Buenos Aires

Tras una vida agitada, el descanso
vendría a coronar la búsqueda incesante
de una expresión. Nuestra amiga parece
haber dejado el arte como una ciudad vieja
y construyó una casa en una de las grandes
metrópolis del mundo. A su hijo le dio
–aunque dar sea una forma de decir–
un padre y una hermana, lo que suele
llamarse una familia. Todo lo que se salva
se apacigua en el ritmo rutinario y amable
del ajetreo diario: las horas, las comidas
y las interrupciones del compás.
Y el padre novedoso que antes fue un excesivo
rocker de impulsos destructivos busca
en la paz del hogar sus arreglos y acordes;
canta feliz al fin sobre una rama
imaginaria de su genealogía.
Mira a la chica oscura que llena de palabras
cada minuto, leyendo y esperando
la risa que la despierte, mientras arma
los hemistiquios que no sabría nombrar
y encabalga las noches con los días.
“¿Qué haremos con tantos temores y tantas dudas?”
–se pregunta a ritmo lento, anunciando
el balanceo de un cuerpo callado, lunar,
que se sigue hamacando como si estuviera
lejos, pero sí escucha el pedido de contacto
físico. Y sin embargo hay otro, mental acaso.
El cantante cree que es un sueño su amor,
si bien ella produce un mundo que no orbita
alrededor de nada, se mueve sola, distraída.
“¿Por qué me siento perseguido por la nocturna
ave vigilante?” Un pájaro de presa
que sobresalta de un rasguño. El yo
se perseguía solo, se perdía
como un satélite olvidado por su planeta.
Pero la tierra era el sostén del gesto
que la canción repite: “sigue hamacándote”,
mientras la voz se alarga y la guitarra
se acerca ya al final de su reincidencia
cuando vuelva el sentido y esa luz desvanezca
la bruma de la noche. Ahora con calma
y los ojos abiertos, no hay que hacer
nada, o casi nada, sin darse cuenta.
Mis amigos no dirían demasiado más
o ni siquiera estas alegorías. Saben
incluso verbalmente que la dicha,
por más precisa que parezca, no hace
grandes ruidos, ni canta, apenas tararea.

Silvio Mattoni


discusión

Dejá que vuelva atrás, hacia tu tiempo,
cuando eras la única niña en la casa
y te reíste mirando las hiedras
coloridas del piso. Corrías, libre al fin
de los departamentos, techos bajos
para tus charlas de notas agudas:
“soy la primera sentada en la mesa,
pero ya vienen más, ya vienen otras
a disputar las huellas del instante”.
Así escuchaste, recibiste todo
con alegría. Hasta perder sentido
tus lágrimas no ablandan la protesta
–¿estás enamorada del amor
materno?– caída boca abajo
sobre la cama. ¡Qué rápido empezaste
a observar la memoria, a combatir
con lo que no serás! Vamos, Francisca,
¿buscaste lo que siempre estará unido
abajo, al fondo, en la pileta tibia
brillando sobre tu cuerpo invencible?

Silvio Mattoni


¿Dónde estoy?

¿Dónde estoy? ¿Ya está aquí el anochecer?
¿O pronto llega el final de la noche?
Yo vine, limpia, a que me perdonaras,
vos, diminuta madre de niños sabios
que te eligieron para aprender tu canto
con nombres nuevos. Ahora sé porqué
podemos extrañar a los que nunca
llegaron a existir. Crucé el umbral
de tu puerta, di vueltas enloquecidas
para ver detrás mío las tenebrosas
bolsas, los ríos lentos de barro, pero
adentro vi el resplandor que dormía
en tu cándida, lívida sorpresa
con que escuchabas mi llegada
hasta el dolor, negado en mi secreto.
Me escapé del silencio tan cercano
para quienes no pueden salir de sí mismos,
y subí liviana hasta ese arroyo brusco,
me apoyé en el ciprés que decía:
"No esperés más, te elegí, de vos
yo escucharé mi voz, en tu nombre
leeré ese dibujo de mis gestos
que todos señalarán como algo nuevo."
Y bajé más que liviana, huyendo
de la corona que me dabas, por la escalera
de tu departamento, donde retumbaban
el luto de mis pasos, la verdad que dije.
Ya entonces, invisible, en otro cielo
la estrella polar de mi deseo indicó
el lugar en que el azar concebiría
su afirmación conmigo, la primogénita.

