"Bogotá sigue siendo y seguirá siendo una ciudad donde confluyen todos los habitantes de un país, de la costa atlántica, de la costa pacífica, del sur, donde vuela el cóndor en los andes, del desierto de la Guajira, de la selva del amazonas; muchas razas y culturas irrumpen en Bogotá, a diario. Hay una guerrilla urbana demencial, que pone bombas en los baños de las mujeres, en los centros comerciales, y luego se jacta de ello. Pero también hay bibliotecas con un gran índice de lectores, y parques de enamorados. Invito a conocer Bogotá a través de mis cuentos. Yo creo que la literatura es la mejor manera de conocer un país, y cuando lo digo pienso en Cavafis, en Cortázar, en todos esos grandes que hicieron de una ciudad el corazón de un poema o una novela."

Evelio Rosero



"Bogotanos es para mí el más logrado de mis libros de cuentos. Procuré adentrarme en la ciudad que me vio nacer, la ciudad donde he vivido y gozado y padecido los mejores años de mi vida. Es una ciudad horrible, pero estoy enamorado de ella. Los cuentos de Bogotanos obedecen a noticias de periódico que en algún momento leí y me remecieron. El rapto de un bus escolar, por ejemplo, ocurrió en Bogotá, el hombre al que asesinan por decir un piropo, en fin, varios de los argumentos nacieron de la realidad directa. Los periódicos bogotanos, bueno, los del mundo, principalmente los amarillistas, dan cuenta de hechos insólitos, más increíbles que cualquier ficción."

Evelio Rosero


Carta

Amigo, todo esto es una despiadada pesadilla:
en este pueblo los reyes son cerdos,
por cientos los cerdos se pasean,
en su basura ideal.
Todo el pueblo es su estercolero.
El pueblo entero es de ellos.

Las orejas de los asnos son su manjar predilecto,
ningún asno tiene orejas en el pueblo.

Ayer en la tarde, un inmenso cerdo blanco
seguido por una corte de cien rosadas lechonas,
todas eructando magistralmente,
asomadas desde su reino humeante,
con guantecillos blancos en las pezuñas,
contemplándome con altanería,
un inmenso cerdo blanco me preguntó
que cuándo iba a marcharme
abandonar mi casa y atravesar las calles
salir de esta pequeña casa como un alma que todavía me protege, y después lanzó un bostezo pestilente.

Su hambre es como él, descomunal.

Desde entonces no me atrevo a partir, amigo.
tienes que venir pronto, y trae una venda,

Alguien tiene que vendarme los ojos para salir de aquí.

Evelio José Rosero



"Con dificultad pudo encontrar de nuevo sus aposentos.
Orar, pensó, no recordar jamás este primer lamento del alma del Vaticano, las entrañas temibles que ahora piadosas sólo clamaron bajo sus pies —pero que él sabía que un día iban a tragárselo.
Otra tarde de septiembre emprendió sin proponérselo otro paseo laberíntico. Se perdió, o se lo tragó —físicamente— una escalera, de eso estaba seguro aunque no quería estarlo, y la escalera lo escupió en un pasillo: prefirió pensar que sólo había desembocado en un pasillo sin bifurcación, excepto una puerta blanca, con un pomo de oro y un bajorrelieve de San Jorge aplastando al Dragón: abrió la puerta y se encontró —como si cayera de bruces— cara a cara con varios religiosos (funcionarios y oficiales de la burocracia vaticana) que trabajaban alrededor de una mesa oblonga, atiborrada de documentos. La sorpresa fue mutua, de pasmo. Los ujieres y escribanos apostólicos presenciaron atónitos cómo el Papa Juan Pablo I pedía confusas disculpas y se retiraba.
Allí los dejó. Se devolvió por el pasillo y, para su desconsuelo, ocurrió que otra vez una húmeda escalera se lo tragó —y él no quería todavía aceptar la realidad de esa palabra— y lo escupió en el idéntico pasillo sin bifurcación, y volvió a encontrarse ante la puerta de San Jorge y el Dragón y otra vez a su pesar la abrió y se estrelló contra la cara blanca embarazada de los mismos funcionarios sacerdotes que lo miraban. Uno de ellos recordaría que el papa Juan Pablo I les dijo: «Perdónenme. Sólo estoy tratando de conocer el lugar».
Cuando se lo permitía el mundo, Albino Luciani —no el Papa Juan Pablo I sino el modestísimo escritor de cartas— volvía con su fascinación temible, la ineludible exploración del Vaticano. De manera espontánea y voluntaria y a despecho de la Curia que lo vigilaba desaparecía y se daba como un niño un breve paseo por entre el misterio y su contemplación.
Pero esta vez sí fue por azar.
Cuando ocurrió, tal vez su sonrisa ya no era la misma; el rictus de la boca podía ser una sonrisa, pero ya no: honda estupefacción, espanto: estaba sentado al borde de su cama, dispuesto a acostarse, y volvía a recordar otra vez la información sobre esa casa, su casa, las 10.000 estancias, las 997 escaleras, 30 de ellas secretas, cada una con su respectiva puerta, y miró a la pared como si lo llamaran desde el otro lado del mármol, creyó que fue exactamente como si lo jalaran de los ojos, real, físicamente, lo jalaran de los ojos, y entrevió una leve fisura en la pared como una línea, y se acercó y arrodilló a examinar y descubrió otras líneas como hendijas que formaban una especie de efigies de ídolos remotos, y todas las efigies perfilaban el rectángulo de una puerta, era una puerta y la rozó con un dedo y fue como si la empujara violento, vio que había una estrecha y húmeda escalera descendiendo, vio que frente a él descendía una escalera, y comprendió que la más secreta de las 30 escaleras partía de su propia habitación y descendía, descendía, descendía, descendía interminable, descendía al infinito subterráneo, convocándolo ¿hacia dónde?
¿Hasta dónde?
Cerró la puerta."

