Campanas

Campanas,
clamorosas campanas de mi pueblo;
lejanas campanas,
¡cómo parece que os estoy oyendo!
Hay fiesta en mi pueblo;
las campanas lo dicen riendo,
lo gritan ufanas
con su vario son,
tocad recio, más recio, campanas
de mi corazón.

¡Hay fiesta en mi pueblo!
Viajero,
dejad al cuidado de vuestro escudero
la cabalgadura;
descansad del cansado camino,
y venid a esta buena locura
a tomar un buen trago de vino.

Bajó el caballero;
pidió al hostelero
una jarra del vino mejor;
y escuchando tocar las campanas, bebía,
y yo le decía:
“¡Es que hay fiesta en mi pueblo, señor!”

Campanas
clamorosas campanas de mi pueblo;
lejanas campanas,
¡cómo parece que os estoy oyendo

Y fuimos al corro de los labradores
y las campesinas;
¡ellas, adornadas con hojas y flores,
estaban divinas!

Y el viajero, en mirando a una moza preciosa
que conmigo a los bailes salió,
me dijo enseguida:

—¡Eh! Muchacho: esa moza garrida
¿es tu novia?
—Es mi novia, señor.
—Bien haya la moza garbosa,
y bien haya el rumboso galán.
¿Para cuándo es la boda? —me dijo.
—Señor, pues de fijo,
por allá, por allá por San Juan.

Y entre tanto las locas campanas
ufanas seguían con su alegre son.
Reían, reían
como si riesen en mi corazón.

Campanas,
clamorosas campanas de mi pueblo;
lejanas campanas,
¡cómo parece que os estoy oyendo!

—Id con Dios, id con Dios, caballero,
y que no se os olvide la aldea.
—¡Albricias, muchacho! —me dijo el viajero—
Que el año venturo casado te vea.

Tomó en derechura
de un viejo sendero;
y, a muy poco, en la verde espesura,
se perdieron, la cabalgadura
y el buen caballero.

Las campanas seguían tocando,
seguían riendo;
las campanas seguían diciendo
con su alegre son:
“¡Hay fiesta en el pueblo!”
¡Y el pueblo era el pueblo de mi corazón!

—Caballero, ¿os habéis olvidado?
Soy aquel que una tarde gloriosa os llamó
de su pueblo a la fiesta rumbosa…
Soy aquel, aquel mismo, señor.

—¡Por Dios! ¡Quién dijera!
si no lo dijeses,
no te conociera.

Muchacho, pareces
no ser aquel mozo garrido
que una tarde en su pueblo me habló.

¿Tanto has padecido
con el corazón?
—¿Recordáis?
—Recuerdo.
Las campanas tocaban a fiesta,
cantaban su alegre canción;
tocaban riendo…
—¿Recordáis las campanas, señor?

Campanas,
clamorosas campanas de mi pueblo;

lejanas campanas,
¡cómo parece que os estoy oyendo!

—¿Y el pueblo, la fiesta, la moza
preciosa, garbosa,
que contigo esa tarde bailó?
¿Y los labradores,
y las campesinas cuajadas de flores?

—¡Ay, señor, si ya todo pasó!
Ya la venta no tiene ventero,
ya no viene ningún forastero,
ya no hay fiesta en el pueblo, señor.

—¿La moza?
—La moza murió.
—¿Y aquellas campanas
que antaño tocaban ufanas,
clamoreando la fiesta del pueblo?

—Ya están llenas de polvo y olvido.
En el templo callado y desierto,
una tarde tocaron a muerto.
¡Si hubieseis oído
con qué amargo son!
Y no han vuelto a tocar desde entonces,
señor….
Se han quedado ya mudos sus bronces
y sólo hay tristeza en mi corazón.

Campanas,
clamorosas campanas de mi pueblo,
lejanas campanas,
¡cómo parece que os estoy oyendo!