Silvio Mattoni



El consejo moral

La tormenta dispuso un velo gris

sobre los árboles del campus. No

tengo nada que hacer salvo escaparme

de unas charlas despreocupadas que

deberían relajarme. Una prima

de mi esposa, que se le pareció

tal vez mucho en la risa, en las pecas,

en la forma del torso, ahora vino

de visita unas horas. Cada vez

que la veo reírse, como si fuera

una versión más ancha de la boca

que hace décadas beso, no consigo

sacar de mi cabeza una infidencia

sórdida. Y en paralelo crecen

mis fantasías de celar un cuerpo

que maduró conmigo. Ah, el amor,

como dijo un amigo, no debiera

ser una cuestión personal. La lluvia

se desató de nuevo en el cemento

de los baldosones, en el pasto vivo

de febrero. Ya es hora de volver

y decir unas frases, asistir sobre todo

a lo que dirás: “¡Qué extraño! ¡Qué raro!”,

para hablar de otro primo que hace diez

años que se esfumó y ya nadie sabe

si está vivo, está loco, si dejó

un hijo sin nombre en la Patagonia

y un cuerpo sin tumba en los trópicos

en donde se sumergió acaso para salir

de una manía o bañarse más en ella

o terminar de una vez con todo eso.

Lo conocí, era una especie de satélite

de los afectos familiares, nada

lo ataba demasiado. Cae agua y yo

tiro de la soga que siempre se anuda

y llegaré de nuevo al lugar donde escucho

un ritmo y una expectativa. Cuando

pare un poco el aguacero de afuera,

dejaré a dos poetas ingleses, a un francés

crítico, a un novelista italiano, estos

dos últimos sin leer, en la biblioteca

y habré cumplido un trámite. El poema

quizás fracase, pero la mano asiente

al movimiento de sus sensaciones

y mis ojos nublados en la lejanía

–presbicia que compensa la miopía–

se entregaron al goce de mirar las letras.

¿Y dónde están los otros, que no escriben,

que creen en fantasmas, que no saben

que este día de torrentes de agua

se parece a otras lluvias pero no

volverá nunca? El cerdo de la piara

epicúrea me susurra ahora que corte

minutos, frutas de estación, pero el consejo

moral vale más que el musical:

el loquito, el drogón, el nombre ausente

como árboles, pájaros, arbustos, mariposas,

se orientan al salvataje del momento

y las palabras siempre llegan tarde.

Silvio Mattoni




"Escribo para soportar la vida."

Silvio Mattoni



"La poesía me permite imaginar la vida, el ensayo reflexiona sobre esa ilusión y la sostiene. Pero si la pregunta se refiere a los géneros, diría que el abandono de lo narrativo, que intenté casi hasta los veintipico, con cuentos y una novelita terminados, fue una sustitución de objetos. Ahora cuento en versos y me guardo la ironía de la prosa para el ensayo. Sin embargo, un largo diario que empecé hace un par de años anuncia los retornos incansables de lo novelesco reprimido, que en mí es originario: mi primer héroe de niño fue Joyce, no Mallarmé, y en Argentina, Borges, casi el único escritor local que conocía entonces."

Silvio Mattoni


"Lo político en literatura se muestra en la modificación poética de la lengua, en la resistencia a los poderes que ordenan representar, articular, diseccionar."

Silvio Mattoni



"No creo que nadie pueda ser más libre sin leer o sin copiar a otros. La libertad, supongamos, está en la manera de recibirlos. La única utopía de la poesía: los muertos que renacen cuando leemos, los nonatos que verán la luz cuando ya no podamos seguir leyendo."

