El libro 

Una tras otra me toco las cicatrices,
mi único camuflaje
para recordar quién soy.
Ya santiguarme no puedo:
ése es mi último ritual.
La más antigua es la del hombro izquierdo
–de la vacuna contra la viruela–
redonda, como si alguien
hubiera apagado un cigarrillo allí.
Ése fue mi primer bautismo.
Tengo muchos arañazos, muy finos,
en los diez dedos de las manos:
uno por cada mandamiento.
De niño me gustaban los cuchillos.
Entonces no había otros juguetes.
Solía colocar todos los objetos de la casa
que eran puntiagudos o afilados
delante de mí en la mesa,
para darles nombres
como se nombra a los niños.
La edad de un caballo se determina por los dientes,
la de un dolor por sus cicatrices.
Y aun así todavía soy joven.
Aquí (y debe decirse en susurros)
hay mucho espacio aún.

Arvis Viguls



Ladrillo

Es un bicho sin cara,
sólo tiene espaldas –seis en total–
que ha girado
hacía el norte y el sur,
hacia el este y oeste,
hacia el cielo y la tierra.
Demasiado denso para encontrar espacio en él
para pensamientos, memorias, dudas,
demasiado pesado para servir como amuleto,
demasiado angular para ser un símbolo,
demasiado parecido a un ladrillo
para ser comparado a cualquier otra cosa.
Lo único que podemos sacar de un ladrillo
es un muro. Lo único que puede pronunciar
es un golpe sordo, pesado y malintencionado,
mientras cae al suelo.
Alguien toca madera tres veces
para que nada malo ocurra,
yo toco el ladrillo
aunque sé que toco en vano.

Arvis Viguls



Rostro

No encuentra paz ni dormido:
toda la noche las raíces de la cara
trabajan duramente bajo la piel
cultivando arrugas.

A veces se tensa
como si estuviera levantando pesas
o intentando mover los muebles
con el poder del pensamiento.

Raro es que en sueños sonría,
confiado e inocente como un niño,
volviéndose irreconocible:
ése es mi verdadero rostro.

Arvis Viguls






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