Luis Rosado Vega



En los jardines que encantó la muerte

En los jardines que encantó la muerte,
junto al estanque inmóvil,
de pie sobre el pretil húmedo y frío,
Ella mira en las aguas que, aunque muertas,
con la luz de la luna se hacen claras,
reflejarse las cosas de la Vida
sobre la quieta linfa; y así acaban.
Ella, la Muerte; y mira al mismo tiempo
cómo esas cosas de la vida caen
sobre la linfa inmóvil, poco a poco,
y en ella se disuelven,
así como del árbol que se alza
junto a algún manantial, en el otoño
las hojas van cayendo lentamente.
       En los múltiples pliegues de la noche
hay indistintas vidas que no llegan
al sumo ser, o ya llegaron antes,
crisálidas que están por disolverse
ya para siempre, o que al contrario pugnan
por aflorar en el ambiente vasto,
y en tanto se reflejan
en el estanque inmóvil esperando
lo que ha de ser, aunque es igual al cabo,
ya que Todo en el Todo se unifica
en los jardines que encantó la Muerte.
       De vez en vez la muerte hunde las manos
entre sus propias aguas,
sácalas luego y las sacude al viento
sobre todas las cosas de la Vida,
sobre las que ya son, y las que fueron,
y las que habrán de ser, todo es lo mismo;
y ese rocío con que las bautiza
es al morirnos el sudor que hiela.
       Yo he sentido caer sobre mi frente
ese rocío, y por la vez primera
sentí en lo más profundo
de mi ser desvelárseme el Misterio,
en lo más hondo, allí donde no llega
nada de nada, allí donde está el punto
indivisible, y único, y eterno,
y sentí que mi ser se disolvía
en este ambiente, en este mismo ambiente
que la Muerte ha encantado.
       Yo he sentido caer sobre mi frente
ese rocío como niebla helada,
que aunque bañó mi rostro, mis pupilas
no enturbió ni un momento, antes las hizo
más claras y también más penetrantes;
y fue así como pude ver en todo
el signo arcano y primordial que tiene
esos extremos que aparentemente
son dos, pero son uno, Amor y Muerte,
y Vida y Muerte, que es lo mismo al cabo.
       Yo he sentido caer ese rocío
sobre mi frente, en muy heladas gotas,
sintiendo, al mismo tiempo, que me hundía
en mi propia cisterna;
hundido en mi, pero rodeado de una
claridad casi azul en que veía
flotar mis pensamientos
y mis sentidos interiores, mientras
continuaba la Muerte sacudiendo
las manos empapadas en sus aguas
sobre todas las cosas de la Vida.
       Suaves arbustos de elegante traza
tanto que se alzan como congelados
pues ni un viento los toca ni ave alguna,
y rosas, muchas rosas, todas blancas
como si hubieran sido recortados
y de armoniosas hojas, pero inmóviles,
de un sudario sus pétalos,
invmóviles también cual los rosales
de los que brotan, como manos muertas
y sendas blancas pero solitarias,
frías de luna y frías de silencio,
así está ese lugar en donde nunca
hay noche negra, ni tampoco día,
bajo el encantamiento de la Muerte;
y en medio del estanque, el gran estanque
de aguas también inmóviles y frías,
en el pretil de la Muerte, alta y serena,
que es la única que vive en todo aquello,
que es la única que vive, pues que hunde
las manos en las aguas, en sus aguas,
para rociar con ellas Tierra y Cielo.
       Y yo, no sé, quizá también inmóvil
como si se me hubiera detenido
la sangre, pero no los pensamientos,
recibo aquel bautizo; y siento y veo
deshacerse el Misterio, y poco a poco
siento que mi alma cual desecha en pétalos
va cayendo también en el estanque
de los jardines que encantó la Muerte.

Luis Rosado Vega



“Es mi alma una copa de ponzoña.”

Luis Rosado Vega




"La letra (de la canción Peregrina) fue simple consecuencia de una lluvia primaveral. Llovió copiosamente una tarde, y esta lluvia auspició una noche espléndida. Teatro, la Casa del Pueblo durante un festival. Concluido este, nuestro inolvidable Felipe Carrillo Puerto, Alma Reed –la singular, por bella, periodista norteamericana, pero del sur de los Estados Unidos, o sea de San Francisco, California– y yo debíamos asistir a un convivio en la casa del maestro Filiberto Romero, director de la Escuela de Música. En el auto iba Alma sentada entre Felipe y yo. Entramos en el suburbio de San Sebastián. Con el aguacero de la tarde la tierra había abierto sus entrañas, y despedía de ella misma ese grato y sugestivo aroma de la tierra cuando acaba de ser fecundada por la lluvia. [...] y Alma dilató el pecho como para absorber a pleno pulmón aquellas fragancias y dijo: ¡Qué bien huele! Le salí al paso con una frase simplemente galante: –Todo huele bien porque usted pasa. Tierra, flores, quisieran besarla y por eso llegan a usted con sus perfumes. Dijo Felipe al punto: –Eso se lo vas a decir en un verso. Contesté: –Se lo diré en una canción. Alma rio argentinamente. Así reía. Concluido el convivio y ya en mi casa, compuse la letra. No podía olvidar a Palmerín. En la mañana siguiente lo busqué y se la di. Dos días después ya había nacido la canción. Y eso fue todo."