Silvio Mattoni


Orión

Traduzco a un autor cruel consigo mismo
que me enreda en sus frases; y le presto
la microfibra azul de tinta china
a mi hijito de cinco, Galileo,
para poder seguir una hora más. Dibuja
en hojas color crema un auto enorme
con más de diez ventanas, luego unos helicópteros
donde están su familia cercana y otros grupos
de amigos y parientes. Cuando me entrega
los diseños terminados, planos monocromos,
la hoja de abajo aparece acribillada
de puntitos azules. “Son estrellas”, me dice.
Y empieza a unir rayitas, gotas, manchas
infinitesimales que el azar dejó pasar
a través de la textura porosa
de sus papeles de trabajo, de a poco va
formando una figura. “¿Qué dibujás?”, pregunto.
“Uno las estrellas para armar a Orión”, me dice.
Así es, asombrado me fijo en el muñeco
que levanta su brazo hecho de puntos azules
y que exhibe orgulloso un cinturón notable.
“¿Pero quién te dijo que en el cielo está Orión?”
“Eso lo sabe todo el mundo”, contesta.
De pronto la poesía se vuelve adivinanza
o el hallazgo fortuito de unas coincidencias
entre las palabras vivas, un cuerpo que crece,
y lo escrito hace años. Porque alguna vez
le mostré la Vía Láctea, el chorro deslumbrante
de luces en la noche de las sierras,
a un bebé que no hablaba pero alzaba
su dedito índice. Escribí lo que pensé
y lo que nunca dije, que allá arriba
había un gigante y que las tres luces
de su cinto inclinado acá en el sur
tenían nombres de mujeres bíblicas.
Ahora él reconocía mi silencio
y junto a la figura de puntos engrosados
por el flujo de tinta suave y firme
empezó a anotar lo único que sabe
escribir, su nombre en mayúsculas de imprenta:
GALILEO. Guardo la hoja para después,
cuando me tire de nuevo a caminar
sobre el agua imprevista de un poema
y trate de evitar el destino que acecha
en el final de una persecución
inútil. Si alcanzo a demorar la picadura
del escorpión, podré recuperar lo visto
con un nenito alzado mirando el nacimiento
de cada estrella. En la computadora
dejo que cante una contralto, busco
el sentido de su voz, la cacería
puesta en lo alto: “Mi corazón está
en las sierras, no acá, está persiguiendo
a una liebre o a un cuis entre las sierras
adondequiera que vaya”. Con la oda
mística de un compositor estonio
dicha en inglés, despedimos la infancia
porque ahora todo nos habla, Galileo.
“Quedaron atrás las sierras del oeste
donde nació el valor, país del precio
exacto; donde sea que me pierda, donde
me lleven los años, seguiré amando siempre
la sierra en que tu dedo marcó el cielo.
Adiós a las cañadas y los valles,
chau bosquecitos y arbustos silvestres,
rumor de arroyos y vertientes mudas.”
Ahora querés jugar, se acabó la hora
del arte. Querés poner canciones
menos opacas, menos trascendentes. “Mi corazón
está en las sierras persiguiendo a un ciervo”
y no espera la flecha del final
ni el aguijón de los ocho minutos
que dura el tema. “En las montañas altas
adondequiera que voy”; que también vaya
entre capas de olvido junto a vos
el hermoso gigante de los cuentos
que sólo atiende y carga a los que crecen.

Silvio Mattoni


Padre e hija

Te espero en un café de paredes de vidrio

que transmiten el frío de una noche

demasiado invernal. No es cierto que lo hermoso

tenga que morir, a veces sólo crece

y se desenvuelve. Todavía no llegaste

a la cumbre orgullosa de tu cara

y a manejar la gracia de tu cuerpo.

Ahora estarás arriba ya explorando

las maneras de hablar que llevarás

de a poco hasta la forma femenina

que quieras ser. ¿En qué, hijita,

el tiempo te ha de convertir,

por cuántos días más, aquí y ahora,

seguirás callando los descubrimientos

de no ser nadie más, sólo vos,

tu fantasía del imperio del sol

y tu sensación de haber nacido

en el lugar, el cuerpo equivocado?

