Canto a mí mismo

Desde las fibras telúricas de la patria inca,
la tierra de los hijos del sol,
los saluda amigablemente Carlos Alfonso Rodríguez.
Nací en abril, a las dos de la madrugada.
El doctor diagnosticó parto natural, y así sucedió.
Por fortuna mi madre no fue hospitalizada
y mi nacimiento se produjo en mi casa
del jirón José Leal setecientos sesenta y tres (763)
para alegría de mis padres y de mis hermanos
en el mismo barrio donde hoy todavía vivo,
en el barrio de Lobatón, cerca al parque de Matamula,
alrededor de otros parques también bellos y atractivos,
como el parque de los bomberos,
el parque del Mariscal Castilla,
el parque de los poetas y el parque de don Pedro Ruiz Gallo,
monumentos dignos a hombres igualmente dignos.
Me pongo a pensar y observo todo el porvenir que me espera.
Un universo preñado de oportunidades
que se abren a mi paso.
Todo es absolutamente nuevo para mí
mientras yo no lo haya descubierto,
mientras no sea el testigo. Mientras yo no beba
el agua de sus fuentes.
La humanidad es mi morada y en ella tengo verdes pastizales
para el descanso, arroyos y quebradas en mi camino,
muchos mares y océanos para enrumbar mi barco.
Estoy dispuesto siempre a disfrutar la llegada del mejor día,
que es, desde luego, el que esta mañana empieza y asoma.
Tenía veinte años cuando entonces
le declaré mi amor sincero
a la poesía y a la creación en la fosforescencia de mi vida.
Caí rendido completamente a los encantos de sus brazos,
y que además, para ser franco, es lo único junto con mi mujer
que he tomado en serio. Por ella no
amanezco borracho en tabernas
o bares hasta quedar exánime y tirado como un desecho,
no me extravío en horas vagabundas en medio de luces
o serenatas nocturnas de zancudos
y otros insectos los fines de semana.
Tal vez puede que sea demasiado temprano hoy
para echarme algunas generosas flores de mi parte.
Pero no debemos dejar para mañana lo que podemos
hacer ahora mismo y en estos precisos momentos.
Mi mujer me sabe repetir al oído «¡Eres un ángel!»,
y lógicamente, como todo buen hombre,
inmediatamente me lo creo,
y digo: «El ángel Carlos Alfonso estira sus alas hermosas,
finísimas y enormes como un cóndor orgulloso en las alturas
recónditas y siderales». Y suele suceder que el mismo ángel
que asciende a las cúspides más altas debe volver a la realidad
a contemplar todas las cosas a ras del suelo. 
Y veo para suerte mía
y felicidad personal que toda área me interesa:
las artes, por ejemplo; pero también las guerras,
los deportes, el campo
militar, la industria, los negocios,
el origen de la vida y las plantas,
la medicina, los inventos, en fin,
nada humano me es extraño.
Luego pienso que lo mejor que podemos hacer por los demás
es hacer precisamente algo por nosotros mismos.
Y me elogio y me ensalzo,
y construyo cantos e himnos con mi nombre, en la certeza
de que si yo no fuese capaz de hacerlo por mí,
nadie más lo haría, mucho menos a las mil maravillas.

Carlos Alfonso Rodriguez



Fin de una historia de amor sin pies ni cabeza

Para mi bien te marchaste y desde esa fecha
nadie cuestiona mi mal gusto de vestirme,
mi costumbre de quedarme hasta altas horas
de la noche viendo la tele los viernes y los sábados,
la supuesta perdedera de tiempo leyendo
el periódico los domingos en la tarde,
o la lectura casi furtiva de una pequeña novela.
Ni sufro la frustración de ir de viaje a un pueblo
porque era más importante ahorrar para el futuro
que ya no veremos (al menos juntos).
Se acabaron también felizmente las trágicas
dramatizaciones cómicamente teatralizadas
todas las mañanas todas las noches en varios actos.
Hoy, lejos de ti, disfruto un bello atardecer a plenitud.
Sentado en una piedra en medio del río San Carlos,
escuchando su canto y bañándome en sus aguas
transparentes y benditas por la mano de la Naturaleza;
sin preocupaciones de ninguna clase pero contento
porque cuando regrese no te encontraré en mi casa,
y más aún, porque amanecerá la nevera llena de leche,
queso, huevos frescos y mi sabrosa mermelada.

