Escucho el surtidor de llanto
que mana del corazón de las madres,
los ríos que arrastran a las viudas,
a los huérfanos
y veo la tierra abierta que recibe a los hermanos.
Veo a escuálidos niños
con lago de parásitos entre el vientre:
un halo de alma pura
con un cuerpo deshaciéndose a pedazos.
Mas te veo como esperma de toro robustecido:
con tu verde esperanza más intenso
bajo el azul incontenible de tu cielo.
Por eso de frente yo camino:
te recorro en lo profundo de tus selvas
y he de verte florecer
con flores hermosas para todos.

V
Guatemala, te vistes de esperanza

El árbol florecido que yo veo,
es feliz porque en su tronco corre tierra:
tierra bebida de la tierra misma
a través de sus raíces.
Es feliz
por el esmeralda vestido de sus ramas
nacidas de su tronco hacia la vida,
desplegadas firmemente hacia la luz
del silencioso y solemne firmamento.
Es refugio de pájaros que cantan,
que vuelan bajo el sol
y por el sol entonan himnos
desplegando sus alas con el viento:
el árbol que yo veo
tiene la felicidad de sus raíces profundas,
de su tronco firme desplegado hacia las nubes,
de sus ramas abiertas hacia el sol,
del canto de las aves y su vuelo.

Antonio Cerezo Sisniega



Identidad

Ser una partícula en la inmensidad
del infinito;
llegar desde la ausencia hacia la nada;
ser, entre la luz del universo,
un destello.

Antonio Cerezo Sisniega




María Josefa

María Josefa se estaba muriendo. Había sido atacada de manera inmisericorde por un sinnúmero de parásitos que, aprovechando la descomposición de su sistema inmunológico, la habían hecho su presa desde que nació en ese pueblo refundido en la montaña, donde sus padres sembraban la tierra y escasamente cosechaban el mínimo de granos para sobrevivir. Frijol y maíz acompañado de algunas hierbas que su madre recolectaba en los campos aledaños, fue siempre su dieta al igual que la de sus hermanos vivos y muertos, que ya eran varios en aquella familia atosigada por la vida, y ahora ella estaba en peligro de engrosar las filas de los que habían transpuesto las barreras de este mundo.

Cuando llegó al hospital estaba barrigona, pálida, con tos y vómitos intermitentes que la tenían en un estado de semiinconsciencia. Los médicos la recibieron de emergencia e inmediatamente le aplicaron suero para hidratarla, pero el diagnóstico fue inmisericorde. Si se salva, dijeron, quedará maltrecha del hígado, los riñones y hasta de la vista, porque la deficiencia en su alimentación la tenía al borde de la ceguera.

María Josefa escuchaba como en sueños las voces desconocidas y el llanto de su madre que suplicaba la salvaran de la muerte, pero se veía en el campo jugando con sus hermanos a las escondidas por los cerros que eran ya su vida misma. Vení Carlos, le decía al menor, vamos a la cueva de la culebra. En días pasados descubrieron que por la tarde un enorme reptil entraba en ella, pero por las mañanas no estaba. Posiblemente, decían, salía a jugar por los cerros como a ellos les gustaba y debían aprovechar para entrar a la cueva a esconderse de sus hermanos, que no sabían de la morada del reptil.

Siempre les gustó ese juego que los hacía subir por las grandes pendientes y luego se deslizaban subidos en cartones como si se tratara de un enorme tobogán. Cuando se cansaban de correr, gritar, reír, jalonearse unos a otros, jugar a las luchitas, se bañaban desnudos en el río cristalino que corría raudo en busca del mar que debía quedar a enorme distancia. Sólo una vez lo había visto María Josefa, cuando sus padres en un alarde de enfrentar la pobreza la llevaron a conocerlo, con la inmensidad de sus aguas y las enormes olas reventando en la orilla, como si quisieran hundirla a fuerza de golpes.

Esa mañana, cuando entraron a la cueva de la serpiente, se llevaron la sorpresa que sus hermanos estaban en ella y la algarabía que se desató fue impresionante. ¿Cómo nos encontraron? decía Minerva, si esto está bien escondido. Pues nosotros ya la conocíamos de antes, ¿verdad Carlos?, presumía María Josefa. Pero vengan, dijo Carlos, vamos al río a bañarnos y salió corriendo seguido por sus hermanos que, ni lentos ni perezosos, tomaron el atajo para llegar antes y apropiarse de los mejores cartones para deslizarse pendiente abajo en busca de las aguas cristalinas que tanto amaban.