No es hora de cambiar, hablá en secreto

con el oído rentado de una mujer grande

que tiene la forma típica de nuestra raza:

inmigrantes que aspiran a todo, inclusive

idiomas, títulos, lujos imaginarios.

Calmate, como dice la canción,

tranquilizate. Tu único error está

en la extensión de la rampa que lleva

de la juventud a otra parte, que sube

y también baja. Hay muchas cosas

que tengo que saber: ¿cómo expresarte

mi afición a tu presencia, mi alegría

por tu existencia altiva? Y vos acaso

tengas que saber más, mucho más,

para eso están mis libros, el lado amable

del áspero intratable que parece ignorarte

o retarte en exceso. Encontrá a alguien,

aunque no ahora mismo, tal vez

cerca de los dieciocho, si querés, algún día

podés casarte. El cantante es un gato

y habla un idioma que conocés bien,

en el que llora tu voz y estremece el silencio

de mi cuerpo que tiembla al escucharte.

Mirame, soy un viejo, pero estoy

contento. Me vas a decir que querés

irte lejos, muy lejos, a las antípodas.

Yo también exploté, me vi llevado

a tu edad a las palabras, al exilio

de ser sólo yo. Pero quedate un poco

más, una década más, tus hermanas

mayores y tu hermanito, tus mascotas,

sobre todo tu madre no podrían estar

en calma sin vos. Y yo, mi vida

no tendría sentido sin tus ojos de gris

terciopelo y acero, sin tu marquita

de varicela en el nacimiento de la nariz

más perfecta posible. No creo que puedas

leer este poema hasta que llegue

también tu hora de decir: “Mirame,

soy grande, estoy contenta”. Y está bueno

el tema, se repite, mejora cuando habla

el chico que quiere irse. Vos dirías:

“todas las veces que lloré, guardé

las cosas que empezaba a saber, palabras

que no se pueden olvidar, que duelen

pero más duele ignorarlas. Si ustedes

tienen razón, me daría cuenta, son ellos

y ustedes así, no me conocen, nunca

antes les hablé, ahora tengo la opción:

sé que me tengo que ir”. Está bien, te diría,

andate alguna vez, pero no este año, no

en esta estación fría. Sentate un poco

a tocar en el piano una canción de chicas

que sufren al expresarse aunque suenen

con la agudeza de la vida futura.

