Andrés, los peces cambian de nombre cuando los pescan

He comenzado a valorar la prudencia burguesa
cuando alojo en la casa de mi novia
con los carretes del vecino, la radio a máximo volumen,
las peleas, la tele que no apagan,
sobre todo las risas que se oyen al frente.

En mi casa materna hay silencio,
no venden leche ni matraca el gas.

Me reí mucho cuando un ex compañero de colegio
interrumpió mi baile para decir que siempre quiso
darle a mi ex. En otro sitio habría
que pegarle. Los más pobres se ofenden
si no ofrezco los puños. Si no los llamo, juran ley del hielo.

Como éste es facho, brindaría si al fin le confesara:
todos los resentidos que conozco
se enamoran
de la primera cuica que los pesca.

Enrique Winter


Arquitectura                                                     0096

Esto
     la caja de zapatos donde vivo
la caja de zapatos donde vive mi padre.
Dos zapatos izquierdos.

–Cuando chica quería ser artista, veterinaria o astronauta.
–Yo arquitecto (me mira y no me cree).
Mi papá me llevó a la construcción algunos sábados. A mí me
encantaba. Una vez le pregunté en qué consistía su trabajo.
Me dijo que el arquitecto (primera vez que oía esa palabra y
me sonó importante de inmediato, como archiduque)
imaginaba el edificio y que la pega de él consistía en que
simplemente no se cayera. Un trabajo que sólo imaginaba
lugares me pareció extraordinario. No así la opaca labor del
padre. Los lugares imaginados se le comunicaban con dibujos.
Y a eso dediqué mi infancia, a dibujarle rascacielos y chozas.

La pega de mi papá consiste en que no se caigan.

Enrique Winter



Arreboles en Quezaltepeque

Llevo el mareo de escolar que espera a su rival del callejón
o del que cuenta con los dedos las décimas de nota que le faltan

los mismos dedos que en las sábanas deshechas buscan ese cuerpo ido
como si el blanco fueran teclas de un piano que resiste

la ducha helada antes del trabajo
cruzando en camioneta por la arena

donde yacen los muertos del partido
recostados y hermosos en su caos

como el naranjo de la tarde pintado por las fábricas
el morado del pómulo escolar y los pañuelos de la despedida

que se enarbolan cual bandera: ser silla firme y mesa
un comedor de multitienda dándose forma con las manos.

Enrique Winter



Polaca

De un pasado dudosamente noble
como todo pasado noble. Modzelewska por padre,
Wyrzykowska por madre. Es huérfana y de quince años,
mil novecientos treinta y nueve:
pide pega en la industria intervenida.
El patrón frisa los cuarenta, arrancan
juntos a Viena por los rusos. Por los celos de Müller cae presa,
acusada a los nazis para casarlo con su hermana.
Son más de tres los meses. La liberan los gringos, camina días a Salzburgo
y en la plaza tras una alarma ve correr a su jefe. ―¡Papa!, chilla.
Se casan a escondidas para que nunca la bese en la boca.
Doméstica de su cuñado, duerme en la pieza de servicio
tal como en Chile. Donde trajo a Goethe
y un par de pilchas, para hacer del barquito de pesca
uno con capitán y marineros.
Un hijo. Viuda. Gatos. Perros. Pájaros
que huelen como ella o viceversa.
No está ni ahí con ver a sus nietos, le reclama mi padre.
Toco el timbre y no suena, grito y no responde,
seis perros gordos y furiosos ladran sobre la reja.

Enrique Winter



Soles                                     0098


Un sol, la dicha
sorprende a la mesera que recibe
la propina cual dios del mismo nombre.
Un sol rojo en la playa, píxel en el ojo
de una foto digital que no debimos sacarnos,
interrumpido por líneas de nube (las cataratas)
y la tele del bus,
polvo que impide otros polvos
en un desierto que ningún pasajero reclama,
inadvertido el mar (el iris).
El bus auspicia la negra carretera
que corta el arrebol,
una camiseta que sería de rangers
si estuviera en mi tierra y no
donde ninguna construcción se ha terminado
para eludir impuestos o mirar las estrellas,
apenas cubiertas por la ropa interior colgada
y flameando: camisetas de un equipo pequeño
visitando el estadio de la masa tevita.
La rueda del triciclo armando un taco, este sol
tres cuartos en el agua su reflejo,
más la pantalla del bus que ese ojo rojo.
Una vez me dijeron que era un sol.
Y si para tocar el sol bastaba
poner el dedo chico en la primera
cuerda luego del do, siempre enseñaron
mejor el anular, voltearlos
como el cartel –cerrado– en los boliches
y me dan ganas de contarles cuál
es el cambio de sol a peso,
pero la tasa es otra (juego de manos
y muecas) cuando la pronuncio
en la guitarra.
En el cielo despejado no hay puntos de referencia
para decir cerca o lejos.
Mejor que venga el sol, que trague
a quienes lo permiten apenas quince días
retribuyendo el año de maltratos
(era gratis, gratuito, gratis, gratis).
Con el color ladrillo de las casas
sin terminar (ya, casi todas)
dorado el oro, el día, el hombre
no la plata, la luna, la mujer (acaso la pantalla
o bien la dicha de la mesera que recibe
la propina cual dios del mismo nombre).
Las decenas de veces que intentamos la foto
con la puesta de sol, la espera
por revelar un rollo que nos presentaría
negros de nuevo, tapando un rojo inentendible.
En la ciudad que habito yo decido
si me alimento, si me abrigo, si miro mis pisadas cuando vuelva.
Quien decide afuera es el sol,
si crece algo de comer, si muero
de hipotermia o transpiro.
Le rezaría a él antes que a nadie:
yema de huevo de campo
derramada en mar la copa
no del galán de la tele
sí de los espectadores.
La clara previa a revolverse es una nube
y el cielo cubre la paila.
El ruido de ese aceite recuerda al de las olas
cuando se está en el mar y no con la conchita en el oído,
a regadores cuando empapan, y
las películas nos robaron hasta el atardecer.
El bus nos ha robado el viaje.
Al sol lo construyeron jornaleros
como los de este bus, que ni lo miran
ahora que la energía puede inventarse en otros soles,
que no los broncearán
aunque se juren invitados.
Difícil adorar a un único sol
cuando ya existe la palabra soles
y uno no sabe si vio el mismo ayer
(cambiaron el camino y la abrazada)
cuando al camino le salieron brotes
y a la que amamos, el fruncido ceño
las decenas de veces que intentamos la foto
con la puesta de sol, la espera
por revelar un rollo que nos presentaría
negros de nuevo, tapando un rojo inentendible
como el del ojo en tomas digitales.
Acaso quede el puro rojo
que ven los cerrados cuando al sol,
delgados pájaros de interferencia.
La terramoza (qué palabra) dice
que para una mejor visión de la película
se cierren las cortinas.

Enrique Winter


Somos o no somos hermanos

Somos ocho en la pieza.
Tengo catorce años y duermo con mi hermana.
Sus muslos contra el pecho esperan
un portazo. Tirita el vidrio
como dos ojos que resisten algo.
A veces junto mis pestañas y las abro de golpe
para que se descuide nuevamente.

Enrique Winter
















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