La navaja de Ockham

¿Qué formas?
¿Cómo habitará la materia, el espacio por donde te esparcirás?
Las posibilidades incluyen al grano más proteico,
que algún día llevaré a mi boca,
o polen de abejas misericordes,
o arena de las flores.

Guillermo de Ockham desde el más allá, como vos,
me pide reducir las variables,
las hipótesis a su mínima expresión.
Podar lo accesorio, quitar la hojarasca.

Con su voz de muerto ilustre,
me cuenta que una madrugada de Mayo de 1328
huyó de Avignon y del Papa,
con el sello de los franciscanos en su pecho,
para buscar la protección del emperador.
Le dijo: -defiéndeme con la espada
y yo te defenderé con la pluma.

La misma fórmula que usé,
seis siglos más tarde, para asociarme a mi primo,
galán y líder juvenil, una tarde en el club barrial.
Fue el grito de guerra de un erotismo auto-sustentable.
Quid pro quo.

Alianza que atravesó el estertor de la edad.
Di argumentos a su belleza para hacerse soberana
de mi inconsistencia muscular.
Recibí al héroe en canchas de fútbol tristísimas,
sin laureles y el hambre intacta.

Guillermo de Ockham me dice que hay que llevar
la eficiencia de la razón a su grado máximo;
de modo tal que si uno se encuentra en una ciudad
y escucha galopar, sólo pueden ser caballos,
y no una manada de cebras.

A pesar de tener su navaja cerca de mi platónica barba,
lo desafío y pierdo el rumbo en la duda que me acuna.
Pienso en dos cosas: las cebras posibles, y vos resucitado.

Alejandro Méndez



Un cuáquero en la corte de los milagros

La educación sentimental
fue un título con abandonos documentados.

La educación sentimental
fue pura vocación crónica y automedicación.

La educación sentimental
requirió posgrados y maestrías.


Sentimental,
la ambición por el mar proclamada desde la orilla.

Sentimental,
la disposición del repertorio de nombres propios.

Sentimental,
la nota más alta en el karaoke.


Mi educación sentimental
fue como el grito de guerra de los esquimales,
en silencio.

Mi educación sentimental
                fue como el rezo secreto de los ateos.

Mi educación sentimental
fue como el ave fénix, pero mis hombros
no cargaron el cadáver de mi padre.


Educado
con el metrónomo de las pasiones menores.

Educado
en la creencia del dios de la simetría.

Educado
para mirar el Rubicón sin cruzarlo.


Una educación sentimental
para poder contarla y despuntar el vicio por los aforismos.

Una educación sentimental,
ahora que la lírica está muerta y hay déficit de laúdes.

Una educación sentimental
revisionista y autoindulgente para llorar a secas.


Sentimental,
la mano que escribe ajena al cuerpo que la sostiene.

Sentimental,
aun leyendo los diarios o sacando la basura.

Sentimental,
en los 0.4 segundos de la sístole y otros tantos de la diástole.


Tuve una educación sentimental
con temblores como un cuáquero del siglo XVII.

Tuve una educación sentimental
jacobina en las despedidas y garantista en el placer.

Tuve una educación sentimental
supersticiosa a la manera de los pigmeos.


Fui educado
por la didascalia homoerótica de mis tías.

Fui educado
en el dojo de un cinturón negro
para aprender a caer con elegancia.

Fui educado
                para ser paciente como un filólogo
                con su piedra Rosetta.


Sentimental,
por las mañanas separando las hebras del té.

Sentimental,
el tarareo del estribillo de esta canción.

Sentimental,
la diáspora de amantes.

Alejandro Méndez








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