Amor Mayor

No es tan intenso el rojo de unos labios
como el de aquellas piedras que besan nuestros muertos.
El dulce lamentar de plañideras
sólo inspira vergüenza a su amor puro.
¡Oh, Amor, tus ojos pierden todo encanto
cuando veo otros ojos, por mí ciegos! (…)

Tu voz, aunque yo pueda compararla
al viento que murmura en los tejados,
aunque amada por mí, no es tan amable,
tan clara y delicada como aquella
de los hombres que ahora nadie escucha
pues la tierra ha acallado el ruido de sus toses.

Corazón, corazón, no has sido nunca
grande como el que recibe un disparo.
Y, aunque tu mano sea pálida,
lo son aún más aquellos que secundan
tu carrera a través de llamas y alaridos.
Puedes llorar, pues no puedes tocarlos.

Wilfred Owen




Busqué siempre el dolor, pero encontré el misterio.
Busqué siempre el saber pero encontré el dominio:
perder el paso de este mundo en retirada
a vanas fortalezas carentes de murallas.
Luego, cuando en la sangre se atascaran
los tanques,
lavaría las ruedas con un agua muy dulce,
incluso con verdades demasiado profundas,
y daría a mi espíritu rienda suelta, sin freno
y sin herir a nadie, terminada la guerra.
Hay hombres que han sangrado sin tener
ni una herida.

Wilfred Owen


Dulce et Decorum Est

Doblados en dos, como viejos mendigos envueltos en
   sacos,
las rodillas rotas, tosiendo como brujas, maldecíamos
   en el lodo,
hasta que le dimos la espalda a las bengalas que acechaban
y hacia nuestro lejano descanso avanzamos con dificultad.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos habían
   perdido sus botas,
pero seguían, cojeando, cubiertos de sangre. Todos
   lisiados y ciegos;
ebrios de fatiga; sordos incluso a los zumbidos
de las bombas de gas que caían suavemente a sus espaldas.

¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido, muchachos! –un éxtasis al
   revolvernos,
ajustándonos las torpes máscaras justo a tiempo,
pero aún alguien gritaba y se movía, tropezándose
y confuso como un hombre envuelto en llamas o en cal
   viva.–
Turbio a través de los neblinosos cristales y la espesa
   luz verde,
como bajo el verde mar, lo vi ahogarse.
En todos mis sueños, ante mi visión impotente,
   tira de mí, consumiéndose, atragantándose, ahogándose.

Si tú también, en algún sueño sofocante, pudieras caminar
detrás del carro al que lo arrojamos,
y pudieses ver los blancos ojos retorciéndose en su cara,
Tengo una cita con la Muerte 147
su cara que cuelga, como un diablo enfermo de pecado;
si pudieses oír cómo, con cada bache del camino, la sangre
va saliendo a borbotones de sus pulmones corrompidos
   con espuma,
obscenos como un cáncer, amargos como el bolo
   alimenticio
de viles e incurables llagas en lenguas inocentes;
mi amigo, no dirías con tal celo
a los niños ardientes por una gloria desesperada,
la vieja Mentira: dulce et decorum est
pro patria mori.

Wilfred Edward Salter Owen


El centinela

Hallamos un refugio de los boches.
Nos dio mucho trabajo: los cañones
lo rozaban de cerca, sin darle una de lleno.
En cascadas de fango la lluvia, hora tras hora,
llevaba la crecida hasta nuestra cintura
y hacía impracticable la escalera.
El aire que quedaba adentro era apestoso,
amargo como el humo y el olor de los hombres
que allí habían vivido dejando su destino
o su cuerpo.
Y allí nos refugiamos de las bombas
hasta que al fin dio con nosotros una
que apagó nuestro aliento y las velas. Después,
tropezando en el fango y su diluvio,
cayó por la escalera el cuerpo inerte
del centinela, y luego el rifle, algunos restos
de viejas bombas alemanas y más barro.
Lo dábamos por muerto hasta que habló:
«¡Señor, mis ojos! ¡Estoy ciego, ciego!».
Lo calmé y encendí el mechero ante sus ojos,
dije que si veía algún atisbo
de luz, no estaba ciego; era cuestión de tiempo.
«Nada», gemía. Y esos ojos como platos
todavía me miran en mis sueños.
Lo dejé allí, pedí unas parihuelas
y seguí a trompicones a otro puesto
y otra misión, bajo el aullido de aquel aire.
Aquellos pobres que sangraban, vomitaban,
o aquel otro que prefería haberse ahogado…
Intento ya no recordarlos nunca.
Pero por esta vez dejemos que el horror regrese:
escuchando los golpes y sollozos
y el rechinar salvaje de sus dientes
cuando las explosiones golpeaban sobre el techo
y el aire del refugio, al centinela
lo oímos a través de aquel estruendo:
«¡Veo una luz!». Pero la mía estaba ya apagada.

Wilfred Owen


"Hay hombres que han sangrado sin tener
ni una herida."

Wilfred Owen



Himno a la juventud condenada

¿Qué toque de difuntos para los que se mueren como
                                                                              reses?
   Sólo la monstruosa rabia de los cañones.
   Sólo el tartamudeo veloz de los fusiles,
puede escupir sus apremiantes rezos.
   Ninguna imitación para ellos de plegarias o campanas,
   ninguna voz de luto salvo los coros
–los estridentes y chiflados coros– de las bombas que
                                                                           gimen;
y las cornetas llamándolos desde tristes condados.

¿Qué velas pueden ser portadas para favorecerlos a todos?
   No en las manos de los niños, sino en sus ojos
brillará el sagrado destello de la despedida.
   La palidez de las frentes de las niñas será su mortaja;
sus flores, la ternura de las mentes pacientes,
y cada lento crepúsculo, un bajar de persianas.

Wilfred Owen



Parábola del Joven y el Anciano

Se alzó pues Abraham, cruzó los bosques.
Llevó consigo fuego y un cuchillo.
Y mientras caminaban ambos juntos,
preguntó así Isaac, el primogénito:
«Padre, veo que llevas hierro y fuego,
pero ¿el cordero para el sacrificio?».
Abraham ató al joven con cordajes
y construyó trincheras, parapetos…
Al sacar su cuchillo, de repente,
un ángel lo llamó del Cielo y dijo:
«Retira ya tu mano del muchacho,
no le hagas ningún daño. Hay un carnero
que es presa de ese arbusto por los cuernos;
ofrécelo mejor en sacrificio».

Pero el viejo rehusó, mató a su hijo
y, uno a uno, a los jóvenes de Europa.

Wilfred Owen



"Sobre todo, este libro no se ocupa de Poesía. El tema es la Guerra, y la
compasión de la Guerra. La Poesía está en la compasión."

Wilfred Owen
prefacio de un libro póstumo de poemas













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