El improvisado tobogán los conducía raudos hacia abajo y todos reían a carcajadas cuando alguno se salía de ruta y estaba a punto de estrellarse con un arbusto, o brincaba sobre algún promontorio de tierra, o dejaba el cartón tirado atrás obligándolo a regresar cuesta arriba para recuperarlo. María Josefa fue la primera en llegar y su sorpresa fue grande: su madre estaba al otro lado del río más bella que nunca y la llamaba agitando las manos. Ven, le decía, apúrate que vamos a sembrar las flores que nos trajo tu papá el otro día. Eran flores de colores increíbles, brillantes, rojas, blancas, moradas, rosadas, en fin, de miles de colores, pero las que más le gustaban a María Josefa eran las blancas que tenían una especie de monjita en el centro. De esas sólo había dos y le dijo a su madre que eran de ella, que las iba a cuidar y haría que salieran más para venderlas en el pueblo cuando fueran los domingos a la iglesia. Porque esa costumbre sí tenían. Todos los domingos, vestidos con sus mejores ropas, caminaban como dos horas para llegar al pueblo a visitar la iglesia donde hablaban con Dios y le pedían por sus hermanos enfermos, por mejorar sus ropas, por comer mejor, por la salud de su padre que era el que más trabajaba en el campo para llevar los granos sagrados con que se alimentaban, en fin, pedían de todo lo que se les ocurría y gozaban viendo a la gente cantar y pedirle al mismo Dios un montón de cosas pero no sabía cuáles porque sólo oían murmurar. Y lo mejor era el regreso a casa. Era el día en que disfrutaban de la sopa que hacía su madre con hierbas recogidas del campo, que les calentaba las entrañas y los hacía creer que Dios los había oído y les proporcionaba aquella comida de domingo tan exquisita.

María Josefa no sabía si correr en busca de su madre saltando por las piedras que la llevaban al otro lado del río, o esperar a sus hermanos y atravesar todos juntos en busca de los brazos cariñosos que le hacían señas para que se apuraran.

Finalmente dio un grito a sus hermanos para que la siguieran y guardando el equilibrio inició sus pasos en busca de atravesar la corriente. Cuántas veces había hecho ese recorrido. Cuántas veces el río la había visto atravesar sus aguas en busca de la otra orilla, pero ahora lo hacía con tanta ilusión que el corazón se le desbordaba. Fue la primera en llegar a la otra orilla y corrió desesperada a abrazar a su madre que tenía los brazos abiertos. En el momento que iban a hacer contacto, como por arte de magia, su madre desapareció y ella, azorada, volteó a ver a sus hermanos pero también habían desaparecido. Sintió dolor. Dolor en el corazón, en el estómago, en la cabeza, en las entrañas mismas y las lágrimas afloraron a su rostro.

María Josefa estaba muerta. No fue suficiente la atención médica, el suero y los medicamentos para contrarrestar el ataque inmisericorde de los bichos que la consumían por dentro. No fue suficiente la ayuda recibida en el hospital para acabar con la anemia y la desnutrición crónica de ese cuerpo que semejaba una niña de seis años, cuando en realidad había ya cumplido nueve.

Antonio Cerezo Sisniega



Me declaro incapaz

¿Porqué he de escribirte a ti
un poema?
¿Porqué mi expresión ha de ser
la constante inacabable
del que adula?

Un poema es el estallido solemne
de los sentimientos;
el despertar alucinante entre chispas
de alegría y de belleza;
el aletear frenético del alma.

Mas no puedo un poema escribir
a la increíble belleza de un poema hecho.
Porque, ¿qué poema es más bello
que el poema mismo?

¿Cómo esbozar siquiera
las líneas de la luz apasionante
ante la misma luz?

¡Imposible! Tú eres el más lindo
poema expresado que conozco;
y yo, lo acepto,
soy incapaz de escribir
un poema ¡al poema que tú eres!

Antonio Cerezo Sisniega








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