Silvio Mattoni




Un muerto punk

Iba manejando por el gran bulevar,
los palos borrachos florecen ignorados
y un pedazo de sombra toca el borde
izquierdo del auto. A mi derecha vi
a un tipo alto que caminaba solo.
El tráfico me hace ir a paso de hombre,
a su paso que mira todo curiosamente:
parece descifrar las caras de los otros
que se cruzan con él. Veo los mismos
gestos, como si leyera su libro
un minuto después. Está de espaldas,
pelo canoso escaso, rulado o erizado,
de pantalones blancos de verano,
mocasines sin medias. Y no lleva
maletín ni cartera, manos libres
que pone en los bolsillos. Caminar
es un acto aún más despreocupado
de lo que parecía. La camisa
de mangas cortas destiñó un celeste
envejecido. Alza la vista a la arquitectura
de edificios recientes, evalúa
su precio, desdeña acaso la mediocridad
estética. Pero también estima
cuánto le suma a la belleza física
de cada mujer joven la manera de andar,
la ropa indiferente, el gesto de ser algo
que puede ser deseado. Se parece
bastante a un viejo amigo que está muerto,
que en el ocio incansable trabajaba
con su voz sociológica y satírica,
o sea ética. Observaba detalles
en cada cosa, en cada movimiento
que se volvían signos. Aquel mundo
no estaba hecho para ser un libro
pero él lo leía. Escucho incluso,
mientras cambio de marcha a punto muerto,
que algo va canturreando, unas palabras
dichas a medias en un idioma extraño
por un rostro de espaldas. Era un barítono
de entusiasmo infinito pero sin ejercicios
y cuyos vicios mayormente ingeridos
por vías respiratorias le habían limitado
un poco el timbre y bastante el registro.
El semáforo me para junto al tipo
que se da vuelta, revisa los carteles
de colectivos. Debajo del techo
de plástico o metal liviano pude verlo:
no era el muerto, obviamente, pero aun
su modo de desconocer los medios
de transporte y la ciudad, su indagación
del barrio encarecido, ese aire suelto
de explorador me lo recuerdan. Alto,
vestido para la temperatura ambiente,
no peinado, no cargado, haciendo sólo
notas mentales. El rostro es más cetrino,
menos inglés. Igual mientras me alejo,
paso del bulevar a la avenida
de seis carriles, creí escuchar un canto
en alemán, a media voz, su tarareo
de un viejo lied de invierno en el calor
terriblemente sudamericano.
Y los versos románticos se han vuelto hieráticos
para un muerto imposible que no quiso
nunca sentir perdidamente nada,
y desear más que amar: “Como extranjero
llegué y como extraño me fui.
Me cayeron nevadas de flores chicas, blancas
de estos palos borrachos. Es mentira
que las chicas quisieran que les hablen
de amor, de casamiento. Ahora el mundo
está embarrado por mi inexistencia.
No se puede elegir la hora de salida
pero tuve que hallar en lo oscuro el camino
bajo las luces que titilaban, blancas
en calles de persecuciones inútiles
aun si las gacelas, de piernas gráciles
de animalito bambi, finalmente dejaban
que las tocase. ¿Por qué tengo que esperar
hasta que me echen? Los dueños de las casas
no se quieren mover y adiestran perros.
Al que desea le gusta caminar
de un lado al otro. Si apareciera
otra chica dormida, tiraría
una piedra a su pieza. Le diría
que cierre después todo. Buenas noches.
Le escribiría un cuento sobre narices finas,
aristocráticas, seleccionadas por la plata
durante siglos, para que pueda leer
sin mi presencia que todavía la pienso.”
El barítono para, sigue el piano
tras la pausa entre lieder. Y él no sigue
mandándome mensajes, un fantasma
nunca merecerá ninguna fe.

Silvio Mattoni


Vemos la espuma de las piedras lisas

Vemos la espuma de las piedras lisas
bajo la corriente. No pienso
en los casuales remolinos, cuando escucho
su conclusión: un hipopótamo
se esconde en la oscuridad del río. Ella
cabalga lejos mientras sus dedos
palpan la dureza húmeda de la arena
a pesar de su inasible volumen.
Invento juegos para que nuestras manos
olviden lo que quisieran tener. ¿Qué
la atrae aquí, como si conociera
cada secreto disperso en lo que mira
desde antes de su nacimiento? ¿Sabe
ya que su alegría ha existido
dos veces? Y su padre es un pez
que boquea agotado sin poder
superar las cascadas. Pero insisto
buscando tras los arbustos calados
por insectos desaparecidos, en bordes
barrosos de senderos donde se pudren
hojas que desconozco, en charcos
que la lluvia dejó para un mosquito
otoñal y suicida. Ella me dice:
todo lo blanco viene de allá arriba.
Su cuerpo diminuto y sentado indica
que proviene de mi ausencia, su voz
agudamente adiestra mi torpeza
para que sus acentos lleguen
como en un intervalo que no deja
de ensancharse. Nunca hubiese logrado
tolerar estos ritmos extinguidos
sin haber venerado como a un dios
esa voz que será mi naturaleza.
Por favor, aliviá para mí
la gravedad de un rumor tan abundante
que no me deja oír en el silencio
el ruido de tus sentidos divagando
sobre el idioma líquido recién
aprendido. ¿Podés ver ahí,
donde el hipopótamo se agacha
tímidamente, cómo la tarde
cae luminosa y registra los brillos
de las gotas que maduran y saltan?
Ambos nacimos de esa espuma
que ya nadie venera, aunque venérea
sea quizás nuestra única esperanza.

Silvio Mattoni








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