Carlos Alfonso Rodriguez




La viuda alegre

La señora Juana Orozco de Valverde,
para que digan los vecinos que trabaja,
llega temprano al «Hotel Polvo Eres»
y revisa el pago al día de los pasajeros.
Luego parte a las carreras, haciendo sonar
sus afilados y ruidosos tacones.
Se pasea en un elegante carrazo
último modelo, recientemente comprado.
Yo la veo movilizarse por el malecón,
en los parques, en los centros comerciales.
Ella es una artista cuando camina
moviendo sus caderas y su cintura
como una gallina de doble pechuga.
Viene de la zapatería con tres pares de zapatos.
Viene de la peluquería con cinco clases de peinados.
Viene del supermercado y del gimnasio.
Y cuando tira sus buenas canas al aire, suspira:
«¡Ay, todas las cosas que puedo hacer,
gracias a Ruperto Valverde Pulgarín, el muerto!»

Carlos Alfonso Rodriguez


Los intelectuales

Se dejan crecer la barba
Espesa y larga como un lagarto.
Usan lentes de aumento
Así no sean cortos de vista.
Fuman cigarillo tras cigarrillo
Especialmente cuando se exhiben
En extensas y aburridas conferencias.
Hacen mil esfuerzos por caer simpáticos;
Muestran públicamente un amplio
Manojo de gestos afeminados.
Hay muchos que no se bañan,
Personalmente he  sentido de cerca
En cada una de sus charlas, un olorcito...
Son como se dicen muy bien
por afuera flores y por dentro temblores.
Los hombres inteligentes, felizmente,
No hacemos nada de esas cosas.

