Carta a un desesperado

El hombre no puede llevarse a cuestas
sufre con
un pájaro muerto

en su boca.

Hay un infierno en su sangre
que lo condena en el instante preciso
en que una amapola se abre.

El hombre no puede llevarse a cuestas
suicida a cada instante
los ángeles y las palabras que lo habitan.

Es un desesperado este hombre
los patos entran a su casa
y sólo ve carroña.

Tiene un revólver pero no se mata
las hormigas los persiguen
en la piel de la sombra.

Este hombre se mueve de la fuga
a la sombra,
tiene dedos
pero sus guantes de boxeador le impiden
que al tocar el objeto sus dedos
bailen
su boca cante y hable en el poema,
porque este hombre es un poeta
que está muriendo.

Graciela Aráoz


Mujer en la ventana

Una fotografía de Tina Modotti

Un adiós lento
entre la acción y la rebelión

Joan Baez de fondo
mientras la valija se llevaba
los fracasos y el deseo.

Lloramos.
El aire murmuró el dolor y nos vimos.

Un beso volado desde la puerta
y una mujer en la ventana
mirando irse.

El hombre mira la ventana.

Joan Baez
y nuevamente la cámara
de Tina
registrando
la última cena.

Graciela Nidia Aráoz



Luz en el cuerpo

En el pasado me vuelvo río.
Mis muertitos me caen encima.

Los ojos desposeídos de cal y humo.

La huerta y los pájaros de mi padre.
Mi padre ahora.

En algún sitio
que no es esta tierra.

Los jazmines en el deseo.
Los jazmines en los ojos de ríos
en que se sumerge

                                   el mundo.

Los ojos se detienen un instante,
el tiempo es río
es memoria
y el pasado,

                     luz en el cuerpo.

Graciela Aráoz


Sangre con hilos de seda

Mis uñas entrarían en tu clavícula
y te dejaría ahogado
pidiendo
                pidiendo un solo día.

Mientras yo me pondría frente al espejo
ofreciéndote mi goce de reina,

me seguirías con los ojos aterrados
sin respirar
y entonces me desnudaría
y verías sangre anudada con hilos de seda.

Bailaría con mis cicatrices
la danza de algún vientre,
y te dejaría morir.


Pero para morirse hay que
haber vivido por lo menos
un día
entonces para que matarte.
si siempre estuviste muerto.

Graciela Aráoz




Una mujer llora en la cocina. Detrás
del olor a locro.
Macera la carne con limón
y con su inefable tristeza.

Las lágrimas caen en la espuma de leche
que se derrama hasta la indolencia.

El aire se vuelve tan oleoso que debería irse
y apagar el día.

En la cocina una mujer se parte viva,
se corta los dedos, desangra.
El dedo va a la boca.

El dolor está detrás
del hilo dormido que se secó en el vientre,
detrás de aquel humo que se llevó el después.
Detrás, siempre y detrás de todo.

Cuando los olores se mezclan
ella destapa las cacerolas.
Es la única que se queda enjuagando el día
hasta que vuelva a ser.

Una mujer en la cocina.

Graciela Aráoz


XII

Estoy dentro de una mujer extraña
que no soy yo.

A veces, cuando nos encontramos
en el espejo veo,
que yo soy otra y que otra es la otra.

Me captura y me desborda
en la impiedad de la ausente.

Soy tantas mujeres y ninguna.
Soy Juana, la que se desnuda la piel,
y es como una uva,
o la niñita aquella que al helicóptero subió
con todas las mariposas.
Y también la suicida ebria que engatilla
el revólver y las rosas se vuelan.

Y también soy Teresa, la que le pide
a la virgencita una esperanza sola.

Y soy Isadora, la que se quita
despacio
               la ropa,
oleosa cuando va a la cama.

Extrañas y sonámbulas persiguiendo a su sombra.

Soy esta mujer maldita que se me adueña
entre dinosaurios y amapolas y elefantes en miniatura.
Soy esta mujer que no piensa en toda la miel
que hay en la casa sin tener abejas,
y que a veces piensa que las abejas tienen luceros
estridentes que tocan mi boca más allá de mi cabeza.

La busco,
                irremediablemente,
                                               la busco.

Más acá del sabor de las cerezas o de los ojos
niños de mi amor, que me miran
como todas estas que no soy y que soy
y que tampoco entienden.

El que me salva es el amor, dispuesto
a saltar al vacío
            y encontrarme.

 Graciela Aráoz


XXXI 

Esa mujer que ve bajo sospecha, mira el mundo.
Hay un ojo intruso
que desgasta sus vestidos,
los encajes se suicidan entre soles agónicos.
Ojo que mira el envés de la sombra,
ella quiere medir la distancia que aleja
los veleros del infinito,
calcular cuántos hechizos separan los pies de la cabeza,
cuántos adioses tienen los labios cosidos con violetas lavadas;
quiere perderse en los ojos que pierden.
Quiere perderse después en su mismo ojo espía.
Ojo que vigila un crimen que no se comete,
ojos que se dilatan hasta los próximos ojos
que miran debajo de su vestido
un deseo ahogado,
                               robado,
rotundo.

¿Entonces, porqué mirar el miedo
si el infinito aguarda en voz baja?

Graciela Aráoz














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