Evelio Rosero
Plegaria por un Papa envenenado



El matadero

El matadero, ascua de chillidos.
Seis hombres subidos a lomos de una marrana caída.
Uno la patea en el hocico,
el otro la aferra por la cola.
Humean. Los siete animales humean.
Niños como cuervos en las tapias de cemento
contemplan la muerte y su gritería.
Una vieja enciende su cigarro y enjuicia la escena:
Nos van a sacar muertos, dice,
Muertos por los muertos, por los obligados.
La sangre brota como un surtidor, los ojos patalean,
los niños se sonríen extasiados como una mueca feroz
los seis hombres buscan el cielo
–la misericordia de su lejanía:
“¿A qué horas acabará el día?”

Evelio Rosero


Envío al señor K

Un día, sólo un día
un amigo te vio llorar,
sombra secreta de las calles de Praga.

Indagan todavía tus ojos la habitación del mundo,
se oyen buscar tus pasos, tu voz ya libre

pero tus manos debieron ser frías
como papeles de nieve, porque ningún circo, al fin
te llevó consigo, y ningún amor. ¿Cuándo
acabaremos de encontrarte, invisible y desolado
vampiro de luz?

En cada ventana de cada ciudad de la tierra
asoma tu rostro inexplicable, y a veces, cualquier mañana
despertamos con el corazón hecho un insecto horrible.

Evelio Rosero



 "No es necesario vivir en Europa para escribir mejor."

Evelio Rosero



Paisaje

La tarde cansina, sin aquelarre
la tarde indecisa,
región caótica, de irremediable
desconsuelo.
La tarde sin cuervos.
Sin ríos, sin gnomos.
Sólo esta doncella paralítica en su silla,
esta pálida muchacha sin sus piernas
que ha venido a descansar con su perrito
del paseo colegial.

Evelio Rosero


"Se miraron a los ojos. El carretero siguió bajando, y él siguió a la iglesia. No había nadie en la plaza, ni en la cancha. El pueblo entero debía rezar en la iglesia. Los que no rezaban se encontrarían encerrados en sus casas, pensó. Las grandes puertas de la iglesia aparecieron ante él. Comprendió que tendría que esperar, de todos modos, a que terminara la misa. Pudo quedarse con el carretero y charlar otro poco. No. El carretero parecía querer seguir solo. Tendría que oír misa: la oiría.
¿Hacía cuánto que no oía misa? «Rosaura», pensó, «ayúdame a encontrarte, en cualquier lugar donde te encuentres». ¿Q quería en realidad quedarse afuera, esperándolos a todos debajo de ese como fugitivo chubasco de sol que alumbraba la plaza, la cancha, el pueblo entero? No. Tenía que entrar en la iglesia, como todos. Ya les preguntaría. «Y rezaré por ti y por mí, Rosaura, rezaré por todos».
Entró y ocupó, de pie, el último lugar, detrás de todas las espaldas. Los más de los presentes estaban de pie. No se oía la voz de ningún sacerdote; se oía la voz de la iglesia, multiplicada por los parlantes: era un silencio hecho del montón de respiraciones allí dentro, sombras sonoras que transpiraban, vapor de sudor de cuerpos, pequeños tosidos transformados en estertores ultraterrenos.
El frío volvió a poseerlo. No era posible distinguir el altar: las altas cabezas se lo impedían, la húmeda sombra de la iglesia. ¿Acaso llegó cuando ocurría la Elevación? Al fin escuchó que carraspeaba y se acomodaba en el aire una voz, ¿la voz del sacerdote?, una voz que oyó quejumbrosa, y, sin embargo, al mismo tiempo, exasperada, la voz que golpeó con su eco las encumbradas paredes de adobe, ¿dónde había oído esa voz?"

Evelio Rosero
En el lejero












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