Carlos Alfonso Rodriguez


Loas maravillosos años 90

Eran los años 90 y los payasos de la calle no estaban en la televisión.
Con el tiempo llegaron a la televisión, pero seguían estando en la calle,
en realidad, la calle era todo su mundo y el único.
.
,
Eran los años 90 y escribir fue una verdadera bendición de Dios
y lo mejor que me había podido ocurrir en medio de la barbarie,
de caminar dentro de los apagones, túneles negros, largos sótanos
durante horas y los días de violencia bajo el sol.
Y las bombas asesinas y los crímenes escalofriantes,
las torturas necrófilas, los golpes y puñales del silencio, los asesinatos macabros.
Y las violentas desapariciones de las políticas del enemigo.
.
.
Eran los años 90 y Heber Ocaña, mostraba sus primeros cantos y poemas
y efectivamente, escribía bien, con excelente caligrafía,
buena letra, con sus puntos y sus comas.
Porque estaba soltero, estudiaba en Lima y los trabajaba.
Después abandonó los estudios, Lima y la literatura.
Para dedicarse a empresas, francamente, un poco difíciles en Huarmey,
(pero no imposibles) como la crianza de codornices, la venta de pichones de gaviotas y pelícanos, el comercio de alacranes y tantas otras cosas más.
¿Qué no hará Heber Elí, por su pequeño Ghandy Israel y Regina?
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Eran los años 90 y Julio Aponte, se paseaba por todo el país
con ese parecido impresionante a cualquier soldado extraído
de las huestes de Pancho Villa o a un disciplinado miliciano de Emiliano Zapata.
Julio, es ese morocho, bigotudo, que lee bien sus poemas.
Nacido en el inhóspito Morropón, un pueblo olvidado y pequeño
perdido entre la luna de Paita y el caluroso sol del departamento de Piura.
Tierra caliente de recios campesinos, bronceados hombres, bañados por las lluvias, rodeados de piajenos, mulas, algarrobos y árboles de tamarindo,
en donde han nacido los mejores escritores del Perú y también los peores.
Jamás pensó en llegar a ser el buen vendedor de libros que es hoy,
pero ya había vendido primero su alma a la poesía en las mañanas
y por las noches al diablo en mil hechicerías como buen brujo de la palabra.
No hay, en verdad, poeta más enrazado y trabajador que él
cuando una visión brilla en sus ojos y cuando se trata de poner las cosas en claro.
Lo que más le agrada es ver que las cosas caminen bien y derecho.
No entra en vainas ni alcahueterías. Él como Ange Yzquierdo Duclós.
Es otro auténtico poeta de armas tomar y de libros vender.
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Eran los años 90 y el gordo Jorge Espinoza Sánchez, seguía en sus andanzas.
Buscando más pleitos judiciales. Las malas lenguas, y las buenas también, aseguraban
que le escribía los libretos a los cómicos ambulantes del Parque Universitario
y de la Plaza San Martín; pero ellos en el escenario no le hacían caso, la verdad es que,
ellos nunca le han hecho caso a nadie, por eso exhiben publicamente sus pobrezas y miserias.
No se vestía como un típico bolerista de los años 60.
Pero era el lider de la poesía erótica como alguna vez lo definieron.
No se tiraba muchas canas al aíre pero se ganó dos años de cana.
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Eran los años 90 y Marío Vargas Llosa perdía calamitosamente
en las elecciones presidenciales, por su mala junta.
(Qué perjudiciales son las malas compañías, en estos casos).
Y por sus asesores que no lo asesoraban ni le recomendaban
un buen curso de relaciones humanas. Mario, ya tenía todo en el bolsillo;
pero le hicieron la gran jugada: cuervos, alimañas y viejos lobos vestidos de cordero.
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Eran los años 90 y Carlos Alfonso, por aquellos días de vida oculta
caminaba por las calles de Lima, entonces, no habían muchas flores pero se podía florear.
no habían muchas piletas, pero hay quienes se hacían la pila en cualquier parte
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Eran los años 90 los maravillosos, los inolvidables y Jorge Tafur,
amigo, promotor cultural, trotamundo, editor, poeta, aventurero.
Me llevó a conocer todo el norte: Chimbote, chiclayo,Trujillo,
Piura, Catacaos, Sullana, Huanchaco.
Yo que viajaba a duras penas de Lince a la Victoria, en la línea 9 y en la Cocharcas
José Leal, esos ómnibus viejos, grandes y destartalados que se incendiaban
en pleno viaje, en plena pista y a toda marcha.
yo que daba más vueltas que un pollo a la braza o una silla voladora.
Alrededor de talleres de mecánica, playas de estacionamiento,
grifos y restaurantes con José Luis Blancas
el poeta - músico y viejo compañero.
Jorge Tafur, se fue para siempre a París, y yo a todo el sur:
Cañete, (San Vicente - Imperial),
Chincha, pisco, Ica, Nazca, Palpa, Marcona, Mollendo, Camaná,
Arequipa, Moquegua, Tacna, Arica, Tarapacá.
¡Qué bello y qué grande es el Sur, Me encanta el sur!
¡El Sur de América!
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Eran los años 90 y lo que más deseaba era seguir leyendo
y lo que más me hacía feliz era cantar y escribir y pensaba y decía que
lo que no se hace cuando se es joven no se vuelve a hacer
nunca más en la vida. Y les decía a mis amigos muy solemne y seriamente;
"Hay que escribir como si fuese el último día que nos queda de vida". Y también;
"Hay que escribir porque sino servimos para escribir, tampoco servimos para vivir".
Así evitaremos el papelón que hacen todos aquellos que hablan de su último libro cuando aún no han escrito ni siquiera el primero.
Pero, sin duda, la sentencia de mayor peso y ante cual mis condiscípulos,
asentían espontáneamente, dándome palmadas, la razón y en el más absoluto y desinteresado respaldo, era aquel, ¿Si no escribimos nosotros
quien en la tierra se va a dedicar a hacer poemas?
Teniendo en cuenta que los obreros no tienen tiempo
y los obispos más se dedican a sus abispadas.
Los abogados dan incluso la vida entera a sus leguyadas.
Los profesores pasan ocho meses de vacaciones pagadas.
Y más aún, cuando precisamente, a mí, me están saliendo los versos de película.

Carlos Alfonso Rodriguez









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