Luis Rosado Vega


Peregrina del Mayab

Peregrina, de ojos claros y divinos
y mejillas encendidas de arrebol,
mujercita de los labios purpurinos
y radiante cabellera como el sol.

Peregrina que dejaste tus lugares
los abetos y la nieve, y la nieve virginal
y viniste a refugiarte en mis palmares
bajo el cielo de mi tierra, de mi tierra tropical.

Las canoras, avecillas de mis prados,
por cantarte dan sus trinos si te ven
y las flores de nectarios perfumados
te acarician y te besan en los labios y en la sien.

Cuando dejes mis palmares y mi sierra,
peregrina del semblante encantador,
no te olvides, no te olvides de mi tierra…
no te olvides, no te olvides de mi amor.

Luis Rosado Vega



Sin palabras

Aquella tarde floreció en mi alma
todo un jardín de dulces agonías… 

Ella estaba a mi lado dulcemente
matándome de amor. Algo sin nombre
sentíamos vivir dentro nosotros
llorando en nuestro ser. Ella callaba
con un silencio amargo. Yo veía
sus ojos y después miraba al cielo,
y sus ojos y el cielo estaban tristes
como todas las grandes lejanías.
El bosque estaba mudo, ni un latido
se escuchaba en las frondas. Solamente
el palpitar cansado
de nuestros dos cansados corazones,
sonaba en la quietud de la arboleda
como un ritmo lejano de la vida…

Fue cuando el dulce otoño:
cayó una hoja silenciosamente,
la miramos caer… y en el momento
en que el suelo tocó, moduló el aire
una de esas historias sin palabras
que se oyen una vez y no se olvidan… 

Y luego se buscaron nuestros ojos
y aunque estaban henchidos de preguntas,
callábamos… callábamos… callábamos… 

De pronto se escápó de la arboleda,
forzando el vuelo, un pájaro. Tenía
un ala rota!... Fatigosamente
alcanzó la más próxima montaña
y allí cayó. Su canto entristecido
se dilató en los aires. ¡Era el último!
Fue un cantar misterioso el que escuchamos
venir de la montaña. En él había
todas las dulcedumbres del recuerdo
cantadas con el canto de la muerte:
la fronda, el nido, el césped, la fontana,
los espacios, las ricas sementeras,
y los granos de trigo y los rastrojos
y hasta aquellos labriegos que veía
mañana tras mañana ir a los campos
a consumir sus- fuerzas santamente.

Murió el ave. ¿Qué mano y cuál saeta
la mataron? ¿O es ley que toda ala
se ha de romper? Mirábamos la cumbre
ella y. yo al mismo tiempo… era un sepulcro. 

Se buscaron después nuestras miradas
y aunque estaban henchidas de preguntas
callábamos… callábamos… callábamos! 

En la serenidad de aquella tarde
el “ángelus” lloró lejanamente,
lejanamente… El sol llegó a su linde
y se fue como un héroe desterrado. 

Su postrero fulgor tembló en las cumbres
y en aquella en que el pájaro muriera,
puso como una ráfaga de sangre…
Después se apagó todo… en el espacio
se difundió el crepúsculo… caía
en la naturaleza como un duelo
sin esperanza… Y todo estaba triste,
y todo estaba pálido, y en todo
había como un algo fugitivo,
algo que se borraba, que se iba…
¡En todo! ¡En nuestro mismo pensamiento
y en la faz dilatada de las cosas! 

Ella juntó sus manos con mis manos,
miré sus ojos, y sentí en los míos
toda la eternidad que vi en los suyos.
Todo callaba… Y todo parecía
que se estaba muriendo…¡hasta nosotros! 

Nos alzamos, y entonces nos sentimos
dos jirones de aquel mismo crepúsculo,
dos sombras solamente de las muchas
en que la naturaleza se envolvía.
Dos sombras… y emprendimos nuestra marcha,
y otra vez se encontraron nuestros ojos,
y aunque estaban henchidos de preguntas
callábamos… callábamos… callábamos!

Luis Rosado Vega















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